viernes. 19.04.2024
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El cementerio de la Almudena surgió en 1884 como camposanto provisional junto a la entonces en construcción Necrópolis del Este.

@Montagut5 | El reformismo impulsado por el despotismo ilustrado también llegó a los muertos, o más bien, a los cementerios, habida cuenta de la constatación de los peligros sanitarios que acarreaban las necrópolis intramuros de las ciudades, la práctica de enterramiento más común en la España moderna.

En 1781, el rey Carlos III mandó al Consejo de Castilla que pidiera informes a los Arzobispados y Obispados, así como a las Academias de la Historia y de Medicina, para que, en función de los mismos, se le informase sobre si era mejor enterrar a los difuntos dentro o fuera de las poblaciones. El rey se había movilizado a instancias de Campomanes. Al parecer, se había dirigido al rey porque conocía el caso de una iglesia en Guipúzcoa que estaba en mal estado y que había provocado una epidemia. Pero hubo más casos. Uno de los más sonados fue el de la parroquia de San Sebastián en Madrid donde el hedor fue tal que en 1786 tuvo que cerrarse durante un tiempo. La mayoría de las respuestas que recibió el Consejo de Castilla fueron favorables al enterramiento fuera de las poblaciones y a que se prohibiesen los enterramientos en las iglesias o en los cementerios adjuntos.

La consecuencia de esta investigación fue la promulgación de una Real Cédula en el año 1787 en el que se restablecían los cementerios extramuros en toda España, aunque seguirían a cargo de las parroquias, que continuarían percibiendo los derechos que se cobraban por los entierros. El problema era que había que construir estos cementerios. La disposición establecía el modo de sufragar los gastos. Estos costes debían cargarse sobre los fondos de las parroquias, el Fondo Pío de Pobres, y fondos públicos. Solamente podrían enterrarse intramuros aquellas personas que tuvieran comprada una sepultura dentro de una iglesia.

Pero esta disposición tan importante no se cumplió realmente. La costumbre y la tradición eran más fuertes que la razón ilustrada, que luchaba contra una práctica tan peligrosa para la higiene y sanidad públicas. Así pues, en 1799 se dio otra orden, ya en tiempos de Carlos IV, en el mismo sentido. Se mandaba establecer cementerios en sitios ventilados, con diseños que debían realizar el cura párroco y el corregidor del lugar. Pero el interés del despotismo ilustrado por esta mejora se volvió a encontrar con la fuerza de la costumbre, con la oposición tanto del tercer estamento, como de los estamentos privilegiados, muy interesados en seguir enterrándose en las iglesias, en sus sepulturas destacadas. En medio de esta polémica se puso en marcha en 1804 un plan para construir cementerios en cada localidad. Pero la resistencia continuó, y no ayudó mucho a que se implantara esta nueva forma de enterrar la inestabilidad generada a raíz de la Guerra de la Independencia. Hubo que esperar a muy entrado el siglo XIX para que triunfase lo que planteó la Ilustración en España en esta materia.

La reforma ilustrada de los cementerios