jueves. 28.03.2024
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Ven acá, le dije a mi nieto de cinco años, es hora de que te sientes a desayunar; papá y mamá salieron al trabajo y me dejaron encargado de dirigir tu vida. ¡Mi vida!, ¿No te parece mucho abuelito? No, en verdad, le dije. Así que ven y siéntate a la mesa. ¿Pero por qué tengo que sentarme a la mesa? dijo el querubín. Porque son las normas, le dije. Ah, y ponte el babero para que no dañes tu ropa al comer. No sé dónde está el babero, me dijo. Donde lo dejaste ayer, le contesté. Pero, ¿por qué tengo que ponérmelo? Porque son las normas, le dije otra vez. Así que fue a buscar el babero que había dejado dentro de un montón de cartones con los cuales estaba haciendo un tanque de guerra. ¡Un tanque de Guerra, por Dios!, le dije. ¿Por qué más bien no construyes una paloma y la echas a volar? agregué. ¿Para qué? ¿para que la maten? Cómo así que para que la maten, le contesté muy rápido. Sí, me dijo; yo lo vi en la televisión. ¿Qué viste? Vi que unos niños echaron unas palomas a volar y unos hombres malos ocultos en el bosque, les dispararon y las mataron. Por eso hago el tanque de guerra porque si salen los hombres malos les hago ¡PUM! Oye, oye, nieto del alma, ¿dónde estás aprendiendo o viendo todas esas cosas? Tengo un amigo en el colegio, me dijo. Y él me contó que su papá veía todo eso en el televisor cuando él se hacía el dormido. Mi amigo tiene siete años…

Guardé silencio porque me pareció, no sé si inútil o hipócrita, comentar algo. Cuando termines tu desayuno, le dije, limpias la mesita y pones la loza en el lavaplatos. ¿Pero por qué tengo que hacer eso? me dijo, arrugando la cara y frunciendo el ceño. ¡Porque son las normas! se lo dije en voz alta y despacio, mirándolo a los ojos, con un tono que trató de ser de autoridad. ¿Sabes qué, abuelito? Yo abrí los ojos sorprendidos. Cuando yo sea grande, me dijo, Voy a matar a las normas. Fue tal mi sorpresa que le dije: bueno, pero mientras lo haces, vas a cumplirlas.

No discutí más con él en ese momento. Cuando cumplió ocho años, le pregunté qué había pasado con su deseo de matar las normas. Nada, abuelito, me dijo. Me dio “mamera” porque eran muchas y como tengo tanto que estudiar, no me quedó tiempo… Además, creo que son manada los que están tratando de hacerlo.

Marx, ese gran pensador (se doctoró con Hegel. Y, en lo esencial, lo refutó), concibió, desde la lucha de clases, la ideología como una falsa conciencia

Para entendernos hay que definir las cosas. Y, claro: definirnos a nosotros mismos. Pero, cuando lo hacemos, aunque no lo queramos, sobre todo con relación a los seres humanos, estamos metidos dentro de una ideología. Esta, en términos generales, es una concepción, o representación del mundo. Y mundo es todo eso que existe, incluidos nosotros. Marx, ese gran pensador (se doctoró con Hegel. Y, en lo esencial, lo refutó), concibió, desde la lucha de clases, la ideología como una falsa conciencia. Aquí trato de ver la conciencia como una conciencia de… frente a otro tipo de conciencia. La legitimidad de una u otra depende del compromiso político

El problema de la falsedad y de la veracidad, es otra cosa puesto que eso depende de un “a priori” de carácter historicista, o de un dogma de fe, ya que mientras no exista el ”Verdaderómetro”, no es fácil poner una conciencia no ideológica, frente a una falsa conciencia. La Ciencia de “lo” social (que no es lo mismo que las Ciencias Sociales) nos ayuda, pues no es difícil ver los desequilibrios sociales y sus consecuencias pero, para establecer su origen, ligado a una transformación profunda, o cambio de las estructuras sociales, con un compromiso político, hay que acudir a valores trascendentes que, aunque no tengan que ver con lo espiritual (si se le vincula, no hay problema), sí tienen que ver con lo humano. Así, sin más. Entonces nos consideramos como animales éticos, hablamos de explotación y de injusticia. En esa medida, conocimiento y valores, se implican mutuamente. 

Igual como pasa con las Ciencias Sociales y el capitalismo, así el Positivismo lo niegue. Esa negación sería ideológica porque enmascara lo que es explotación e injusticia, mostrándolo como normalidad. Pero, me diríais: según lo que planteas, una de dos: o hay conciencia falsa y conciencia verdadera, lo cual te contradice por la falta del “Verdaderómetro”, o, toda ciencia, todo conocimiento es ideológico. Yo contesto: desde una epistemología “pura”, la objetividad (captación del objeto), nos garantizaría la verdad. Ahí no hay dialéctica, sino una pintura sin vida, o vitalidad sin movimiento. Es sostener que el hombre ha cambiado y ha llegado a ser, lo tenía que ser. Porque hay una organización social, la última y única racional de la historia, que le ha permitido serlo. Así, con ello, es decir, siguiendo esos planteamientos, la verdad estará en los textos oficiales de enseñanza, salvo lo que descubra el conocimiento de la Naturaleza que además, por no ser sujeto de intereses desde el punto de vista del capital, podemos destruirla, como estamos haciéndolo.

En el proceso del conocimiento somos objetivos porque, como sea, aprehendemos el objeto, tanto, en la manera de aprehenderlo, como en el uso de ese conocimiento, no somos, y no podemos ser, neutrales

Pero, veamos:

A esa problemática epistémica contesto (y no es invención mía) que, si bien, en el proceso del conocimiento somos objetivos porque, como sea, aprehendemos el objeto, tanto, en la manera de aprehenderlo, como en el uso de ese conocimiento, no somos, y no podemos ser, neutrales. Es decir, todo conocimiento, y eso incluye al científico, está teñido de una concepción del mundo, una ideología en el sentido más amplio, si se quiere, que es, en últimas, una concepción del hombre pero, con una dialéctica que no se agota, como la de Hegel con la realización del Espíritu Absoluto, o como la del Marx, con la Sociedad Comunista, sino que pervive, criticando a todo mundo institucional que implique explotación, exclusión o, en términos generales, injusticia, llámense neocapitalismo, neofascismo, neosocialismo, neocomunismo, progresismo, o cualquier ismo. Esto significa, sostener que la historia sigue, pero cambiando siempre, sin identificarse estáticamente con ningún sistema institucional porque, en esto sí le damos la razón a Marx, en el sentido de que toda institución es opresiva. Que nos permite movernos, es cierto. Encadenados, también. Que a eso le llamemos libertad, es otra cosa.

Aclarado, o más enrarecido, lo anterior, podemos continuar, porque nos sirve para lo que viene, reiterativamente, más adelante:

 Así que la expresión de la ideología burguesa estaría en la manera como la burguesía presentaba el contrato de trabajo como un acuerdo entre seres libres, negando la extracción de plusvalía cuya suma colectiva, daba vida al capital. Con ese fundamento “libertante”, se teñía la vida toda. Las cadenas de la servidumbre eran vistas, entonces, como el instrumento que permitía la simbiosis trabajador-patrón, y, según esta concepción, pudimos hablar de una, la primera y la última, sociedad libertaria: la sociedad moderna. Así se vio la sociedad burguesa. Trató de confirmarlo Fukuyama, en un libro, por cierto muy bien trabajado, que pocos han leído pero que muchos han refutado. 

El capitalismo no resultó como soñaban sus teóricos, en un equilibrio de los factores de la producción (capital y trabajo), y de la oferta y la demanda en el mercado

El capitalismo, llamado democracia, en una transubstanciación muy ideológica, sería el final de la historia. Pero Marx, con su pensamiento comunista, es también moderno y finalista de la historia con su “Sociedad Comunista”. El capitalismo no resultó como soñaban sus teóricos, en un equilibrio de los factores de la producción (capital y trabajo), y de la oferta y la demanda en el mercado, a través de la famosa pero desconocida Mano Invisible, a través del mercado, grandiosa metáfora esotérica que ha conducido al capitalismo a este callejón sin salida en que nos encontramos. Por otro lado, el socialismo protocomunista, no se dio donde, según Marx, debía darse: los países industrializados. El capitalismo ponía el fundamento de su utopía en la propiedad privada como un derecho natural, blindado por la razón. Es decir, incuestionable desde otra razón (que sería sinrazón) o institución alguna. Para Marx, en cambio, y ahí viene uno de los fundamentos de su crítica, no hay derechos naturales: todo derecho es histórico, y la propiedad es uno de ellos y básico en las sociedades de clases. Lo irónico se nos presenta cuando uno de los teóricos de la democracia burguesa, Juan Jacobo Rousseau, coincide con Marx cuando en el Discurso sobre el Origen de la Desigualdad entre los hombres, afirma:

 “El primero que habiendo cercado un terreno se apresuró a decir ‘esto es mío’ y encontró personas bastante sencillas para creerlo, fue el verdadero fundador de la sociedad civil [= burguesa]. Qué de crímenes, de guerras, de homicidios, qué de miserias y de horrores no hubiese ahorrado al género humano el que arrancando las estacas o cerrando el foso, hubiese gritado a sus semejantes: Guardaos bien de escuchar a este impostor, estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie”. 

El capitalismo ponía el fundamento de su utopía en la propiedad privada como un derecho natural, blindado por la razón. Es decir, incuestionable desde otra razón (que sería sinrazón) o institución alguna

Es lo que pensaba Marx que ponía el fundamento de su utopía en la propiedad colectiva de los citados medios de producción pues la única forma de que todos fueran propietarios era donde nadie, individualmente, lo fuese. 

 De todas maneras, el hecho es que estos sistemas que usaban la dialéctica, la hegeliana o la marxista, para legitimar su llegada al proceso histórico y, luego, su funcionamiento, acababan matándola en su conceptualizada síntesis finalista, dejando a la humanidad donde está: en su peor etapa de barbarie. Por eso se ha hablado del final de las ideologías que, en nuestro contexto significa la muerte de la esperanza, junto con la muerte de todas las certezas, dejando solamente una opción: la ley del más fuerte, el ¡sálvese quien pueda! Y, mientras más grande sea tu bomba nuclear, mucho mejor porque podrás matar y rematar. Es la salida del homo ¡SAPIENS!

Por eso se ha hablado del final de las ideologías que, en nuestro contexto significa la muerte de la esperanza, junto con la muerte de todas las certezas, dejando solamente una opción: la ley del más fuerte

Pero, volvamos de esta reflexión metafísica y casi posmortuoria:

Una norma no es más que una regla de conducta y un conjunto de ellas con alguna homogeneidad, conforma una institución que realiza una función social: la familia, el Estado, la Iglesia, la policía, la universidad, la escuela, el juego, y la que es el fundamento de todo nuestro orden o sistema social, la propiedad privada.

Así que hablar de la normalidad es, a primera vista, algo muy elemental, porque la damos por hecho. Nacemos dentro de ella y, como dice el neurobiólogo chileno, Humberto Maturana, si no le he entendido mal, las neuronas van estampando esa normalidad en nuestro cerebro. Y lo que no se estampa o fija, espontáneamente, entonces lo hace el aparato educativo, a las buenas o, con ceros y expulsiones porque el papel de la educación institucional (léase información descuadernada y atrofiante), es enseñar el sistema social como algo que es normal, es decir, Natural. Nos afirmamos, entonces, en la idea de que “nuestra vivencia y pensamientos” son la expresión de la normalidad del mundo. A veces, los docentes, sobre todo los de Ciencias Sociales, no entendemos eso. Que el sistema nos paga por justificarlo y que, la ciencia, en general, debe estar al servicio de su reproducción, aumentando la productividad a través de su aplicación, la tecnología. Y que las Ciencias Sociales son la legitimación científica de esa normalidad social. No lo entendemos, repito, y ponemos a nuestros estudiantes a hacer algo que ya Kant quería que hiciésemos todos: ¡que nos atreviéramos a pensar! Esto, desde luego, es un delito de lesa sociabilidad en cualquier orden social que tenga como base la injusticia. Es decir, donde unos pocos nieguen la humanidad de las mayorías…

Hoy, mientras desayunaba, vi que tenía compañía: una hormiguita iba y venía por la mesa, se subía a la servilleta, se acercaba a mi pan y se iba, como indicándome que no quería despojarme de mi desayuno y que, quizás, buscaba sólo una pequeña borona que, ella sabía, a mí no me haría falta. Eso es lo que yo llamaría una convivencia entre especies. Convivencia Generosa, por cierto, así con mayúsculas, si tenemos en cuenta que las hormigas están sobre el planeta hace 100 millones de años, que sobrevivieron a los dinosaurios y, que nosotros, hace apenas 6 millones de años que comenzamos a “desmonizarnos”. No, a demonizarnos porque, justamente, fue lo primero lo que provocó lo segundo.

Así, pues, repito: generosa la hormiga porque nosotros llegamos como plaga extraterrestre, no sólo a despojar a las hormigas de su hábitat, sino a la mayoría de los seres vivientes a los que hemos destruido en nombre de nuestra “racionalidad”. Así que no la aplasté ni busqué el espray “matahormigas”, ni grité “¡malditas hormigas que están por todas partes!” (me gustaría saber lo que gritan las hormigas de nosotros), sino que, muy generosamente, desgajé de mi pan un montón de boronitas, por si quería traer a su familia que es todo el hormiguero porque, a diferencia de los humanos, ellas tienen conciencia de lo colectivo para sobrevivir. 

Generosa la hormiga porque nosotros llegamos como plaga extraterrestre, no sólo a despojar a las hormigas de su hábitat, sino a la mayoría de los seres vivientes a los que hemos destruido en nombre de nuestra “racionalidad”

Y, volviendo a la hormiguita, me dije: las destruimos con una facilidad increíble pero ¡qué no daría la NASA, por encontrar en Marte, una de ellas, o algo parecido. O una vida invisible a simple vista.

Recordando al admirable poeta español, don Ramón de Campoamor que expresó en unos versos la profunda filosofía sobre la normalidad o anormalidad y el origen de una determinada conciencia (aunque él lo pone en el instrumento y no en sus creador, o “mirador”), me puse a pensar no sólo acerca de nuestra relación con ellas, con las hormigas, que sería a lo que hace referencia el “color”, en el poema, sino en el tamaño verdadero de las hormigas, y en el nuestro.

Veamos:

Si miramos una hormiga con una lente de aumento, la vemos mucho más grande de lo que “es”. O sea, si el cristal de nuestros ojos tuviera, por naturaleza, el grosor de la lente, la “normalidad” de la hormiga, sería más grande., Pero, por otro lado, ¿hemos pensado cómo nos ven las hormigas? ¿Como gigantes millones de veces más grandes? ¿Creen ustedes que si nosotros fuéramos las hormigas y nuestro enemigo (porque así lo habríamos visto ya) fuese millones de veces más grande, nos acercaríamos a coger una borona de su alimento, sabiendo que nos aplastaría? Pensé, entonces, que es posible que nuestro tamaño “normal” sea diferente a los ojos de las hormigas. Que la Naturaleza las haya dotado con un cristalito “reduccionista”, de tal modo que nos ven muy pequeños, y que por eso se acercan sin miedo a recoger sus boronas. Así que puse unos versos míos, frente a los de Campoamor (en este caso, debajo).

Dice el citado poeta: Y es que en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira; / todo es según el color / del cristal con que se mira.

Y digo yo: Que no es sólo del color / del cristal con que se mira; / también es lo del grosor / del lente que da medida.

Volvamos a nuestro tema inicial: el ser humano se diferencia del resto de los animales, por ser creador de cultura. Esta es el conjunto de creencias, costumbres, ideas, artefactos, herramientas, símbolos y expresiones que el ser humano (“situado y fechado “, como lo escribió algún filósofo), dice lo que es él.

La cultura tiene una doble función social:

1). Establecer un “alfabeto” para comunicarse y entenderse dentro de la NORMALIDAD y, a partir de ahí

2). Darle a la vida un sentido.

Por lo tanto: Todo “el ser”, o la seridad (acéptenme el término) de una cultura, tiene un sentido “adanista” de origen: el de ser la normalidad del mundo, la primera y la última, porque posee y vive La verdad.

El vivir, de una manera o de otra, se constituye en una normalidad. Ese vivir normal, crea, a su vez, las normas que, como hemos dicho, estructuran, o constituyen las instituciones, esas camisas de fuerza dentro de las cuales somos libres. “Ser libre es obedecer la voluntad de Dios”, dirá la visión religiosa. Y, “Obedecer a la ley es ser libre”, dirá el padre de la democracia moderna, Juan Jacobo Rousseau. 

Ese vivir normal, crea, a su vez, las normas que, como hemos dicho, estructuran, o constituyen las instituciones, esas camisas de fuerza dentro de las cuales somos libres

Entonces:

Si nuestro grupo cultural, llámese civilización, país, región o etnia, es normal porque posee y vive La Verdad, todos los que están afuera, son anormales y podemos llamarlos bárbaros, salvajes, subhumanos, etc. Para ellos tendremos, siempre, un vocabulario excluyente y minusválido, heredado de, y legitimado por la herencia griega. Los llamamos bárbaros (extranjeros, extraños, imbéciles), y merecen ser esclavos.

Pero, dentro del grupo normal, también hay anormales. De hecho, el patriarcalismo, ha considerado a la mujer como tal. A ella se suman los homosexuales, las lesbianas, los transgénero y, en últimas, los que no piensan como nosotros, es decir, aplicando los versos arriba citados, los que, según nuestra “normalizada” mente, no tienen el color de nuestra piel, ni el tamaño de nuestra inteligencia. En cuanto a lo de la piel, la exclusión se ha cebado especialmente, en la gente de piel negra. Y digo gente y no raza porque este es un término racista que inventaron los europeos blancos que europeizaron el mundo con una supuesta normalidad blanca, mientras despellejaban al resto de la humanidad con el bonito cuento de llevarles la civilización y la religión verdadera. El hecho de que la esclavitud moderna abierta, hubiera recaído en los africanos de piel oscura, marcó al “negro” como un excluido mayúsculo, así no fuera descendiente de esclavos. Qué fácil hemos olvidado que nuestro origen fue negro y que, además, lo llevamos en el ADN. Que el hombre fue blanqueándose en su vagabundeo hacia el norte donde el sol no era tan fuerte.

El hecho de que la esclavitud moderna abierta, hubiera recaído en los africanos de piel oscura, marcó al “negro” como un excluido mayúsculo, así no fuera descendiente de esclavos

Sigamos:

A Cartagena de Indias colonial, llegó un jesuita español, Pedro Claver, cuando arribaban de África los barcos negreros, repletos de hombres, mujeres y niños, amarrados hasta en los mástiles. Pedro Claver llegó a aliviar las “dolencias” que sufrían los esclavos, hechos tales y convertidos en vulgar mercancía por sus coterráneos los peninsulares cristianos, con el visto bueno de los papas. Pues bien: el Papa, en vez de canonizar a los desarraigados, torturados, envilecidos y muertos negros, canonizó a Pedro Claver (y conste que no dudo de sus virtudes y sacrificios), para que en los textos de enseñanza de la historia, pudiéramos aprender de la presencia y compromiso de la Iglesia, en contra de la esclavitud. Era la normalidad cristiana

A los anormales de todo tipo, se les tolera mientras no tengamos la necesidad y, sobre todo, la capacidad de destruirlos. Con eso, están escritas las páginas de la historia.

El papel de la educación, si fuera crítica, es decir si entendiera que el ser humano es un ser que “va siendo”, como dice un filósofo y que, por lo mismo, su visión del mundo y de sí mismo es, y tiene que ser (la historia lo muestra), establemente pasajera, digo, la educación trataría, justamente, de ver la expresión o vivencia de los seres humanos a través del tiempo y del espacio, como pluralidad de experiencias, surgidas de necesidades muy concretas. Que no hay “normalidad” sino “normalidades”, y que estamos frente a dos alternativas: o convivimos, o dejamos de ser. Desgraciadamente, la humanidad está inclinándose, aceleradamente, por la última opción. Y la educación no es más que una domesticación informativa, absolutamente utilitaria, con una utilidad que, de paso, sólo llega a unos pocos porque la irracionalidad del orden social global, ha llegado a tal grado que ni siquiera puede explotar a todos los que “educa”.

A los anormales de todo tipo, se les tolera mientras no tengamos la necesidad y, sobre todo, la capacidad de destruirlos. Con eso, están escritas las páginas de la historia

Los fundamentalismos, o sea las creencias absolutas y excluyentes en todos los campos del vivir como son: religiosas, económicas, sociales, políticas, de género, sexuales, “raciales”, etc., se imponen. Es decir:

Hay que vivir en este orden económico, con este verdadero Dios, con esta democracia sin pueblo, con esta “raza” al frente de todo (pongo “raza” entre comillas, porque es un término racista), con estos pueblos escogidos por Dios, con una escala social jerárquica, según riqueza e ingresos; con una estructura religiosa en la cual, la mujer no puede dotarse con lo sagrado (o sea: no puede ser sacerdotisa) porque ese es un atributo divino otorgado exclusivamente al varón. En fin, un orden social donde nos enseñan “las verdaderas formas” de ser, de pensar, y de amar…

Aquí, y así, estamos. Muchos dirán que estamos así, por no vivir en la normalidad. En su normalidad.

Hemos llegado a una situación en que en Estados Unidos, supuesto ejemplo de democracia (que más que eso es una “estadocracia”. Es, tal vez, el único sitio en el mundo donde las mayorías, o sea los votos individuales, pueden perder, ganando, porque los feudos pesan, políticamente, más que las ciudades) a nivel mundial, hay partes en que los padres de familia están rechazando los textos de matemáticas por tener un contenido sexual. Debe ser por aquello de los números mixtos… creo yo. Lo que sí nos muestra esto, es que la involución está a la orden del día. Pero ésta, no es cualquier involución: es una involución que huye de la racionalidad científica, hacia formas desconocidas de irracionalismo, con su respectiva expresión política cuyos pasos agigantados se oyen cada vez más fuertes. No sólo en Estados Unidos o en la Rusia de Putin, sino en la China, en Brasil o en la Europa ”libertaria”.

La involución está a la orden del día. Pero ésta, no es cualquier involución: es una involución que huye de la racionalidad científica, hacia formas desconocidas de irracionalismo

Por todo lo anterior, no es de extrañar que vivamos en guerra permanente. Abierta u oscura. Cada bando combate en nombre de “Lo Verdadero”; llámese patria, pueblo escogido, dioses o culturas. Lo hicieron los hebreos al combatir a los egipcios y, luego, al tomar las tierras de sus parientes los cananeos. Lo hacen los hindúes cuando queman las mezquitas mahometanas, y los mahometanos cuando atentan contra los budistas. Los yihadistas atacan al grito de ¡Dios es grande! Con base en el amor cristiano, los seguidores del Maestro de Galilea (convertido en Dios del Amor) con el auxilio de los comerciantes de las ciudades italianas, organizaron las Cruzadas. No voy a narrar aquí, cómo fue la toma de Jerusalén en la Primera Cruzada, la masacre de judíos y musulmanes inermes, hombre, mujeres y niños, y luego, la ceremonia de Acción de Gracias en la Iglesia del Santo Sepulcro para cantar: “Cristo te adoramos”. A Esto se podría contestar que era la guerra, y era la época. A lo cual responderemos que en ninguna época se puede masacrar en nombre del amor cristiano, y que no es disculpa decir que todos hacían lo mismo porque si hacemos lo mismo que nuestros enemigos, o adversarios, seremos peores que ellos. Luego vinieron la Inquisición donde ardieron cristianos que defendían el cristianismo primitivo, no el del boato, las púrpuras cardenalicias o episcopales, ni el reino en este mundo, con sede en la capital del Imperio; las guerras religiosas del Siglo XVI entre los cristianos católicos y los cristianos luteranos, calvinistas y anglicanos. Cada grupo mataba acompañado del Dios Verdadero. Como vemos, Dios ha sido privatizado (“Dios de nuestros padres”, “Dios está con nosotros”, “Dios mío", etc.). 

Cada grupo mataba acompañado del Dios Verdadero. Como vemos, Dios ha sido privatizado (“Dios de nuestros padres”, “Dios está con nosotros”, “Dios mío", etc.)

Hoy, el papa Francisco, muy cristiano obispo de Roma, le pide a Putín que cese su guerra, misma que respalda el muy cristiano Patriarca de Moscú, Cirilo I quien le ha dicho a Putín: “Dios te puso en el poder”, y es quien considera que Occidente es la perversión misma y que la Santa Rusia es la guardiana de las verdaderas costumbres y exigencias cristianas. Nadie le ha comentado al Papa, o no ha querido saber que la guerra en Ucrania no es resultado del capricho de un autócrata (que lo es) de un lado, y de unos fascistas (que los hay. Y muchos, cosa que a Europa no le importa), del otro, sino la confrontación de dos potencias, Estados Unidos y Rusia, que han tomado a Ucrania como ring de confrontación, poniendo a los militares y civiles ucranianos y a los militares y civiles rusos (no tanto eslavos como sí de otras etnias despreciadas) que están siendo obligados a enrolarse en el ejército, como carne de cañón, o de dron, o de todas las armas que están probando, entre otras cosas, desde el Occidente, para darle una lección a China. Nadie le ha dicho, con energía, a Cirilo I, que su visión y conducta homófobas y misóginas, no pueden ser la regla de vida del resto de los mortales y que los imperios religiosos (también el de Constantinopla y el ruso) están muertos.

Entonces, y contradictoriamente, frente a la concepción de la Divinidad que tienen los mismos creyentes; la de ver a Dios como el Ser Perfecto e Infinito, observamos que, a través de la historia, y en la vida diaria, lo hemos convertido en un verdugo, con todas las pasiones humanas, o en un comerciante o banco nuestro que tiene que responder por nuestras deudas: “Dios se lo pague…”.

Los grupos o individuos humanos se matan, cada uno defendiendo su “normalidad” como parte de una esencia divina, o natural, excluyentes, lo que constituye la suprema anormalidad. Por el fundamentalismo que lleva al odio, o por la ignorancia que nos conduce al cretinismo. Y, por esto mismo, a afirmar que Dios, entendido como lo Infinitamente Perfecto, no está con nosotros. Menos, como he dicho antes, cuando han caído todas las certezas, y nos movemos sin rumbo ni racionalidad.

O, si no, díganme: ¿quiénes somos los normales?

De la normalidad humana como ideología