jueves. 25.04.2024
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Según wikipedia, “La era Yeltsin estuvo marcada por la corrupción generalizada, el colapso económico, dos guerras en Chechenia y enormes problemas sociales y políticos que afectaron a Rusia y a otros antiguos Estados de la Unión Soviética. Durante los primeros años de su presidencia, muchos de los partidarios políticos de Yeltsin se volvieron contra él. Los constantes enfrentamientos con el Parlamento culminaron en la crisis constitucional rusa de octubre de 1993, cuando el Parlamento intentó apartar de su cargo a Yeltsin y este, como respuesta, asedió la Casa Blanca rusa, en la que murieron cientos de personas. Yeltsin se deshizo de la Constitución vigente, prohibió temporalmente la oposición política” y disolvió la URSS. 

En resumen, la Rusia actual es el producto combinado de un golpe de estado y un experimento económico neoliberal, aclamado por Occidente, y no de la decisión soberana de sus ciudadanos. Sobre sus ruinas, se inició una nueva era, que todos esperábamos fuera pacífica y multilateral. Europa, aún por hacer y China, en el inicio de su metamorfosis, confiaron el liderazgo mundial a Estados Unidos quien, ante el estupor mundial, dilapidó el enorme capital político que le había dado la victoria de 1989. Clonando el modelo de bloques, fomentó el nacionalismo del este europeo, incorporando los países, recién llegados al liberalismo, a la alianza militar vencedora, una decisión que creaba un cerco innecesario a la potencia vencida, e incitaba a la reconstrucción del inmenso estado en base a una respuesta montada sobre el nacionalismo pan-ruso, y así fue como ocurrió de la mano de Putin

Los EEUU, a su vez, intentaron controlar los recursos energéticos globales, patearon el avispero turbulento de las naciones islámicas en constitución e invadieron Irak, iniciando la peor catástrofe bélica desde la guerra de Vietnam. Allí encontraron los límites de la capacidad imperial, lo cual ha permitido al nuevo sátrapa ruso reconstruir en Siria el orgullo nacionalista de gran potencia. Como todos los líderes imperialistas contemporáneos, el declive comenzó en las montañas de Afganistan, dando inicio al desgobierno mundial y, lo más terrible, revelando la ausencia de alternativas. Porque Europa, aún por construir desgraciadamente, no sabe cómo afrontar la globalización y sigue apostando su futuro en el liderazgo de los Estados Unidos. Presume de valores, pero olvida que toda construcción social empieza por hacerse cargo de sus fronteras y, en el siglo XXI, reconociendo la globalización, que solo hay un mundo. Tal y como hizo en la Conferencia Internacional de París contra el Cambio Climático.

Necesitamos un orden europeo más allá de las viejas historias del siglo pasado, porque la alternativa belicista no la aguanta el planeta

El vacío político en la Unión Europea genera nacionalismo en las naciones en formación del Este, agudizado por el miedo comprensible al viejo imperio en descomposición, plagado de armas nucleares, que los sometió durante la segunda mitad del siglo XX, y nacionalismo y miedo son los peores enemigos de la democracia. Mientras los europeos no seamos capaces de responsabilizarnos de nuestro continente, los riesgos de involución en Estados Unidos y la paranoia de Rusia, cercada por sus viejos sometidos, nos desestabilizarán. La sensación de que no hay adultos en la sala favorece la consolidación de líderes que, como Putin, prometen grandezas nacionales, recuerdo de pasadas glorias, fomentado por todos los sistemas escolares. Metido en juegos estratégicos a tres bandas, con EEUU y China, se sabe el más débil y decide romper la baraja, creando un riesgo que sabe no es asumible por la humanidad. 

Este peligroso juego entre las potencias aleja las esperanzas de Unión Europea; pues éstas, como enseña la historia, no se cumplirán mientras se confíen a otra potencia, el amigo americano protector, que sirve de coartada a la falta de ambición de los políticos del continente, muy perezosos para las grandes tareas. Seremos capaces de llorar los muertos y ayudar a los refugiados, pero no de evitar sus resultados, la desmembración de un país soberano o, aún más peligroso, la descomposición de un imperio. Con la consecuencia añadida de dejar el cambio climático fuera de las agendas políticas. Porque la lucha contra el calentamiento global exige un mínimo de concordia, que permita coordinar medidas y distribuir costes y esfuerzos, para conseguir detenerlo por debajo de los dos grados Celsiu. Sin cooperación, primarán las exigencias del conflicto, el desarrollo de la industria pesada y las tecnologías de combate, exigentes consumidores de combustibles fósiles. El desprecio de la cultura verde y democrática empujará a los oponentes a refugiarse en el carbono como fuente de energía.

No se trata de permitir a Rusia dictar la política de sus vecinos, sino de armarse de autoridad para poder ofrecer a todos los países que lindan con Europa la posibilidad de convivencia colaborativa hacia la disolución ordenada y pacífica de bloques de agresión de cualquier tipo. Esto, que parece el sueño kantiano de la paz perpetua, es lo que Europa, y nadie más en el planeta, puede ofrecer, siempre y cuando se arme ética, militar y políticamente para ello, independizándose de las visiones geopolíticas del siglo XX. Un orden europeo más allá de las viejas historias del siglo pasado, porque la alternativa belicista no la aguanta el planeta.    

Más allá de la destrucción y la guerra en Europa