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“Sólo cabe progresar cuando se piensa en grande; sólo es posible avanzar cuando se mira lejos”. (José Ortega y Gasset)
Aunque se desconoce el origen exacto sobre a quién puede atribuirse la frase “Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”, pues muchos han sido los que la han usado, es una de esas sentencias populares que encierra una gran verdad. Hay quien se la atribuye a George Santayana, el filósofo madrileño, miembro de la generación del 98, educado en Boston y profesor durante dos décadas en la Universidad de Harvard; aunque su obra está escrita totalmente en inglés, nunca renunció a su nacionalidad española. La frase está inmortalizada a la entrada del campo de exterminio nazi de Auschwitz. En ella incide, también, en sus diversas obras sobre la historia contemporánea de España, el historiador y profesor británico Paul Preston; nos recuerda la importancia que para un país tiene el estudio de su historia, pues es la más adecuada forma de que un pueblo no repita constantemente los mismos errores. Pero, ¿hay alguna forma de evitar repetir los mismos errores? Hoy, más que nunca, tanto Santayana como Preston, nos lo volverían a recordar con insistencia.
Es evidente que, para no cometer errores, no solo hay que conocer la historia, también debemos saber cómo somos y cómo se comportan aquellos que, por mandato popular, según nuestra Constitución y nuestro voto, gestionan las Instituciones del Estado. No debemos caer en el pesimismo de Aldous Huxley cuando dijo que “quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprende las lecciones de la historia”.
Es palpable el actual descenso del interés ciudadano por la política, el decrecimiento del apoyo a la democracia y la consecuente caída de la confianza en sus instituciones
La falta de memoria histórica del ser humano es frecuente. Basta escuchar en estos tiempos que algunos herederos de los que fueron líderes de la dictadura franquista, no le hacen ascos a querer retornar a ese pasado. Es celebre la curiosa moraleja que Confucio dijo a sus seguidores, extrañados éstos de que una mujer, que lloraba desconsolada porque su familia había sido devorada por un tigre, ella continuase permaneciendo allí: “un gobernante tirano siempre será peor que cualquier tigre devorador de hombres”.
Es palpable el actual descenso del interés ciudadano por la política, el decrecimiento del apoyo a la democracia y la consecuente caída de la confianza en sus instituciones y en los políticos que las gestionan. Son ya varios los estudios de diversos investigadores que, movidos por una lógica preocupación, han indagado sobre el “por qué” de la crisis de las instituciones democráticas y el futuro de la propia democracia; al explorar lo que opinan los ciudadanos en cada país acerca de sus sistemas políticos, sus conclusiones documentan una disminución de la salud de la democracia. Con este sombrío panorama mundial, salvaguardar las democracias es un imperativo que nos compete a quienes somos conscientes de que el precio a pagar por devaluar la democracia resulta no sólo demasiado caro sino un paso seguro a que gobiernen quienes añoran las dictaduras.
Escribí en este artículo: "Informados, sí, pero no engañados", algunas ideas sobre la obra de los profesores Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, de la Universidad de Harvard titulada “Cómo mueren las democracias”. Era creencia repetida que sólo se podía perder la democracia mediante la violencia de un golpe de Estado, mayoritariamente por golpes militares; hoy, en cambio, como analizan estos autores y estamos constatando su evidencia, se están produciendo otras formas de ir desmantelando democracias que, siendo igualmente destructivas, son menos visibles; la historia revela que políticos autócratas y autoritarios están accediendo al poder y, mediante pactos y alianzas electorales, se legitiman para alimentar una lenta destrucción de los valores democráticos, el paulatino deterioro de las instituciones y, finalmente, la propia democracia. Para evitar este fatídico desenlace es obligado formar e informar a la ciudadanía que, a la hora de votar, para salvar la democracia, se debe evitar el ascenso de candidatos autócratas y autoritarios, teniendo claro que, para navegar en las aguas de las nuevas opciones políticas, sin olvidar la historia y sus actores, sólo son democráticas si nos conducen a un futuro de progreso equitativo, a la conquista de libertades y valores y no al pasado, es decir, a su devaluación y pérdida. La historia enseña que el precio a pagar por devaluar la democracia resulta demasiado caro. Entender la complejidad de la política y, a la par, saber elegir bien a los políticos que deben gestionarla, es parte esencial de un programa formativo ciudadano dispuesto a recuperar el valor de la democracia, pues las democracias sobreviven si sabemos defenderlas.
La historia enseña que el precio a pagar por devaluar la democracia resulta demasiado caro
No es casual la forma dialogada escogida por Platón para expresar sus ideas, probablemente, la más adecuada para reconstruir la complejidad y la riqueza de lo que nos es dado pensar en un momento cualquiera de la historia. Para Platón el diálogo constituye la herramienta más adecuada para hacer avanzar el conocimiento. Todo cuanto escribió y pensó Platón (y lo pensó y escribió casi todo), lo hizo desde la crítica dialogada. Por eso, aunque nos convoca desde la distancia de la historia, desde el siglo IV a.c., en el diálogo lo que se encuentra en juego no son los intereses particulares, sino las ideas, las opiniones de cada cual, de manera que un diálogo provechoso no es el que nos permite continuar sosteniendo aquello de lo que previamente estábamos convencidos, sino, al contrario, justo aquello otro que nos enriquece con lo mejor de nuestro interlocutor: dialogar es el riesgo y la oportunidad, a la vez, de cambiar de opinión y sacarnos de nuestro error, gracias a las ideas de la persona con la que dialogamos; constituye la aventura intelectual por excelencia. De ahí que, según Borges, el descubrimiento del diálogo por parte de los griegos fue lo mejor que ha dado la historia universal. Frente a los dogmatismos y las certidumbres, en “las ágoras”, aquellos pocos griegos conversadores introdujeron mientras dialogaban sus dudas, la persuasión y el intercambio de opiniones.
Si hay confrontación, no puede existir diálogo; para pasar de la confrontación al diálogo es necesario que ambas partes asuman que se acepte siempre la legalidad y se respete la democracia. Es buena recomendación para una política basada en el diálogo esa inteligente sentencia de Plutarco: “Aprende a escuchar y te beneficiarás incluso de los que no piensan como tú”. El diálogo es la única vía de encuentro para el desarrollo de relaciones constructivas, sostenibles y democráticas; mientras el diálogo es cooperativo y tiende al entendimiento, la confrontación tiende a la imposición, al desencuentro y al enfrentamiento competitivo; mientras el diálogo tiende al acuerdo, la confrontación acentúa las diferencias.
Lamentablemente, el lenguaje ha dejado de ser un campo de comunicación, de diálogo, de explicación y aclaración para comprender la realidad hasta llegar a convertirse hoy en la política española en un instrumento de disputa y confrontación. Pretenden vender ilusiones para tapar sus fracasos. ¡Qué atrevida es la ignorancia! En el actual Parlamento, en el Senado y en los parlamentos, ya autonómicos ya municipales de nuestro país se valora y aplaude más la confrontación y el insulto que el diálogo. No se les pide que seas Demóstenes, pero sí que sepan juntar palabras con sintaxis, ideas y argumentos y no con discursos carentes de ideas y abundantes insultos. Se tiene la impresión de que, en la actualidad parlamentaria, en cualquiera de sus sedes, el ciudadano no llega a saber si lo importante del discurso político es lo que dicen o simplemente quién lo dice. Intentan convertir en ventajas los inconvenientes, las desgracias en estímulos y los errores propios en maldades ajenas.
Si hay confrontación, no puede existir diálogo; para pasar de la confrontación al diálogo es necesario que ambas partes asuman que se acepte siempre la legalidad y se respete la democracia
Como escribía Fernando Aramburu hace días en el diario El País “al final va a ser cierto que el odio se ha convertido en uno de los signos definitorios de nuestro tiempo”. Nuestros políticos no demuestran ningún interés por la verdad, sino “por su verdad”; aunque emplean las mismas o parecidas palabras y significantes, sus significados expresan realidades muy distintas. Hay que invitar a nuestros políticos a transitar por la senda de la razón, el diálogo y la filosofía de la esperanza a sabiendas de que la razón no puede florecer sin esperanza y la esperanza no puede hablar sin razón. No llegan a comprender que, ante la duda, el bulo o la falta de información verificada, es mejor callar. Resulta difícil comprender cómo actúan; en lugar de claridad y confianza, generan en el ciudadano confusión e inseguridad; y la pregunta que muchos ciudadanos nos hacemos es cómo llegar a saber que las palabras que los políticos pronuncian o escriben significan lo mismo en la mente de los que los escuchan o leen.
Ante el permanente asedio de los medios por la rapidez con la que se transmiten las noticias, las redes sociales son transmisoras veloces de información no contrastada; a ello contribuye, en mi opinión, la importancia y popularidad que hoy tienen los/las llamados/as “influencers”, una popularidad que cala sobre todo entre los más jóvenes, incrementando su presencia en la sociedad, llegando a incidir en las relaciones sociales, la comunicación y el aprendizaje y cuya valía y preparación intelectual en la mayor parte de ellos/as está por demostrar, contribuyendo a que hablar o escribir hoy esté muy sobrevalorado, pero sabemos que las opiniones no reflexionadas ni contrastadas nunca son necesarias. La opinión carente de fundamento es un atrevimiento de ignorancia; sobran el ruido y los bulos y, ante el ruido y el bulo, es inteligente el silencio. Frank Billings Kellogg, que fue secretario de Estado de EEUU, razón tenía al decir que “el silencio es una de las cosas más difíciles de refutar”. De ahí que sea bueno aprender la lección que nos dejó Dostoyevski: “Quien miente y escucha sus propias mentiras, llega a no distinguir ninguna verdad, ni él ni quienes le rodean”.
Y la lección de Dostoyevski la debemos aplicar en primer lugar, quienes nos atrevemos a expresar nuestras ideas y reflexiones en los medios de comunicación, en mi caso, en este diario digital Nueva Tribuna. Deberíamos tener claro que quienes nos leen no son lectores estúpidos, de ahí la necesidad de tener correcta información, juicio razonado, opinión justificada y honestas reflexiones a la hora de comunicar y exponer nuestras ideas, en el marco inevitable de la propia y subjetiva formación, sujeta siempre al error, con el objetivo de no excluir sino incluir en su lectura una mayoría posible de lectores.
Debería ser totalmente aceptado por todos poder pensar que los argumentos políticos siempre se formulan por todos de buena fe. Muchas veces es así, pero no siempre. Con optimismo se puede conseguir; no es una utopía si se cuenta con la buena voluntad de todos. No podemos caer en las extravagancias; por principio, hay que rechazarlas y hacer saber que son siempre falsas o erróneas, carecen de objetividad y sensatez y quienes las propalan y dicen están siendo deshonestos e insensatos.
Hay que invitar a nuestros políticos a transitar por la senda de la razón, el diálogo y la filosofía de la esperanza a sabiendas de que la razón no puede florecer sin esperanza y la esperanza no puede hablar sin razón
Según estas reflexiones anteriores, la conclusión es que en nuestra sociedad actual se habla mucho, pero se dialoga poco; o, más explícito: “no se dialoga”. Con esta conclusión no considero una hipérbole poder afirmar que nuestros políticos españoles están aburriendo o degradando a la democracia. La democracia, tal como la hemos conocido y deseado puede darse por despedida, al menos, durante una larga temporada, pues, tal como actúan nuestros políticos, de “cualquier ideología y color”, casi todos tienen una cosa en común: la ambición o, como titula uno de sus libros, escrito hace algunos años, Piero Rocchini, comentando sus experiencias clínicas con diputados del parlamento italiano, les afecta “La neurosis del poder”. La neurosis del poder explica y ayuda a comprender de alguna manera el funcionamiento de los actuales partidos y pone de manifiesto las motivaciones que, en líneas generales, incitan a integrarse por convencimiento o conveniencia en alguno de ellos; y, como ocurre en cualquier grupo humano, la dinámica emotiva generada por sus miembros, condiciona a los partidos políticos por encima de sus principios y programas. ¿Cómo?, se pregunta Rocchini. Desde su experiencia, se responde: con profundos complejos de inferioridad, su falta de formación intelectual, el arraigado resentimiento y su nula experiencia en asuntos de gobierno, no son pocos los que pretenden, con su incorporación a un partido, intentar resolver y garantizar su situación socioeconómica futura. El caso “Alvise Pérez”, líder de Se Acabó La Fiesta, sólo conocido por los bulos que maneja, es el último ejemplo político inmoral de corrupción y mentira de nuestra actual democracia, apoyado por más de 800.000 electores que, a tenor de cuáles son sus ideas, cómo se comporta y cuál es su catadura ética, quienes le han votado han demostrado dudosa formación e información a la hora de darle su apoyo en las últimas elecciones europeas.
¿Podemos extender semejante modelo de conducta en todos nuestros actuales políticos españoles? Considero que no sería ni cierto ni justo, pero, desde nuestra experiencia personal, nuestro conocimiento de la realidad y nuestra capacidad para una información honesta y veraz, cada uno podrá aportar su propia respuesta. Decía Alcide De Gasperi, el político italiano quien, con Konrad Adenauer, Robert Schuman y Jean Monnet, se les considera “Padres de Europa”, al contribuir decisivamente en la creación de las Comunidades Europeas, que “de un hombre es más importante conocer su carácter y temperamento que su inteligencia”.
Bienvenidas sean todas las posibilidades que hoy nos ofrece la crítica y el análisis filosófico a la hora de elegir y después controlar a aquellos que deben representarnos y poder así anticipar cuáles serán las posibilidades de sus errores e incapacidad para una buena y honesta gestión y su predisposición a ser manipulados por intereses ajenos a los verdaderos intereses de los ciudadanos. No olvidemos que la filosofía es una investigación objetiva y acumulativa que busca encontrar respuestas verdaderas a los problemas.
Para que se les llegue a conocer a los partidos y a sus líderes, no necesitan comprar publicidad; deberían ser sus valores la causa de su conocimiento. La cercanía con los ciudadanos y la reafirmación de su presencia, es su mejor publicidad y el modo de conocerlos bien. La necesidad del dinero ha aumentado cuando los partidos han perdido su cercanía a la gente. Cuando un partido merma hasta incluso llega a desaparecer, es porque la ciudadanía ha descubierto que ese partido y esos políticos ya no se interesan por defender lo que interesa al ciudadano y, perdiendo valores, pierden apoyo electoral. Eso de que todos hacen lo mismo para ocultar la corrupción no es una respuesta válida para un ciudadano que se siente engañado por la arrogancia del poder. Hay partidos ambiciosos y sin proyecto viable que saben que no van a llegar gobernar, pero están dificultando que otros lo hagan.
El desencanto con la democracia es consecuencia de unas expectativas exageradas: se habían creado demasiadas esperanzas puestas en un régimen cuyos resultados al contrastarlos con la realidad se han dinamitado
En estos tiempos de incertidumbre, en los que la polémica constante es un error, lo que molesta de los políticos es su desconcierto e incapacidad para los acuerdos y el diálogo. Habría que preguntarles: ¿tienen claro por qué están ahí, para qué se han presentado y al servicio de quién están?; mientras, en este teatro esperpéntico en el que están convirtiendo la política con sus inconfesados intereses de poder, la victima de sus desaciertos es la ciudadanía, hasta situarla en el despeñadero del desánimo. Sabemos que el mundo perfecto no existe, es una utopía, con la que es muy peligroso jugar. Los juegos utópicos son, con frecuencia, la fuente de sueños imposibles.
En estos tiempos de política líquida, que diría Bauman, la realidad histórica que no se llega ni a conocer, ni a explicar, ni a entender, la contemplo como un laberinto al que hay que encontrar salida; y, durante tiempo y tiempo, enredado en el laberinto, está presente en mi mente como un acertijo a descifrar. Es como un enigma cuya respuesta siempre la tienes que buscar en tu interior; y si no la encuentras debes indagar hasta llegar con paciencia y veraz información a conseguir una solución, una respuesta; más, con frecuencia, cuando creemos que ya tenemos la respuesta, la pregunta carece ya de sentido, no interesa, no significa nada.
Sin nadar en el pesimismo, es preocupante escuchar a los diputados y diputadas en el Congreso, en el Senado y en los Parlamentos autonómicos cómo convierten sus intervenciones en una bronca cruzada de reproches y descalificaciones, hasta dinamitar la confianza en el sistema político, en un bochornoso espectáculo de ruido, sin llegar a interiorizar que ese ruido deteriora gravemente la democracia; eso sí, lo hacen con verborrea vacía del que farfulla palabras en catarata con una retórica frívola, creyéndose Demóstenes, Cicerón o Castelar. Creen que el buen decir, a veces, el mal decir, avala y refuerza su vacía argumentación. Las trampas ocultas del lenguaje indican carencia de significado en enunciados gramaticalmente bien construidos; el carrusel de promesas y expectativas con las que se presentaron a las elecciones, al final, devienen en frustraciones. Los tiempos de la decepción y la incompetencia, de engaños y desengaños, se están acortando dramáticamente; discurren a una velocidad a la que no nos podemos acostumbrar.
Es deprimente lo poco que tardan los políticos en decepcionar. Así lo escribía Daniel Innerarity en un artículo en el diario El País, allá por el año 2015, titulado “La decepción democrática”. Al no tener en cuenta la imperfección humana que es quien la gestiona, la democracia es también imperfecta. Sin embargo, se nos ha mentalizado en la expectativa de la perfección; y si la democracia no lo es, hay quien, erróneamente, intenta buscar otros caminos que, por experiencia histórica, han resultado peores. Conviene -sostiene Innerarity- que nos vayamos haciendo a la idea de que la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción; que dos de las razones del desafecto ciudadano hacia los políticos, no a la democracia, son la corrupción y el desacuerdo. La corrupción es siempre intolerable, pero su incapacidad para generar acuerdos que mejoren la vida de los ciudadanos es el origen y causa de sus muchas torpezas; una de ellas, y muy peligrosa, es que estén surgiendo grupos y partidos políticos nuevos que añoran la dictadura. El desencanto con la democracia es producto y consecuencia de unas expectativas exageradas: se habían creado demasiadas esperanzas puestas en un régimen cuyos resultados al contrastarlos con la realidad se han dinamitado.
Decía Sófocles que “la mentira es la forma más cobarde y simple de autodefensa”. Una vez más en el laberinto español en el que se ha convertido la política sin tener clara dónde está la salida, se entrecruzan las contradicciones y las posiciones e identidades en torno al poder. Por eso, lo que necesitamos realmente en estos momentos, es desmontar los bulos, los odios, los desencuentros y las mentiras y salir del bloqueo con una base entregada a desmontar los mitos de la bondad de las dictaduras y suficientemente sólida de entendimiento y diálogo de cara al futuro.