viernes. 26.04.2024
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Times Square es una plaza situada entre la 7ª Avenida y Broadway, o por decirlo de otro modo, entre las calles 42 y 47, un privilegiado emplazamiento en el corazón de Manhattan, justo en la concurrida zona de su distrito teatral por excelencia. La plaza destaca tanto por las docenas de pantallas LED que penden de los edificios como también por los personajes curiosos que la frecuentan o están instalados en ella de modo habitual como si fuera su hogar. 

Siempre que he ido a New York, incluso en tránsito, he procurado no perderme el espectáculo arquitectónico y de luces que caracteriza a Times Square, lugar que mi subconsciente me impuso como visita obligada por el placer que hace años me suponía visitar la tienda de discos de la Virgin Megastore, un lugar de culto donde solía pasar un par de horas, o más, buscando esos discos que aún era difícil encontrar en España, así como también ofertas especiales a un precio muy asequible que, por lo general conseguían que saliera de la tienda cargado con varias compras. 

Me sentía muy a gusto en la Virgin, y si utilizo el pasado como tiempo verbal es porque la Virgin Megastore echó el cierre definitivo en 2009 cuando la era digital se había impuesto de tal manera, que las tiendas de discos comenzaron a desaparecer sin tregua ni marcha atrás, incluso a pesar de que cierto esnobismo intentara resucitar los viejos vinilos mientras la realidad imponía que las estanterías en las que guardamos nuestros cedés y vinilos subieran a ese misterioso lugar al que todos llaman la nube.

Me sentía muy a gusto en la Virgin y si utilizo el pasado como tiempo verbal es porque la Virgin Megastore echó el cierre definitivo en 2009

Viene esta introducción a colación de una anécdota que viví en una de mis visitas a la Virgin. Fue a principios de los noventa, una mañana en la que mi mujer y yo entramos juntos a la tienda y, como siempre, nos dirigimos cada uno a las secciones de nuestras respectivas preferencias. Recuerdo que fue aquél día cuando mi mujer me descubrió a Diana Krall, una joven cantante y pianista canadiense desconocida entonces para mí y de quien nos trajimos a España el primer disco que había publicado. 

Mientras merodeaba por la tienda, no muy concurrida en ese momento tras haber finalizado una presentación literaria, me crucé con una persona cuyo rostro me resultó familiar, tanto que a punto estuve de saludarla por pura inercia. Seguí deambulando a la caza de rarezas discográficas, y transcurridos unos minutos volví a ver al individuo en cuestión. Me dio la impresión de que tal vez fuera un actor conocido al que no acababa de identificar. La verdad es que quienes llegamos a una megaurbe de la envergadura de Nueva York procedentes de una pequeña ciudad como Valencia, es fácil que cualquier semblante que nos resulte familiar nos predisponga a relacionarlo con una estrella de Hollywood por mucho que California se encuentre a casi seis horas de avión de la Gran Manzana.

Al tiempo que ojeaba discos y más discos apilados en los expositores, pude comprobar como la persona que estaba a mi lado y hacía lo mismo que yo, era por tercera vez la misma con quien me había cruzado anteriormente, y me sorprendió recibir de su parte una sonrisa cómplice de esas que se ofrecen por espontánea cortesía a quienes tenemos cerca y están haciendo lo mismo que nosotros. La sonrisa del misterioso personaje me hizo barruntar la certeza de que ese rostro que tan familiar me resultaba no podía ser otro más que el del conde Drácula, o más exactamente, el del famosísimo actor Christopher Lee.

La sonrisa del misterioso personaje me hizo barruntar la certeza de que ese rostro que tan familiar me resultaba no podía ser otro más que el del conde Drácula

Lo miré. Me miró. Sonreí. Me sonrió. 

Me sentí un poco raro pero no pude evitar decir: 

—Hello. Are you Christopher Lee?

—Yes effectively —me respondió con la afable sonrisa de un famoso acostumbrado a vivir situaciones similares tal vez todos los días.

—I am a big fan of yours —dije sin reparar en que estaba cayendo en un lugar común típico de un fan estándar.

—Oh, I am happy that it is so —respondió educadamente el señor Lee.

(Foto: Alberto Soler)
(Foto: Alberto Soler)

No era aún época de selfis, ni tampoco de teléfonos móviles, al menos no de un modo tan generalizado como en la actualidad. Absolutamente conmocionado por tener ante mí a un actor cinematográfico tan afamado y relevante, no me atreví a pedir a nadie del escaso público que se encontraba en la tienda que nos hiciera una fotografía, ni siquiera a mi mujer que en ese momento estaba en la planta baja de la megastore. Un arrebato de determinación me lanzó de pronto al ruedo y me atrevía a preguntar al señor Lee si podía hacerle una foto, algo a lo que accedió encantado, tanto que Drácula y Christopher Lee posaron sonrientes sólo para mí justo al lado de un póster del actor que, luego lo supe, esa misma mañana había presentado un libro en la Virgin. La instantánea que tomé es la que ilustra esta anécdota. 

Nunca olvidaré aquel encuentro.

El día que Christopher Lee me sonrió