viernes. 19.04.2024

Adquirir cierto nivel de conciencia se torna una condición insoslayable a la hora de dar un sí genuino a la vida. El despertar de la conciencia, en su primer momento, es reactivo. Es captarse como "víctima de" una determinada realidad externa o interna que ejerce un dominio avasallador sobre el cuerpo y su entorno. Es un sentimiento reactivo, y la práctica que de él se derive estará guiada por el resentimiento, esa pasión represiva que tanto daño causa al que la invita a instalarse no como turista sino con derecho de ciudadanía. Es contraproducente. Aunque es una forma de despertar y de advertir la eterna injusticia de la realidad natural e histórica, no es suficiente. Como dijo el viejo psicólogo cazador de ratas, el despertar reactivo de la conciencia es el momento del león que se vuelve consciente y quiere destruir su carga, la que lo mantiene encorvado. Pero como se sabe, inclusive este despertar está teñido por el resentimiento y su accionar está movido en su totalidad por este sentimiento tan nefasto

La experiencia armoniosa de la realidad: el mundo creado por otros 

Aunque no siempre es así, durante la niñez experimentamos la realidad de manera más o menos armoniosa. Nuestros padres se preocupan por proporcionarnos una alimentación adecuada y balanceada, así como un lugar seguro y confortable para vivir, acceso a atención médica y cuidados de salud. Además, procurarán que tengamos una educación, por lo menos sino excelente, adecuada. En ciertos casos, tenemos la oportunidad de entablar relaciones sociales y afectivas estables y cariñosas, así como oportunidades para jugar y explorar el mundo que nos rodea. Los padres imponen cierto rigor y disciplina, pero soportables, y con suerte podemos tener apoyo emocional y psicológico en momentos de necesidad. También quieren hacernos sentir valorados y respetados como individuos. En esta etapa tenemos poca consciencia de lo absurdo de la realidad. 

Nacemos en un mundo que ya está en gran medida hecho, interpretado, objetivado, definido y determinado por otros, y además está en constante construcción material y formal por toda suerte de individuos. De esta manera, lo verdadero, lo bello, lo bueno y lo justo han sido previamente definidos antes de nuestra irrupción mundana por individuos virtuosos moral e intelectualmente. 

Nacemos en un mundo que ya está en gran medida hecho, interpretado, objetivado, definido y determinado por otros

Las máximas morales de ciertos referentes, como profetas, maestros y gurús, en ciertos casos adquieren validez universal y absoluta en sus tribus. Crecí con la idea, debido a mis convicciones cristianas católicas, de que la última palabra, en lo que respecta a la moral y la excelencia de espíritu, la tenía Cristo; otros me aseguran que Mahoma, Buda o algún otro maestro oriental.

Es evidente el sentimiento de que no se puede hablar u opinar con rigor de estética sin antes haberse detenido no como turista sino como investigador en la República de Platón, las ideas de Aristóteles y las consideraciones de Kant.

Se debe aceptar, por lo tanto, que la teoría heliocéntrica del sistema solar, las leyes del movimiento y la ley de la gravitación universal, la evolución por selección natural, la teoría de la relatividad y la física cuántica representan la expresión más elevada del conocimiento actual, y lo que no se ajuste a esto se reduce a mera ideología o a una simple expresión estética.

¿Qué podemos proponer de novedoso en el campo político cuando ya se han dicho principios fundamentales como la justicia y la moralidad, el bien común como objetivo principal, los derechos naturales del individuo protegidos por el Estado, la separación de poderes para garantizar la libertad y evitar el abuso de poder, y la cesión de libertad al Estado para garantizar la seguridad y el bienestar común? Es a partir de volvernos más conscientes que podremos advertir que los grandes hombres y las grandes ideas aplastan al individuo y sus verdades inaparentes.

La pesadez de la realidad: síntoma del absurdo 

Pues bien, la liviandad de espíritu la comienza a perder el individuo desde pequeño, ya que es introducido, por conocidos y extraños, en un mustio y árido desierto en el que yacen pesados ídolos listos para ser cargados por lomos neófitos y sin callos. Estos son pesados fardos morales, momias conceptuales, hiperactividad práctica y abstracta y tradiciones absurdas.

En unos años, si no posee algún talento que lo convierta en una máquina generadora de dinero, tendrá que trabajar, como mínimo, durante ocho horas al día para pagar impuestos, recibos de luz, etc. Deberá engrosar la cultura de la productividad, estudiar alguna carrera que no le apetece con la finalidad de algún día tener la esperanza, gracias a su estudio, de poder trabajar para amontonar la mayor cantidad de abstracción posible, me refiero al dinero, por supuesto. O limitarse simplemente a sobrevivir.

Es a partir de volvernos más conscientes que podremos advertir que los grandes hombres y las grandes ideas aplastan al individuo y sus verdades inaparentes

Le espera una vida monótona, como dice Camus: «Levantarse, coger el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la cena, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado». Además, deberá sumir las consecuencias y las implicaciones de los relatos políticos, filosóficos, teológicos y económicos de su respectiva época. 

Aunque muchos consideran virtuosas y dignas de ser alabadas las máximas de Cristo, llevadas hasta su conclusión podrían introducir más miseria interna y externa en el mundo de la que existe actualmente. Hace unos cuantos siglos, la gente del medievo vivió aterrorizada por la idea del infierno; en la actualidad, los grupos cristianos que se toman en serio y al pie de la letra las máximas de Cristo persiguen ferozmente a los homosexuales y a cualquier manifestación vital que rompa con su ortodoxia. Por algún tiempo, yo mismo fui parte de ese radicalismo teológico. 

Existen tradiciones absurdas e inútiles que no solo afectan al ser humano, sino también a los animales. En España, se cree que la tauromaquia es una actividad de sano esparcimiento y una expresión cultural importante. No veo de qué manera puede ayudar a la psicología de un niño ver a un hombre adulto matando un toro sin ningún tipo de razón que justifique su accionar. Incluso, filósofos eminentes como Ortega y Gasset y Gustavo Bueno han llegado a considerarla una actividad aceptable según sus criterios.

Ponerse en marcha en este desierto interno y externo con todo ese peso, como el camello de carga, es condición sine qua non si es que se quiere vivir de acuerdo a las normas, si se quiere ser normal según el criterio de los muchos. Algunos individuos, mueren en esa condición, jamás despiertan y no se preocupan por hacerlo. Sólo un individuo despierto, consciente, puede advertir su carga y su peso. 

Deberá sumir las consecuencias y las implicaciones de los relatos políticos, filosóficos, teológicos y económicos de su respectiva época

El nivel de consciencia aumenta cuando, en medio de la marcha, nos detenemos y nos  preguntamos: ¿Por qué hago lo que hago, estudio lo que estudio, pienso esto, trabajo haciendo esto, asisto a esta  iglesia y no a otra, entre otras cosas? ¿Quién se beneficia de mi actividad inconsciente? Estas preguntas pueden parecer sencillas, pero son cruciales para obtener una visión clara de nosotros mismos. Hay preguntas más difíciles que éstas, pero todas son igualmente importantes. Aunque el absurdo puede ser un momento fundamental a la hora de adquirir consciencia no es necesariamente el único, pero existen individuos que tienen que caer lo suficientemente bajo para percatarse de su realidad. 

La experiencia del absurdo  

La experiencia del absurdo puede manifestarse en diferentes situaciones, como haber estado al borde la muerte, la enfermedad, la injusticia, el sufrimiento, el silencio del universo ante nuestras súplicas por respuestas a preguntas fundamentales, entre otras. Incluso un divorcio puede poner de manifiesto lo mucho que dependemos de una persona y lo frágiles que podemos ser. En estos momentos de crisis, en los que el espíritu mira de reojo a la bota que le aplasta la cara contra el suelo, la reflexión puede ser una herramienta importante para comprender mejor nuestras vidas y relaciones personales. Al reflexionar sobre nuestra situación y sobre nosotros mismos, podemos aprender a enfrentar los desafíos de manera más efectiva y a encontrar un sentido en medio de la incertidumbre. No todos responden de la misma manera ante las situaciones difíciles en la vida o el absurdo. 

La realidad es absurda: el mundo creado por uno mismo  

La tesis fundamental de Albert Camus en el mito de Sísifo es que la realidad es absurda y carece de algún sentido preestablecido. Ante este problema pueden proponerse tres soluciones: el suicidio, la fe religiosa y la aceptación del absurdo o la rebelión. La primera, nos dice el filósofo, no es una solución, es una forma de escapar de evadir el problema. La segunda es una solución pero en otro mundo del cual no tenemos ninguna experiencia y parece sabio suponer que su existencia es improbable. La tercera es la más adecuada, ya que consiste en aceptar que este mundo es absurdo y que, por tanto, la tarea del hombre absurdo es crear significado desde el absurdo y rebelarse contra él. Las dos primeras soluciones son cobardes, pues el individuo no quiere comprometerse ni aceptar su rol activo en el mundo. Coincido con esto, pero considero que sólo el hombre consciente es capaz de advertir lo absurdo de la realidad. 

Así se puede decir que existen tres tipos de sujetos: en primer lugar, los inconscientes, que viven en el mundo como materia inorgánica, como minerales, que van de aquí para allá movidos por las distintas tendencias sociales que se imponen en el mundo. Están sometidos a las fluctuaciones de la moda, las exigencias imperiosas del mercado, la presión social y los prejuicios culturales, y son arrastrados por las corrientes de opinión mundanas, sin reflexionar ni cuestionar las fuerzas que los empujan en una u otra dirección. Como resultado, se convierten en meros espectadores pasivos de la realidad, incapaces de influir en ella o de transformarla, sin llegar a intuir lo absurdo de este. En segundo lugar, están los conscientes reactivos, quienes son conscientes de lo absurdo de la realidad, pero se asustan y lo niegan. Viven como si no existiera, y cuando lo experimentan, deciden materializar la primera solución o, si son más cobardes, suscriben con la segunda. Finalmente, están los conscientes activos, quienes son los únicos que, ante el absurdo de la realidad, lo aceptan y lo viven plenamente como sujetos libres, creadores e inocentes. Saben que el sentido del mundo no es otro que el que da el individuo libre y creador.

Los conscientes activos, quienes son los únicos que, ante el absurdo de la realidad, lo aceptan y lo viven plenamente como sujetos libres, creadores e inocentes

Tomar conciencia implica captarnos como distintos del otro y de la naturaleza, a saber, como seres divorciados, y descubrir lo inherentemente absurdo de la realidad. Así, de esta conciencia del absurdo se derivan dos actitudes: una activa y otra reactiva. La primera se caracteriza por la aceptación del absurdo y la afirmación del individuo como sujeto libre y creador. Claro está que sólo un sujeto libre y creador puede dar sentido al absurdo, ya que cualquier sentido que adquiera este es aquel que le introduce el sujeto libre y creador. Además, la conciencia del absurdo engendra en el individuo el sentimiento de extrañeza en el mundo social y natural, y este sentimiento lo conduce a tener una noción más clarividente de este y a reconocerse como distinto de la naturaleza y la conciencia externa ajena. Es decir, esta noción le permite afirmarse desde sí mismo como un sujeto libre y creador que piensa, siente, ama, trabaja y muere, aceptando, sin resentirse, que está solo y que este mundo no es más que una cadena ininterrumpida de absurdos, siendo la muerte el mayor de todos. En consecuencia, ya no busca cobijo en los grandes colectivos, sabe que el sí colectivo no es su sí.

La segunda actitud, ante el sentimiento del absurdo, responde de manera reactiva. El individuo al experimentar ese sentimiento de angustia e incertidumbre por su futuro, huye y no quiere adquirir una noción más o menos definible de él; lo niega y crea falsos sentidos, tales como la religión o la búsqueda del poder como representación. De esta manera, busca el sentido del mundo por detrás de este, como dice Camus. En efecto, es incapaz de aceptar que él es el sentido del mundo y que, desde su práctica libre y desde la afirmación de su voluntad de poder, puede transformar su realidad interna y externa. Es importante recalcar que esta segunda actitud abraza a la vida, le dice sí, sin embargo, de manera reactiva y pobre porque se avergüenza de afirmarse como un individuo libre e inocente. Como resultado, tiene miedo de desafiar los falsos sentidos creados por los espíritus débiles y aterrorizados de la realidad, ansiosos por disimular su fatídico futuro. En definitiva, lo que diferencia estas dos actitudes es que una crea desde el absurdo de la realidad y la otra desde la negación del absurdo del mundo.

De este modo, el sí genuino a la vida es proactivo. A diferencia del primero, el falso sí es reactivo y negativo, ya que no trasgrede las fronteras de la mala conciencia. Así pues, sólo aquel que dice sí de manera activa dice sí a la vida de manera genuina. El despertar activo de la conciencia sólo puede surgir a partir de la expulsión de la mala conciencia. Mientras esos sentimientos de vergüenza, culpabilidad y de pecado, como consecuencia de la afirmación de su diferencia, no sean arrojados fuera de un individuo, es poco probable que llegue a ser consciente de manera activa. Ahora bien, el individuo con conciencia activa expresa un sí expansivo de la vida, porque acepta el absurdo, no se asusta, no lo niega ni se resiente con él; es más, lo resignifica desde la exuberancia de su espíritu y crea nuevas perspectivas y horizontes hermenéuticos sobre  el mundo interno y externo. Mas el sí de una conciencia reactiva es represivo y reactivo, es una respuesta que surge de un estímulo externo que lo hace sentir bien, no es desde la aceptación de lo absurdo, no es un sí que surge de una riqueza interior sino de la miseria, la pobreza y la cobardía de espíritu. ¿Qué pasa cuando ese sentido que lo hace decir sí a la vida se resquebraja? Su sí deviene falso. Solo el sí de alguien que acepta la realidad, tal como es, es real.

La conciencia del absurdo engendra en el individuo el sentimiento de extrañeza en el mundo social y natural, y este sentimiento lo conduce a tener una noción más clarividente de este

La experiencia del dolor, derivada a partir de la cercanía con el absurdo, es fundamental para despertar del sueño dogmático. Muchos viven con la idea de que el mundo tiene significado. Sin embargo, cuando se enfrentan a la experiencia del absurdo, como la muerte de un ser querido o una desgracia personal, pueden tomar dos posturas: bien lo aceptan o lo niegan. Conviene indicar que la experiencia del absurdo es algo negativo y desagradable en un primer momento. El sí negativo es el momento destructor, porque aún está bajo el dominio de la mala conciencia y rebosa de resentimiento, pero el sí alegre e inocente es el momento creador, porque surge a raíz de la profundidad y riqueza de espíritu, que acepta su naturaleza distinta y tiene la capacidad de dar sentido a su existencia. El despertar consciente, en ciertos casos, implica un cierto grado de dolor. El niño llora cuando nace, dejar el vientre no es algo fácil. Nos convertimos realmente en seres conscientes cuando decimos sí a la vida alegre y danzarina. Nos damos el ser, nos damos la esencia.

La tendencia a creer en relatos optimistas, ya sea de naturaleza religiosa o secular, es algo característico del individuo reactivo. Resulta curioso, pero este sujeto tiene voluntad de creer, pero no de dudar, de consumir pero no de crear, de trabajar pero no de descansar. Es evidente que la inactividad, atípica en el siglo XXI, le genera aburrimiento, de algún modo lo acerca al absurdo, y eso precisamente es lo que el individuo reactivo moderno quiere evitar a toda costa. Este tipo de persona quiere estar seguro de que todo marcha bien. Por definición, huye de aquello que le pueda causar un dolor profundo y siente que todo debe tener algún sentido en el mundo natural, social o en el otro. No siente extrañeza, y si lo hace, la ahoga en la hiperactividad. Es el alma de la fiesta y un individuo alienado, cree que la vida tiene sentido solo porque otros se lo han dado, aunque sean falsos. Desafortunadamente, cuando esa creencia, que en un tiempo era su mejor aliada, se resquebraja, se deprime y puede querer poner fin a sus tormentos de memoria.

Debemos crear nuestro propio universo, nuestra propia constelación conceptual y moral. Tú eres responsable de crear tu propio mundo

Además, vive según la apariencia: como si fuera libre, crítico, científico, alegre, feliz y como si todo estuviera ya resuelto, pero esto es solo una ilusión. Reacciona, ya que la acción le está vedada, y nunca ejerce actividad propia. Necesita impulsos externos para moverse y estos suelen ser mezquinos y represivos. Evita la altura y la responsabilidad, cree que el mundo es bueno, que Dios existe y que el universo conspira a su favor. Vive cosmológicamente, como cosa, no se pertenece a sí mismo y no es dueño de sí mismo, sino de su patrón, de su Dios y sus riquezas. Siempre está bajo la sombra de otro, ya sea de Dios, del trabajo o de su jefe.

Ser un sujeto activo implica querer nacer por segunda vez. Es querer salir, como el hijo de Leising, del seno de la cultura, lo cual tendrá cierto sufrimiento. Todo nacimiento es doloroso. El cobarde es el que quiere encontrar comodidad y sentido en su mundo. No puede o no quiere ver el absurdo de la vida. El individuo reactivo y enemigo del absurdo jamás dejará el vientre de la cultura. Quiere vivir cargando los fardos de otros. Es un conformista que no afirma su existencia como sujeto; se limita a existir como un objeto más dentro de la cultura. Aunque la realidad en la que está maniatado esté desangrándose, siempre y cuando la suya esté resguardada, no le importa lo demás. Desde una actitud semejante, es imposible ser libre y creador.

Del sí consciente a la vida se desprende otra consecuencia de capital importancia. Me refiero, por supuesto, a la aparición de la conciencia aristocrática. Esto puede confundir: nada tiene que ver con clases sociales, razas o condición económica. Una conciencia aristocrática sabe que es libre, inocente y, por lo mismo, creadora. No se ve a cada rato abrumada por la culpa. Conviene señalar, además, que la conciencia aristocrática tiene una actitud de afirmación hacia la vida, aceptando tanto lo bueno como lo malo que pueda presentarse. Por lo mismo, no se siente víctima de las circunstancias, sino que asume la responsabilidad de sus acciones y decisiones. Es una conciencia que tiene un sentido de la dignidad personal y una capacidad para enfrentar los desafíos que la vida le presenta sin perder su sentido de la integridad.

Termino con este pensamiento: demostremos que podemos conquistarnos a nosotros mismos, derribando las murallas absurdas en las que nos encierra la cultura. Debemos derribar los ídolos que nos imponen para cargar, poner en crisis todo lo que quiere hacerse pasar por natural o absoluto. Tenemos que enriquecer nuestro mundo interior y, desde nuestro operar libre, crear conceptos y nuevos significados. Debemos crear nuestro propio universo, nuestra propia constelación conceptual y moral. Mi mundo no es el del cristianismo, el marxismo o el capitalismo. Tú eres responsable de crear tu propio mundo.

El despertar activo de la conciencia