martes. 19.03.2024

A lo largo de las carreteras que llevan a la sierra de La Pedriza -en un Madrid atemporal y granítico, de olor a jara y resina de pino-; a Valsaín -Guadarrama en su vertiente segoviana, verde-helecho en mi memoria, húmeda y risueña al borde del río Eresma-; a Cercedilla -para coger el tren que sube hasta Navacerrada, después de un cacao caliente en la cafetería de la estación en inviernos de nieve-; a dominguear en La Fuenfría o Las Dehesas; o camino de Despeñaperros en veranos eternos de toallas de rayas, coquinas y arena ardiente arrebatada a la playa por olas-nube…

Viajando a lo largo de esta personal geografía y a lo ancho del pensamiento en construcción, sonaban alternativamente en el coche familiar las canciones de Jarcha, Sabina, Olfield, Cortez, Ana Belén, Nuestro Pequeño Mundo, Beatles, Pekenikes, Serrat. 

Serrat alumbrando el interior de un Renault 19 veloz, un Talbot miniatura y un 21 Nevada que parecía un hotel, sucesivamente; Serrat construyendo, capa a capa, un código emocional que atraviesa sin brechas generacionales mi familia, y una forma de entender el lenguaje como un juego, una oportunidad, una herramienta. Hace mucho tiempo que sé que llegué a Machado, Miguel Hernández, Alberti o León Felipe a través de su música.

La adolescente contestataria que fui también encontró en su ternura una forma de equilibrar la fiereza, y en su denuncia, la profundidad que buscaba, la conciencia de lo sutil, la importancia de los matices. Sus canciones se fueron complementando con otras voces musicales en varios idiomas; y sus letras, con poetas y narradores, hombres y mujeres que me enseñaron a descubrir el mundo, a reírme de mí misma, a soñar.

Serrat hizo en Madrid un viaje musical lleno de emoción sincera que me contagió. Sigue teniendo la virtud de servir de espejo incómodo a veces, necesario, hermoso; huyó de la moralina con la inteligencia de quien muestra sin artificio pero con arte la controvertida naturaleza humana, sin por eso ponerse de perfil; asumió, solo y bien acompañado, el peso de una despedida que muchas esperamos que no lo sea tanto; brindó por los compañeros de profesión y amigos que no están; hizo de la memoria una bandera íntima, familiar, y una necesidad y una urgencia colectivas.

La música sonó clara, cada instrumento diferenciado y armonioso en el conjunto; los arreglos, tan cuidados, elegantes y oportunos como siempre. Serrat, eterno y sin embargo muy vivo en el ADN de varias generaciones, lloró ayer a veces.

No fue el único. Gracias por tanto.

Serrat