jueves. 25.04.2024
 

De momento, sabemos que el dilema está despertando en ciudadanos y colectivos posicionamientos muy controvertidos e intensos, pero también que algunos de sus argumentos más comunes vienen lastrados por serias contradicciones. En este caso, quienes la defienden como profesión deberían explicarnos por qué también han dado un respingo al leer el titular...

En una charla que yo mismo organicé en el seno de una asociación por la justicia económica, recuerdo haber detectado en cada bando prejuicios que se negaban a sortear. Así, la propuesta de las feministas ponentes exigía la abolición porque la prostitución no se ajusta a un modelo sexual y social concebido para mujeres empoderadas en su asalto final al patriarcado. Denunciaban la violencia y la explotación, pero con la vista más puesta en el daño abstracto a la mujer que en el sufrimiento material de las prostitutas. De algún modo,parecían sentirse eximidas de razonar cómo, cuándo y dónde podrían buscar estas mujeres mecanismos realistas para abandonar sus destructivos escenarios, de los que nadie sabe sacarlas sin atravesar un campo minado de machismo.

Por su parte, las prostitutas parecían centradas en quitarse de encima su pesado estigma social y en reclamar total libertad operativa. Su reivindicación pasó de puntillas sobre el desolador entorno que mantiene en la asfixia social al 95% del colectivo, pero mostró firmeza en el rechazo a cualquier intromisión en su precario ecosistema. Nada de vigilancia,nada de cuestionamientos morales, nada de directrices colectivas; solo admitirían reconocimiento y protección para las inevitables víctimas de su modo de vida, que defendían pese a comprometer sus Derechos Humanos más básicos.

Para complicarlo más, es un hecho que a las prostitutas las seguimos utilizando como simples señuelos para manifestar nuestras concepciones políticas o ideológicas, pero rara vez prestamos atención a sus mensajes. De hecho, algunas feministas y sectores anti-prostitución han empaquetado a 350.000 mujeres ejercientes en nuestro país bajo la etiqueta de víctimas silenciosas y, en coherencia con ese desprecio, han prohibido en la universidad charlas favorables a su reconocimiento profesional, han atacado por vía legal la creación de un sindicato de prostitutas y hasta han vetado su presencia en celebraciones feministas como el 8M.

Y qué decir de la inaceptable alegalidad española. En nuestra paella normativa, lo mismo se persigue el proxenetismo que se despenaliza la tercería locativa; lo mismo se autorizan lugares de alterne que se sanciona al putero o a la prostituta cuando tienen la mala suerte de caer en el municipio equivocado. Eso sí, no encontrarán ni una ley que aborde la terrible precariedad vital de las prostitutas. Su regulación profesional se aplica mediante redadas policiales que, bajo la coartada de perseguir la trata, hostigan inmigrantes sin papeles en su único lugar de sustento; o mediante multas gravosas a quien se gana el pan a la intemperie por una simple cuestión de decoro. Pero, mientras ellas son perseguidas, ustedes jamás habrán oído hablar de redadas de puteros. Por eso es fácil de comprender que las prostitutas no agiten la rama enferma que les sirve de soporte y solo se manifiesten en plazas públicas para reclamar el derecho a no ser perseguidas, en vez de hacerlo frente a los burdeles para denunciar a sus explotadores. Aunque hay que reconocer que este hubiese sido un argumento poderoso para avalar la creación de un sindicato.

Por nuestra parte, convendría saber si es puritanismo lo que las estigmatiza y nos lleva a ignorar sus exigencias. No lo parece en un país en el que la normalización de las divergencias sexuales ya se refleja en nuestras leyes y la liberalización sexual se percibe en nuestros comportamientos. Es más, la creciente relativización moral ha favorecido que un mayor número de mujeres opte por una ocupación vergonzante frente a la semiesclavitud de los empleos de limpieza y cuidados, la otra salida patriarcal para la pobreza femenina. Espero que no me llamen puritano si ahora dejo dicho que la solución pasaría por valorizar estos trabajos y erradicar aquella ocupación.

Pero, ¿por qué “ocupación” y no “trabajo”? Pongámonos en la piel de una prostituta mientras varios desconocidos al día (a veces en grupo) hollan, manosean, humedecen y vapulean nuestro cuerpo. ¿Acaso podría no perturbarnos psicológicamente que un extraño recree en nosotras un acto complejo, de grandes implicaciones emocionales y reservado para la intimidad de una pareja afectiva o atractiva? ¿Podría nuestra conciencia adaptarse a este contacto contra-instintivo separando nuestro cuerpo de nuestra mente, como lo hace el fakir que se acomoda a una cama de clavos? No hace falta ser neurocientífico para saber la respuesta. Por añadidura,se sabe que los comportamientos más depravados son la base de la actividad. La mayoría de los clientes tienen acceso al sexo “normal”, pero no es el que buscan cuando compran cuerpos atractivos, pobres y dominables.

Ellas lo saben. Así lo demuestra el hecho de que el putero es profundamente despreciado por las prostitutas. El cliente es generalmente visto como mezquino, desconsiderado o directamente pervertido; solo busca la respuesta física de un cuerpo sin persona dentro. En eso consiste este sórdido servicio recreativo: en que mujeres en dificultades expongan al máximo su intimidad ante hombres que realmente les repugnan en unas sesiones incómodas, degradantes o peligrosas. No hay intercambio ético cuando rutinariamente debes enfrentarte a que un cliente te agite con brutalidad en una felación, quite su preservativo por sorpresa, se beneficie de una tarifa plana en una granja-burdel o disfrute de tu cuerpo embarazado. Yo no quiero que mi hijo vea que eso se le puede hacer a un ser humano solo por ser pobre o solo por ser mujer. Ni que una joven, que podría ser mi hija, considere una profesión en la que debería aprender técnicas para defender su vulnerabilidad física extrema ante seres dominantes, malolientes o perturbados, o a contar con un buen seguro médico que cubra lo que las estadísticas que las defensoras de su oficio no pueden tapar: graves riesgos de ETS y dolencias ginecológicas, 82% atacadas, aborto forzado inherente a la actividad, 88% amenazadas, 68% violadas,50% con estrés postraumático y unas cifras de mortalidad 40 veces más elevadas (sí, 40) que la de la población general. ¿Trabajo, dicen?

Ninguna sociedad se sostiene sin principios que limiten en cierta medida la libertad individual divergente. Hace años hubo que impedir que personas con enanismo cobrasen por ser envueltas en tela y lanzadas contra una diana de velcro en una sala de fiestas. Hoy,a cualquiera de nosotros se nos impediría caminar a capricho por una cornisa, o transitar sin casco dentro de una obra. Del mismo modo, no queremos permitir que una mujer supere sus dificultades económicas mermando su dignidad, su libertad sexual o su salud. Hay quien defiende que no han de someterse a escrutinio los comportamientos individuales salvo que dañen a otros, pero somos un cuerpo complejo cuya pervivencia depende del constante reajuste entre los intereses,materiales ymorales,de nuestros miembros. Por ejemplo, un adulto es libre de consumir pornografía o no, pero si  prolifera sin restricciones es un hecho que embrutece los comportamientos sexuales de niños y adolescentes.

Dicho esto, considero que toca debatir sin prejuicios y decidir de una vez. Contamos con muchas experiencias dentro y fuera de España, ríos de informes y miles de testimonios de las propias prostitutas. Ahora ya sabemos algo: si regularizamos,todo queda en manos de empresarios y su negocio de explotar mujeres (Alemania); si liberalizamos,damos vigor a la prostitución (modelo neozelandés); si prohibimos, sepultamos a sus protagonistasen la más profunda marginalidad.

Mi propuesta es atacar la normalidad de la prostitución. Debemos reconocer el coraje de las prostitutas y a la vez priorizar sus intereses, pero no queda más remedio que impedir la solución autolesiva que utilizan para salir de la precariedad económica o para alcanzar su legítimo deseo de bienestar. Entiendo que debemos penalizar a proxenetas y usuarios y no penalizar a las prostitutas(españolas o extranjeras), al menos mientras no les hayamos proporcionado herramientas reales para su reintegración social y familiar.

Pero pensémoslo bien antes de atacar su modo de vida. Si no les ofrecemos alternativasnos encontraremos en la bochornosa situación de aceptar que lo único verdaderamente sucio que había en el fondo de este asunto era nuestra mentalidad hipócrita.

El amargo debate de la prostitución. Papá ¿puedo ser puta?