jueves. 25.04.2024
estallido
Argentina, diciembre 2001

Las imágenes de aquel 19 y 20 de diciembre de 2001 dieron la vuelta al mundo. Argentina estallaba por los aires como consecuencia de una mala praxis económica que había arrastrado a la pobreza a la mitad de la población. El modelo neoliberal, impuesto por los los “Chicago Boys criollos” de  Carlos Menem, y reforzado luego por quienes ocuparon cargos durante el gobierno de Fernando De la Rúa, había hechos estragos; había vaciado los bolsillos de la clase media y hambreado al sector social históricamente olvidado por el Estado. El hartazgo colectivo confluyó en los enfrentamientos ocurridos en la emblemática Plaza de Mayo  -escenario de la lucha de Madres y Abuelas por la Verdad y la Justicia- que se transformó, durante aquellos trágicos días de diciembre, en el marco de la sangrienta represión que dejó un saldo de treinta y nueve muertos y más de cuatrocientos heridos.  

“Que se vayan todos” fue la consigna entonada por cientos de ciudadanos de diversos estratos sociales que desde las primeras horas del miércoles 19 de diciembre abarrotaron las cercanías de la Casa Rosada.

El corralito y la confiscación del dinero de los ahorristas por parte del Estado argentino, había sido el detonante. Pero la gestación de aquella nueva crisis económica y social había comenzado una década atrás, con el vaciamiento del patrimonio nacional, la desregulación, las privatizaciones y el cumplimiento estricto del manual del buen neoliberal. La “convertivilidad” anunciada por el Ministro de Economía, Domingo Felipe Cavallo, se hacía añicos de la noche a la mañana. El ensueño de “un peso un dolar”  -que la tilingueda crillolla celebró viajando a Miami y trayéndose televisores de grandes pulgadas- se convirtió en una pesadilla. 

“Que se vayan todos” no fue entonces una reacción emotiva primaria, de pura emocionalidad, sino la más racional de las respuestas que daba el pueblo argentino ante semejante atropello del Estado. Era la reacción más lógica ante el sentimiento de orfandad, ante la incompetencia de quienes, se suponía, tenían la responsabilidad de conducir los destinos de 40 millones de argentinos. 

Triste efeméride que durante veinte años los argentinos supieron recordar, quizás a sabiendas de que un pueblo sin memoria está condenado a repetir sus errores.

El hambre había avanzado sobre la población más frágil, y las imágenes de la desesperación ya habían dado la vuelta al mundo. Niños hambrientos en el granero del mundo, muertes por desnutrición, saqueos a supermercados, carros hidrantes reprimiendo a la turba, balas y gases, muertos y heridos. Las protestas se generalizaron en todos el país. Y la revuelta popular motivó la renuncia de Fernando De la Rúa que huyó en helicóptero de la Casa Rosada, observando desde el cielo de Buenos Aires el humo de las barricadas. 

Durante los siguientes días ocuparon la presidencia cinco funcionarios distintos hasta la confirmación del mandato de Eduardo Duhalde, quien ejerció la magistratura hasta mayo de 2003.

Triste efeméride que durante veinte años los argentinos supieron recordar, quizás a sabiendas de que un pueblo sin memoria está condenado a repetir sus errores. Y sin embrago, y a pesar de aquella traumática experiencia, los esbirros del poder real siguen agazapados a la espera del regreso de todo aquello que nos destrozó. Son los continuadores de un proyecto pro colonial, los gerentes sudamericanos del Fondo Monetario Internacional, en cuyos conceptos la patria está en Washington. Son aquellos personajes de la pseudopolítica nacional que ven en Argentina el sitio idóneo para los nuevos proyectos del neoliberalismo. Fundamentalistas del “sálvese quien pueda”.

“Que se vayan todos” fue un hito que marcó una época, que hizo historia. Algunos ya se fueron. Pero también han regresado otros. Y es a esos otros a los que hay que observar de cerca. Porque entre sus idearios sigue más vigente que nunca vender a la Argentina al mejor postor.  

 

"Que se vayan todos"