miércoles. 24.04.2024

Transcurrió la ceremonia de coronación de Carlos III de Inglaterra a medio camino entre la performance medieval y un desfile solemne de carnaval (un oxímoron). Lo esperable, medievalizante y carnavalesca solemnidad ritual. La Abadía de Westminster rebosaba sangre azul. En las calles estaba expectante el pueblo abstracto con la patria a cuestas y con la sangre real de las transfusiones.

La Iglesia tiene en el centro de su doctrina a los pobres, pero siente una fascinación especial por la realeza  y el poderío. El clero y la monarquía -al margen de funciones y legitimidades- son los dos entes más ritualizados de la Historia, por eso se rinden pleitesía mutuamente, se necesitan simbióticos para supervivir (por encima de todas las posibilidades). El Arzobispo de Canterbury ungió con aceite sagrado del Monte de los Olivos de Jerusalén a Carlos III, elegido y dignificado por marca divina. Y el Rey juró defender a la institución eclesiástica como el primer devoto. El viejo pacto privado entre Dios y el Rey, cuyas firmas no tiene derecho nadie a ver, tal vez solo el Arzobispo de Canterbury.

El ritual es un modo de ficción que fundamenta y justifica una actividad o una condición. Mientras mayor es la prosopopeya ritualista más grande es la ficción. En  Westminster sacaron todos los fetiches y tótems de la autoridad y el poder, en nuestros días con una escasísima profundidad alegórica (hemos dejado de ser profundamente simbólicos): la corona maciza, la capa de oro, el cetro, el trono. Se les olvidó sacar el gran fetiche actual, el dinero, quizá por su falta de nobleza y vulgaridad -pecunia non olet-, aunque estaba implícito en el ceremonial.

En la densa liturgia, absorta en su pesadez -un rey pesa, por eso no levita como los santos-, faltó la alusión a la vanidad, al vanitas vanitatis del Eclesiastés (the Holy Bible), pero eso hubiera sido hacerse un harakiri retórico televisado para todo el mundo. Y, sobre todo, faltó el mismo niño que en el cuento de Hans Christian Andersen exclama “el rey está desnudo”. Ese mismo niño puro (valiente) habría gritado en la gravedad de la Abadía de Westminster: “quiero ver a Excalibur, sacad a Excalibur”.

Los monarcas, Carlos y Camila, pasearon por las calles en una carroza de oro, la lluvia caía sobre el oro de la carroza, fue el ingrediente más natural del acto. Los reyes embutidos en el oro de la carroza parecían viejos y pocos bellos, gastados. Los cuentos de hadas resultan más creíbles.

Faltó Excalibur