sábado. 20.04.2024
CapturaEverest
Everest (Foto del autor)

Se había convertido casi en un ritual. Cada vez que alguien entraba por primera vez en su despacho y su mirada se detenía en ese objeto que ocupaba el punto central del escritorio de Lía, siempre pasaba lo mismo: Primero, un dedo, masculino o femenino, eso era igual, se adelantaba hacia aquél tacón de aguja, solitario y desgajado del zapato al que debería estar unido y preguntaba “¿Y eso?” La respuesta era siempre la misma y ya formaba parte de la rechifla general de la oficina: “Cosas mías, para que no se me olvide aquello que quiero recordar”. Por supuesto, nadie sabía ni había conseguido desvelar qué era aquello que Lía había unido de forma indeleble a aquel solitario tacón de noche al que tanta importancia daba.

Desde sus 40 años, Lía dominaba el mundo tal y como el estereotipo social había consagrado: excelente profesional con un buen puesto en la banca, buen sueldo, un coche estupendo, soltera -hacía años que ya no atendía ni le importaban las preguntas y comentarios acerca de su soledad- y además, guapa. Con todo conseguido y con una vida por delante, sentía que le hacía falta algo que no acababa de identificar y que nada tenía que ver con el exterior de su propia persona: lo que le faltaba era algo que dormía en su interior sin dar la cara, un habitante dormido y silencioso que no acababa de identificar, pero que cada vez ocupaba más espacio en su inquieto interior.

Viajera impenitente, había recorrido el mundo buscando siempre paisajes poco transitados y ligados a la montaña, una presencia constante en su vida: su niñez y primera juventud habían transcurrido en los montes gallegos donde se perdía cuando no tenía que ir  a la escuela o hacer los deberes. Todos sabían que, una vez acabadas las tareas, el único sitio donde se podía encontrar a Lía eran los montes cercanos  a la casa familiar. Allí subía por peñas y carballos buscando siempre lo más alto, la vista más lejana, el sitio ignorado al que nadie había llegado. Luego vino la Universidad, el trabajo, la vida, en fin y la montaña se iba alejando de sus días salvo cuando podía retornar al verde escenario de su perdida libertad.

Desde hacía pocos meses había empezado, de forma un poco tímida, a buscar compañía para sus ganas de montaña y no tener que esperar los cada vez más escasos días en Galicia, así que fue contactando con algunos grupos que ofrecían excursiones por la Sierra de Guadarrama. Como sin querer, esas salidas fueron siendo más numerosas y sentía que, además, lo que crecía era su propia necesidad de montaña. Otra vez, como cuando era niña, las cimas parecían ejercer una atracción mágica hacia ella. Se sorprendía imaginando cumbres de todo tipo: nevadas, peligrosas, amables, soleadas, frondosas o peladas, daba igual. Siempre era ella llegando a una cumbre que parecía estar esperándola con los brazos abiertos y una sensación de plenitud casi mágica. 

Los meses pasaban, sus salidas se le hacían cada vez más necesarias y en una de ellas, alguien le lanzó a la cara lo que parecía un oscuro presagio al que daba vueltas sin cesar: “Tú todavía no lo sabes, pero hay un destino que te aguarda para hacerte feliz”. Nada más, pero desde ese día Lía veía aumentar su incomodidad y su inquietud. Su trabajo iba bien, nada sobre lo que pudiera basar frustración ninguna, pero algo no funcionaba bien en su cabeza, sus tripas o donde cada quien quiera colocar la sede de aquello que nos hace despertar en la noche con la sensación de que algo no acaba de encajar del todo bien en nuestra vida.

Siempre discreta y un poco “a su bola”, eran pocas las personas de su círculo más íntimo, las que sabían de ese “come come” con que tenía que lidiar y que solo se calmaba cuando, equipada con lo más básico, salía a la montaña y se entregaba al monótono ritmo de los pasos esforzados en pos de ese eterno “paso más” que siempre era capaz de encontrar para no tirar la toalla y sentarse en la primera piedra que encontrara. Allí se sentía dura en su cansancio, casi invencible en su vulnerabilidad y llena de un cansancio que le llenaba de felicidad. Respiraba, callaba y se ausentaba de la conversación del grupo o participaba con entera libertad: se retraía o bromeaba sin que nunca se sintiera obligada  a nada que no quisiera y le apeteciera hacer.

La magia esperaba

En esa tesitura, llegaron unos días de vacaciones en los que pudo escaparse de nuevo a los queridos montes de su infancia y allí fue cuando todo se desencadenó sin darle oportunidad de escapar. De repente, un día de sol, calor y cielos limpios, dejó que sus pasos fueran allí donde quisieran sin pensar mucho en el destino y sus pies fueron solos allí donde una vez, hace muchos años, sintió por primera vez que se encontraba en una cima y había conseguido llegar donde nadie más que ella sabía que la magia esperaba. Subió a la conocida peña de granito por el mismo vericueto de peñascos y escalones que seguía claro en su memoria y, una vez en la cima, se dedicó a tomar el sol como un lagarto sin más ocupación que respirar tranquila y escuchar lo que el monte quisiera contarle. El calor apretaba y tras quedarse en camiseta, tuvo el capricho de quitarse las botas y dejar que sus pies recibieran el calor que emanaba del granito. En ese instante, justo cuando sus plantas tocaban esas rocas antiguas y viejas como la propia tierra, tuvo la certeza de que su vida había cambiado. Sintió que sus pies se hacían raíces unidas a la roca, que los huesos de la tierra eran sus propios huesos y que ella misma era tan vieja, tan sabia y tan hermosa como la misma naturaleza que ahora sentía. En un solo instante, en un segundo de iluminación, supo que su vida anterior sólo era una mascarada, un soporte vital, pero no su vida. Su vida, desde ahora, sería otra cosa.

Se calzó los zapatos que más le habían gustado: negros, altos, con un tacón infinito y precioso que le elevaba la cabeza por encima de su realidad

Cuando volvió a su casa, tras ducharse y ponerse cómoda, se enfrentó a la imagen que el espejo le devolvía. Poco a poco se fue descubriendo a sí misma y se desnudó con calma, como si quisiera conocer por primera vez a esa mujer nueva que se había hecho real sobre las peñas de aquel granito donde le llegó la iluminación. Ni se gustó ni se rechazó: tan solo se fue aceptando tal y como era y de la manera que se veía a sí misma por primera vez. Cuando se fijó en sus pies desnudos comprendió que ya nunca esos pies podrían estar separados de la tierra con la que se había conectado y, por última vez, se calzó los zapatos que más le habían gustado: negros, altos, con un tacón infinito y precioso que le elevaba la cabeza por encima de su realidad: se contempló por última vez dominada por aquellos zapatos que representaban todo lo que los demás querían hacer con su vida. Se descalzó, sonrió y arrancó uno de los tacones de aquél carísimo par de zapatos que ya nunca se pondría.

Desde aquél día, ese tacón habita el centro de la pantalla del ordenador en la que Lía vé desarrollarse los gráficos de las cotizaciones bursátiles en los que, ahora, descubre los queridos y deseados perfiles del Ama Dablam, el Kala Pathar y de otras muchas cimas que verá cuando, metida en sus botas de montaña, vaya  a Nepal para cumplir aquella lejana amenaza que le aseguró, un día, que había un destino y unos picos que le aguardaban para hacerla feliz.

Que así sea.


Para Lía, que ha aceptado plenamente su libertad; para todas las mujeres que algún día romperán sus cadenas; para mis hijas, para que nunca cedan ante la presión del mundo y para todas esas mujeres que se saben tierra, roca y verdad y no necesitan de nada más en sus vidas.

Un tacón solo