jueves. 18.04.2024
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El fin justifica los medios, la célebre frase de Maquiavelo, sigue vigente para muchos de los ideólogos, propagandistas y políticos del siglo XXI. Un supuesto bien superior para el Estado o las personas que lo componen justificaría la comisión de una atrocidad en un momento dado. Al cabo del tiempo el daño se olvidaría quedando para el presente y el futuro el don de la oportunidad del estadista que con su osadía abrió las puertas a una nueva era.

Descendiendo a casos más prácticos, hay quien defiende la tortura porque mediante ella se puede forzar la confesión de un detenido y de ese modo resolver un delito o evitar otros que todavía no han sucedido. Por norma general, el detenido al que se aplican descargas eléctricas, palizas, mutilaciones de sus miembros, quemaduras, amenazas a familiares, confiesa en el 90% de los casos. Otra cosa es que lo que confiese sea verdad, pero aún en el caso de que así fuera el Estado de Derecho fue una conquista de la Humanidad para impedir que nadie sea condenado sin que haya sido demostrada su culpabilidad después de un juicio justo, juicio que dejaría de tener ese carácter desde el mismo momento en que el acusado haya sufrido algún tipo de tortura o mal trato tras su detención. Por tanto, tortura y democracia son elementos tan antitéticos e incompatibles como el aceite y el agua. Ni siquiera en el caso preventivo -que es el más argumentado por las dictaduras más execrables- la tortura puede ser considerada como un instrumento legítimo. Lo mismo, exactamente igual sucede con la guerra: En ningún caso está justificada ni el fin pretendido, sea el que fuere, puede gozar del apoyo y la comprensión de los demócratas, que siempre sabrán utilizar otros medios tanto o más eficaces.

Quien pone los tanques en la calle es el principal responsable de la guerra; quien fomenta las políticas supremacistas, nacionalistas y de odio nunca debería haber sido bien tratado por las grandes democracias

Aunque ha sido una constante a lo largo de la historia, en nuestros días las sucesivas guerras del Golfo marcaron un ante y un después en las relaciones internacionales. Una potencia hegemónica ebria de poder, vencedora de la guerra fría y sin enemigo a la vista, decide asegurarse el porvenir energético ocupando Irak. Previamente, durante meses, fueron machacándonos con el fabuloso poderío del ejército mesopotámico, que si era el tercero del mundo, que si contaba con una élite espléndidamente preparada, que si su armamento tenía una capacidad mortífera inusitada y un poder de destrucción masivo. Llegó el día D y las televisiones de todo el mundo nos bombardearon con unas imágenes muy parecidas a unos espectaculares fuegos artificiales con comentarios tan despreciables como los de un periodista yanqui que llegó a compararlos con un árbol de navidad.  Nadie, o casi nadie, hablaba de las víctimas, de los miles y miles de iraquíes que perdieron la vida, la salud, la familia, el hogar; nadie tampoco, ni siquiera a día de hoy, planteó la posibilidad en las altas esferas internacionales de que los responsables de esa matanza fuesen acusados de delitos de lesa humanidad. Hoy tenemos el resultado de aquellas acciones bestiales, países destruidos, estados desestructurados y gobiernos medievales protegidos por Occidente por muchos años. Incluso en uno de ellos, tenemos a un rey que se fue.

Creo que la invasión de Ucrania se habría podido evitar mediante una negociación de largo alcance. Negociar no es imponer, negociar es oír a las partes, que las partes se oigan y demuestren que están dispuestas a ceder en algunos de sus planteamientos. Sin esa predisposición antes de sentarse a la mesa, sobra la mesa, sobran los negociadores y sobra el teatro. Y esa es lo que ha sucedido durante los últimos años, muchas conversaciones, muchas declaraciones, muchos aspavientos pero nadie se ha movido un ápice de sus posturas iniciales.

Al mismo tiempo que no se negociaba, los grandes estadistas y los medios de todo el mundo seguían -enorme error- considerando a Putin como un mandatario legítimo, sobre todo por la riqueza acumulada por sus mantenedores. Putin no habría dado nunca este paso si los plutócratas que lo auparon y lo protegen no estuviesen perfectamente incrustados en los centros de poder económico mundial. El estado soviético fue sustituido por una oligarquía tan ultranconservadora como lo era la nomenclatura soviética. No nacieron de la nada sino de la corrupción sistémica que socavó los cimientos de la antigua URSS, fueron ellos quienes se quedaron con el gas, el petróleo, el trigo, la electricidad, los minerales y la industria pesada y fue Occidente quien aplaudió son desafuero las privatizaciones llevadas a cabo durante el reinado de Boris Yeltsin, verdadero origen de la mafia que dirige Rusia y que sostiene a Putin aunque ahora ante el bloqueo intenten desmarcarse.

Putin es el resultado de las privatizaciones de los bienes estatales de la URSS y, al igual que sus predecesores los zares de todas las Rusias, dispone de riquezas incalculables que contrastan con la pobreza en la que viven la mayoría inmensa de sus súbditos. A los miembros de la oligarquía rusa se les han abierto todas las puertas, se les pone alfombra roja allá donde van y se les mima como al Marshall que iba a llegar a España cargado de dólares para regalar. Siguiendo la senda marcada por los jeques árabes, compraron equipos de fútbol señeros, financiaron la desinformación, litigaron por hacerse un hueco en las grandes corporaciones, compraron mansiones en las ciudades más codiciadas, asistieron a galas benéficas, manipularon elecciones y eligieron Londres, capital de los paraísos fiscales, como sede de sus dineros y sus almas. Londres calló, como lo hicieron los yanquis y los europeos, al fin y al cabo eran capitalistas perfectamente adaptados a la economía neoliberal que gobierna el mundo desde mediados de los años ochenta. Mordashov, Potanin, Lisin, Mikhelson, Timchenko, Smanov, Melnichenko, Durov y, entre otros, el propio Putin forman parte fundacional de la nueva nomenclatura rusa, un grupo de dirigentes sin escrúpulos que no han dudado en apoyar a cuantos movimientos de extrema derecha han surgido en Europa y Estados Unidos. Orban, Salvini, Le Pen, Bannon, Trump y determinados líderes de Vox saben perfectamente quien es Alexandre Durin, el principal asesor de Putin y uno de los más destacados ideólogos del nuevo fascismo mundial, un movimiento que nace al calor de la globalización, el nacionalismo, el desconcierto, la exclusión creciente y el mal gobierno mundial de la primera potencia.

Quien pone los tanques en la calle es el principal responsable de la guerra; quien fomenta las políticas supremacistas, nacionalistas y de odio nunca debería haber sido bien tratado por las grandes democracias. Dado que en el caso de Putin concluyen esos dos factores en modo superlativo, el dirigente ruso no debiera tener futuro ni dentro ni fuera de su país, como tampoco lo debieron tener quienes auspiciaron la invasión y destrucción de Irak, Libia y tantos otros países. Empero, sería un craso error, otro más, aislar totalmente a Rusia y despertar allí el sentimiento ultranacionalista que tanto sufrimiento ha causado y causa al mundo. No sabemos lo que es capaz de hacer un animal herido con miles de cabezas nucleares a su disposición. Siempre hay que dejar una puerta abierta a quienes puedan suceder al tirano. En cuanto a los partidarios de la guerra, lo tienen muy fácil, sólo tiene que coger un fusil e irse al frente.

El fin y los medios