Cuando fuimos los mejores

Conservo la dolorosa manía de volver la cabeza al pasado con nostalgia. Entonces, como admirando una era gloriosa en la que mis padres eran más guapos, más delgados y más jóvenes, me asomo a esos álbumes de fotos que guardan con cariño en la estantería del salón. 

En ellos, pasean entre cuadros por Cuba. Asisten eufóricos al concierto de Queen en Madrid. Comen perritos calientes en Central Park junto a Pepe y Lola. Preparan fiestas en el Du Dua, el bar de copas que tuvieron años antes de casarse. Y bailan en la playa junto a algunos de sus amigos de entonces.

Yo me quedo mirándolos y pienso: qué rápido debe pasar la vida. Pero, en realidad, soy incapaz de entenderlo. 

Otras veces sucede que, entre aquel montón de recuerdos, me encuentro con viejos conocidos. Personas anónimas. Espontáneos que pasaron desapercibidos por la vida de mis padres y que, sin embargo, hoy forman parte de la colección de álbumes familiares. 

Y resuena en mi cabeza el título de una canción: Cuando fuimos los mejores

Entonces, vuelvo a mirar a aquel señor pescando en Ondarroa mientras llueve. A una pareja joven acaramelada en un Ferry de Nueva York. Y a una mujer fumando un puro con un turbante en la cabeza. Me quedo pasmada ante la estampa de aquellos dos viejos tomando té bajo el letrero del Café Varela. Vuelvo a clavar los ojos en una niña triste. Y me entristezco también. Observo a aquel hombre tocando la zambomba en un puesto navideño de la Plaza Mayor. Y me topo con otros tantos individuos que se colaron en las fotografías con indiferencia. Sin llamar la atención.

Conozco sus rostros, sus expresiones, e incluso, sus andares. Me pregunto dónde estarán ahora. Si llegaron a tiempo al lugar al que se dirigían aquel día. Sí seguirán trabajando en lo mismo. Si todavía estarán tan enamorados como aquella mañana bajo el sol difuminado de Nueva York. O si aún transitan los lugares de aquellas instantáneas. 

Por mi parte, tengo la certeza de que volveremos a encontrarnos cualquier domingo por la tarde. Ellos irán igual vestidos. Tendrán la misma mirada. Y yo andaré lidiando con esa mala costumbre que es, en realidad, sentir nostalgia.

Paso la página.

Mi padre y mi madre asisten a su último atardecer en Cuba. A su derecha, el mismo hombre de siempre les observa desde la lejanía. 

Y resuena en mi cabeza el título de una canción: Cuando fuimos los mejores.