jueves. 25.04.2024
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La guerra significa sufrimiento, dolor, hambre y muerte. Por eso, decir No a la guerra es una simplificación de decir no al sufrimiento, al dolor, al hambre y a la muerte de personas.

A este respecto, habría que corregir a Erasmo de Róterdam cuando decía aquello de que "La guerra es bella para los inexpertos" (bellum dulce inexpertis). No, la guerra puede gustar a los que no la conocen, pero no por eso deben dejar de tener alguna alteración mental. Por eso, excepto para un sicópata, decir No a la guerra puede considerarse una obviedad.

Decir No a la guerra es decir no a la invasión de Irak, de Afganistán o de Ucrania. Como antes lo fue decir no a la invasión de Polonia, Francia, Rusia o el resto de Europa. O de Vietnam. A no ser que se culpabilice al pueblo invadido por defenderse de la invasión ya que se considere que su reacción de defensa es la que da origen a la confrontación.

Como diría Weber, hay una ética de la Puerta del Sol y otra ética del Palacio de la Moncloa. Y hay que elegir

Decir No a la guerra es, aunque sea una obviedad, una obligación para los que no podemos hacer otra cosa que negarla. Es un recordatorio a los que sí pueden hacer cosas para evitarla, que la guerra no es bella, si no horrorosa. Y que, si alguien quiere que haya guerra, que sea él quien vaya a disfrutar de ella pero que no mande a otros en su nombre. Eso es lo que hay que decir a los invasores: NO A LA GUERRA y SI A LA NEGOCIACIÓN. Porque la continuación de la política por otros medios no debería ser la guerra, como dijo Von Clausewitz, si no más negociación, más diálogo y en definitiva, más política.

Pero a los invadidos hay que decirles algo más. El No a la guerra ya se lo saben y están muy de acuerdo con ello, por la cuenta que les tiene. A los invadidos hay que decirles que nos solidarizamos con ellos, lo que significa que les vamos a ayudar mientras su relación con el invasor sea de confrontación armada. Y esa ayuda no puede ser solo gritar No a la guerra desde el confort alejado del campo de batalla. Cualquiera puede imaginarse lo ridículo que sería ir a Kiev a enfrentarse con un tanque ruso con una pancarta, aunque fuera en caracteres cirílicos.

De hecho, desde Ucrania están reclamando que Europa no les deje solos y agregan: "No nos envíen palabras, envíennos armas". Trágico, horrible, pero real como la guerra misma. Les están invadiendo con armas y necesitan armas para oponerse a esa invasión. Aunque estén sentados, ya, en una mesa de negociación les siguen atacando con armas y les siguen haciendo falta armas para defenderse. Aunque la lógica de la potencia armamentística diga que van a terminar derrotados, quieren defenderse con armas en el campo de batalla. Con armas lo más parecidas que se pueda a las que usan los invasores. Como hizo el gobierno de la República Española aceptando la ayuda de las Brigadas Internacionales cuando tropas italianas y aviones alemanes colaboraron con Franco en la guerra española.

Por eso, a no ser que les digamos que se rindan al invasor, la solidaridad con Ucrania, ahora pasa por aceptar que ya hay una guerra y que, eso, impone sus propias reglas que no son las de cantar al sol o gritar a la luna.

Pero parece que hay quien no quiere aceptar eso y sigue gritando “No a la guerra” como único, único, acto de presunta solidaridad con el pueblo de Ucrania. Es respetable esa conducta, pero, eso, no se puede hacer desde el Audi de un gobierno que ha decidido enviar armas a Ucrania si no desde una pancarta. O sea, desde la calle o desde el tuit. Eso es lo honrado y no estar repicando y en la procesión.

Porque, como diría Weber, hay una ética de la Puerta del Sol y otra ética del Palacio de la Moncloa. Y hay que elegir.

Del no a la guerra al no a la solidaridad