jueves. 25.04.2024

¿Cuál es el problema estratégico para Europa? No la inferioridad militar europea, en su conjunto, cuya superioridad es evidente para el propio Putin, sino la falta de una estructura coordinada de defensa común. Es una cuestión política, de falta de determinación colaborativa de los Estados europeos, no de condiciones básicas para tener una fuerte capacidad operativa, suficientemente disuasora frente a cualquier adversario. 

De momento y a pesar de los avatares de estas dos últimas décadas, la voluntad de las élites europeas es la subordinación de la defensa europea ante un mando operativo estadounidense, la ausencia de autonomía estratégica de los ejércitos europeos para determinar una línea de acción específica. La cuestión es que su supuesto modelo político, social, democrático y de relaciones internacionales, con características e intereses distintos del de EEUU y su proyecto imperial, no se puede consolidar con la subordinación estratégica-militar y de seguridad. 

Hay que recordar, y lo reafirma el general José Enrique de Ayala (“Por qué lo llaman democracia cuando quiere decir poder”, 6/06/2022), que la misión de la OTAN no es promocionar la democracia frente a la autocracia sino asegurar su primacía geopolítica y militar para defender los intereses de los países miembros y, sobre todo, los privilegios de poder de EEUU con la subordinación europea. Además, también ha estado compuesta por países autoritarios, tiene acuerdos con otros muchos y ha intervenido en causas injustas. Una vez desaparecida la URSS y el Pacto de Varsovia como potencia mundial casi paritaria, la OTAN no tenía un bloque de poder alternativo. 

Habrá que llenar de contenido y apoyo cívico una identidad europea autónoma, democrática y pacífica. Es la perspectiva de un nuevo movimiento pacifista y las tendencias progresistas frente a la involución autoritaria y militarista.

Es el declive de EEUU como imperio prepotente y exclusivo, particularmente en el campo político-económico, junto con la multipolaridad de intereses de poderes intermedios (China, India, Rusia, Irán…) y las tentaciones autónomas europeas lo que hace que las administraciones estadounidenses (con algunas diferencias entre demócratas y republicanos) intenten revertir el deterioro de su hegemonismo con una fuga hacia delante a través de su mayor fortaleza: incremento de la militarización y el intervencionismo. 

Pero esa dinámica choca con varios obstáculos: la actitud opuesta al incremento del gasto militar y al riesgo de involucrarse directamente en una guerra, por parte de mayorías sociales amplias, principalmente, de las bases de izquierda; la renuencia de las élites políticas europeas (francesas, alemanas e italianas) que expresan sus propios intereses autónomos y a pesar del giro atlantista de la socialdemocracia nórdica (y española); la relativa neutralidad de los Estados con mayor población mundial, con guerras y conflictos diversos, y que se ven afectados por las graves consecuencias socioeconómicas y humanitarias por un conflicto, para ellos, secundario.

Cabría preguntarse ¿quiénes ganan y quiénes pierden? Los efectos son asimétricos: son muy graves para la población ucraniana, que es la que más sufre; son muy significativas para las sociedades europeas, socioeconómicas para la mayoría social y de seguridad para la periferia de Rusia, cuya población también sufre penurias; muy relevante para los países en desarrollo, con fuerte impacto alimentario y energético…. Son menores para las élites estadounidenses que se benefician -especialmente su complejo empresarial militar, de hidrocarburos y financiero- de las ventajas comparativas en su competencia con la Unión Europea; aparte de desgastar a su potencial adversario, la alianza Rusia-China, y demostrar su poderío ante la dispersión multipolar del poder mundial. Y, singularmente, con unas consecuencias menores para el pueblo chino, beneficiado por el mayor flujo energético ruso y perjudicado por su menor relación comercial con la UE, vía la Ruta de la seda, por lo que también le interesa un acuerdo razonable para ambas partes. 

La autonomía estratégica europea se debe asentar en un proyecto diferenciado, más allá de lugares comunes que le atan a EEUU como Occidente, el mundo libre o las democracias. Los valores europeos y el bienestar de sus sociedades, una vez superada la nefasta tradición competitiva de las dos guerras mundiales y el pasado colonialista, debieran apuntar a superar la guerra como mecanismo de resolución de conflictos y el militarismo como garantía (contraproducente) de la paz

Es el debate de fondo, subyacente también en la próxima cumbre de la OTAN: reforzar el intervencionismo militar de la Alianza Atlántica (y su conexión Indo-Pacífico) o apostar por una auténtica autonomía estratégica europea. No para proyectar el mismo objetivo geopolítico y de dominación mundial, sino para avanzar en un orden socioeconómico y de regulación mundial más pacífico y cooperativo, a tenor de los grandes principios universales y del derecho internacional auspiciado por la ONU. Y, por supuesto, con garantías de seguridad y capacidad disuasiva ante los peligros derivados de la pugna de distintas élites nacionales-imperiales. Es la posición más realista para salvaguardar la prosperidad y la seguridad mundiales.

La Unión Europea, con la adición del Reino Unido para la estrategia de seguridad y defensa, y aparte de su poder económico-comercial, podría constituir un polo autónomo político-militar regional con influencia internacional. Obviamente, la determinación mayoritaria de las élites europeas no es esa, por mucha retórica existente. En ese sentido, si se es realista, no es compatible la subordinación de los ejércitos europeos a la OTAN con una política de seguridad y defensa propia y autónoma para hacer frente a los riesgos geopolíticos en la zona europea. 

Lo máximo de una actitud reformadora supondría una suerte de confederación con EEUU, con mandos propios europeos, con capacidad decisoria y operativa en Europa. Pero las posiciones europeas dominantes, incluido las francoalemanas, no parecen que se atrevan a tanto. Ya se sabe, existe una estructura vertical, el mando operativo siempre ha estado, desde su fundación en 1949, a cargo de un general estadounidense, mientras el cargo de Secretario General, con funciones político-representativas, ha ido a parar a un líder europeo. La OTAN no es reformable a corto-medio plazo.

Esa dependencia estratégica también tiene sus costos para las sociedades europeas. De forma inmediata, está la realidad que se trasluce sobre las consecuencias económicas -incluida la inflación con pérdida generalizada de poder adquisitivo- y de seguridad para la ciudadanía europea ante la eventualidad de la prolongación y la agudización de la guerra incluida la amenaza nuclear, así como sus repercusiones de inestabilidad sociopolítica. 

Habrá que esperar al desarrollo de la experiencia de las mayorías ciudadanas europeas (y del mundo) para comprobar la dimensión y la expresión pública que adquiere la indignación cívica masiva frente al deterioro vital, social, económico y político-cultural producido por esta estrategia insensata de la pugna imperial. Paralelamente, habrá que llenar de contenido y apoyo cívico una identidad europea autónoma, democrática y pacífica. Es la perspectiva de un nuevo movimiento pacifista y las tendencias progresistas frente a la involución autoritaria y militarista.

Las desventajas europeas comparativas respecto de EEUU por la prolongación de la guerra y los efectos de reducción de legitimidad pública de su clase política por el deterioro vital de sus sociedades es lo que está detrás de las preocupaciones de las élites francoalemanas (y otras) por mantener sus opciones de potencia autónoma de EEUU. En un principio, la llamada soberanía europea no tendría una especial connotación progresista y pacifista. En el caso de Francia, revaloriza su escudo nuclear y su tradicional nacionalismo de gran potencia que abarca a África. En el caso de Alemania, con ese gran incremento del gasto militar de cien mil millones de euros, pretende elevarse a la gran potencia europea y, por sí sola, conseguir una abierta superioridad ante Rusia, cuando ahora está empatada, y consolidar su influjo económico-político en la UE y, en especial, en toda la zona centro oriental europea. 

Por tanto, esa autonomía estratégica, aun sin una reorientación pacifista, serviría para paliar algunos de los efectos perniciosos del aventurerismo estadounidense en pro de su primacía mundial. Tenemos ejemplos recientes: la guerra en Irak con la oposición del eje francoalemán, intolerable insubordinación para EEUU que se encarga de castigar ahora, y el fiasco de Afganistán en que a petición estadounidense, poco legítima, tuvieron que participar los europeos a regañadientes en el marco de la OTAN… en mitad de Asia. 

Lo que genera cierta división europea son las consecuencias actuales de la guerra en Ucrania y su gestión interna y externa, con la actitud precavida ante la estrategia de prolongarla hasta la hipotética victoria sobre Putin. Por un lado, las élites francesa, alemana e italiana, partidarias de activar las dimensiones diplomáticas para acercar un acuerdo, priorizando el acortamiento de sus efectos. Por otro lado, el Gobierno ucraniano y el estadounidense (con otros países europeos ‘dispuestos’) con la prioridad de derrotar al ejército ruso. Pero el foco se desplaza desde la inicial y justa exigencia ucraniana, como país injustamente agredido, a rechazar la criminal agresión rusa, al reajuste de poder internacional con la primacía de EEUU y el debilitamiento ruso, incluso su cambio de Régimen; y ello infravalorando los riesgos de una confrontación general.

Rusia, y lo sabe su élite, no tiene suficiente capacidad estratégica para imponerse a la Unión Europea en el plano militar; apenas ha demostrado eficacia para atacar al ejército ucranio, preparado y armado por EEUU y Reino Unido desde la secesión de Crimea. Pero tiene muchísima menos capacidad en los planos político y económico, como garantía para soportar un conflicto prolongado y duro. No hay riesgo de un ataque directo a la OTAN por su propia iniciativa. Se puede decir que sus objetivos imperiales son limitados a su inmediata periferia, en este caso la zona sureste de Ucrania, y para asegurar las garantías de su propia seguridad ante la amenaza de armas ofensivas, incluidos los convencionales euromisiles nucleares, que pudiera emplazar EEUU, en las cercanías de su territorio, es decir, con capacidad destructiva rápida; es su miedo al expansionismo de la OTAN hasta sus fronteras. Y es lo que debiera resolverse mediante negociación, empezando por renovar los acuerdos de desnuclearización parcial rotos por los estadounidenses y en el marco de una nueva conferencia de seguridad europea. 

Por otra parte, fue el presidente Trump quien amenazó con desentenderse de la seguridad europea (ante Rusia) y ante ese vacío se creó cierto vértigo europeo y el avance, haciendo necesidad virtud, hacia la autonomía estratégica europea, largamente acariciada por la representación institucional francesa (de derechas e izquierdas) desde De Gaulle, así como por los Gobiernos alemanes, principalmente socialdemócratas y verdes. 

Es más, aparte del fiasco de la OTAN en Afganistán y su incumplimiento de la legalidad internacional en su bombardeo a Serbia y la independencia de Kosovo, la crisis más profunda de la alianza atlántica fue la intervención unilateral estadounidense y británica (con el apoyo del gobierno de Aznar) en la guerra ilegítima de Irak, con la oposición francoalemana y de todo el pacifismo y las izquierdas europeas. Fue el detonante público más reciente de la disparidad de intereses estratégico-militares del núcleo de la UE con EEUU así como la evidente impotencia estadounidense para disciplinar a sus socios de la OTAN. 

Como dice el sociólogo alemán Wolfang Street, el rey, o mejor el emperador, ha vuelto para poner orden en Europa. Y salvando que el Partido Republicano, bajo Trump, no recupere la presidencia (y el Congreso) y chantajee a la parte europea con desentenderse de Europa para priorizar (e incorporarla) al frente Indo-Pacífico y el conflicto con China. Es una eventualidad que pone más nerviosa a la clase política europea, que tendría que tomarse en serio completar de forma mancomunada su defensa y seguridad propias.

Europa es un actor potente, en el plano político-económico pero también en el militar, a falta de su coordinación autónoma. La colaboración debería de ser entre iguales (también con China y Rusia), sin subordinación a la OTAN, o sea a EEUU y sus intereses imperiales, y con plena autonomía estratégica. El resultado es una tercera posición respecto de los dos bloques principales, EEUU y Rusia (China), compatible con los intereses de ciertas élites europeas modernizadoras y sensatas. 

Pero no se trata solo de configurar otro polo más, con su hueco neocolonial al lado de otros grandes imperios. La autonomía estratégica o, si se quiere, la nueva identidad europea, tiene sentido para configurar una posición europea y mundial diferenciada de la política de bloques y el militarismo, siendo realistas con la seguridad propia e internacional, pero reforzando los componentes colaborativos, de desarrollo socioeconómico y sostenibilidad medioambiental a nivel mundial. 

Para ello se necesita el estímulo y la cooperación de las tendencias pacifistas y de izquierda, europeas y norteamericanas (y rusas), cuya orientación progresista y participación relevante es imprescindible, superando el relativo desconcierto actual. Junto con la asociación de las mejores dinámicas colaborativas de los países menos desarrollados, desde América Latina hasta África y Asia, en pro de un orden social más justo y democrático, reforzando las agencias multilaterales, empezando por la propia ONU y la justicia internacional. 

La tarea es compleja. El pacifismo europeo en los años ochenta (crisis de los euromisiles, oposición a la entrada de España en la OTAN) y en el año 2003 (frente a la intervención estadounidense en Irak), generó una amplia cultura democrática y participativa, con fuerte contenido ético y solidario. También permitió cierta renovación y regeneración de las izquierdas políticas. Y, como se ha dicho, forzó otra dinámica diferenciada de la política de ambos bloques militares, de la que, en parte, es deudora la actual apuesta por la autonomía estratégica europea. 

La autonomía estratégica europea