viernes. 29.03.2024

Superado el espejismo inicial que transcurrió entre los últimos meses de 2008 y buena parte de 2009, las principales organizaciones internacionales se transformaron en formuladoras o legitimadoras de lo que genéricamente podríamos denominar políticas de austeridad frente a la crisis. Abandonaron los compromisos adoptados en el marco del G-20 de regular la globalización –especialmente los sistemas financieros– y de hacerla más equitativa para bascular hacia la reducción obsesiva del gasto público con el objetivo declarado de controlar los déficits estatales. Pero no es propósito de este texto analizar el impacto de estas políticas en la economía, en la erosión de la protección social y –lo que a mi juicio es mucho más grave– en el profundo deterioro de la calidad de la democracia.

Permitan otra digresión previa. Un número significativo de gobiernos de la Unión Europea –con la complicidad indispensable de una parte importante de medios de comunicación- ha utilizado las organizaciones internacionales como fuente de autoridad para legitimar sus políticas de ajuste. La jibarización de la protección social junto con el debilitamiento de los derechos laborales se han presentado como peajes ineluctables para superar esta ya larga crisis.

No obstante, admitir el recurso genérico a “las organizaciones internacionales” como si fueran un todo homogéneo, coherente e inmutable es –a mi juicio– un error estratégico. Hace pocos días pasó por Madrid el Secretario General de la OCDE, Ángel Gurría, quien no dudó en afirmar que en España había que abaratar el despido y reducir salarios. Cabría preguntarle si tal recomendación partía de su experiencia como varias veces ministro del Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México. Aunque, con toda seguridad, sería más adecuado interrogarle sobre su opinión acerca del amplio y sugerente estudio –Divided we stand. Why inequality keeps rising– realizado por su propia organización, que denuncia el descenso de los salarios mundiales, su influencia sobre la desigualdad y la responsabilidad de ésta en el inicio de la crisis. Por lo tanto, frente al recurso a “las organizaciones internacionales” no dudemos en esgrimir el curriculum de sus máximos titulares ni menospreciemos sus trabajos, muchas veces más plurales de lo que nos quieren hacer creer.

También hay que aprovechar las contradicciones entre organizaciones que se manifiestan de vez en cuando. Por ejemplo -consciente de que hay espacio para muchos matices– a los desencuentros entre la Unión Europea y el FMI sobre el alcance y velocidad de las políticas de ajuste. En suma, existe la posibilidad y la necesidad de perfilar un discurso crítico y con alternativas factibles, hacia y desde las organizaciones internacionales, que las libere del monopolio de facto que sobre ellas ejercen las fuerzas conservadoras.

Además, hay otras organizaciones internacionales, con mayor trayectoria histórica y legitimidad democrática que las habitualmente citadas, cuyos mensajes son conscientemente amortiguados por gobiernos y medios de comunicación. Nos referimos particularmente a la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que, no olvidemos, es la organización decana del sistema de Naciones Unidas. La OIT está lejos de ser una organización transgresora. Su naturaleza tripartita (gobiernos, trabajadores y empresarios) garantiza la moderación de sus mensajes. No obstante, numerosos documentos estratégicos se ocupan de asuntos y adoptan perspectivas que contrastan con las prioridades mayoritarias, erigiéndose en sugerentes referencias.

Entre ellos destacaremos el recientemente publicado “Informe mundial sobre salarios 2012-2013” en el que denuncia que los salarios reales medios son muy inferiores a los niveles previos a la crisis, especialmente en los países desarrollados. Cayeron el 3% en 2007 y el 2,1% en 2010. En 2011 crecieron un 1,2%, dato que se reduce al 0,2% mundial si excluimos las subidas experimentadas en China.

Las variaciones entre distintas regiones han sido importantes. Mientras en los países desarrollados los salarios reales han sufrido una doble reducción, en América Latina y el Caribe han experimentado ligeros crecimientos, y más acusados en Asia. Estas diferencias se incrementan si analizamos el crecimiento acumulado entre 2000 y 2011.

Tomados de forma global, los salarios reales aumentaron casi un 25% en ese lapso de tiempo. Regionalizando los datos comprobamos que en Asia subieron casi un 100% mientras que en los países desarrollados apenas lo hicieron un 5%. En los países de Europa del Este los salarios se triplicaron, lo que hay que contextualizar en su acceso a la economía de mercado.

A pesar de estas subidas las diferencias salariales continúan siendo muy importantes entre países desarrollados y en desarrollo. Un trabajador industrial filipino percibió en 2010 1,4 dólares por hora trabajada, un brasileño 5,4 dólares, un griego 13, un estadounidense 23,3 y un danés 34,8 dólares.

España, con 14,53 dólares/hora, se situó en 2010 en la cola del pelotón de los países desarrollados, detrás de, al menos, otros 18 países como Israel (15,28), Nueva Zelanda (17,29), Japón (18,32), Italia (18,96), Reino Unido (21,16), Holanda (23,49), Canadá (24,23), Alemania (25,8), Irlanda (26,29), Australia (28,55) o la ya citada Dinamarca (34,8). Este dato pone en cuestión la estrategia basada en la devaluación salarial como factor fundamental de incremento de la competitividad.

El descenso de los salarios reales no puede explicarse por una disminución de la productividad del factor trabajo. Por el contrario, entre 1999 y 2011 el incremento de la productividad laboral en los países desarrollados duplicó las subidas salariales medias. En EEUU, desde 1980, la productividad (excluyendo el sector agrícola) se incrementó un 85% mientras los salarios lo hicieron un 35%. En Alemania la productividad creció un 25% manteniéndose estables los salarios.

La reducción de los salarios reales, junto con el incremento de la productividad, se traduce en que las rentas del trabajo han disminuido en relación con los beneficios. No es un fenómeno nuevo, se experimenta en los países desarrollados desde hace tres décadas y sus raíces son múltiples. Entre ellas destaca un desarrollo tecnológico que destruye empleos cada vez más cualificados, la liberalización comercial o la financiarización de la economía. No obstante, me permito destacar otro elemento adicional que señala la OIT: la reducción de las rentas salariales también es debida a la disminución de la densidad sindical que erosiona la capacidad negociadora de los trabajadores frente a sus empleadores. El ataque a las organizaciones sindicales y a la negociación colectiva que, de distintas formas, se ha recrudecido en la mayoría de países tendría por objeto último la reducción del precio del factor trabajo.

El documento también advierte del error de presuponer que el recorte de los salarios puede transformarse en un incremento de las exportaciones que mejore la balanza de pagos por cuenta corriente. Los países no pueden convertirse todos simultáneamente en exportadores pero los recortes salariales generalizados garantizan la depresión del consumo interno. Caer en una competición entre países para ver cuál consigue reducir más sus salarios reales sólo lleva a minar la demanda agregada.

Y es de agradecer que la organización no sólo ponga en cuestión los recortes salariales desde una perspectiva de eficiencia económica sino que también introduzca variables morales. Así advierte de un creciente sentimiento de injusticia entre los asalariados ante el desigual reparto entre capital y trabajo de la riqueza generada. Sentimiento alimentado por la creciente polarización entre unas retribuciones minoritarias muy elevadas y unos salarios que, en número creciente, no permiten superar el umbral de la pobreza.

La OIT se atreve a formular algunas alternativas. Entre ellas, no entrar en un círculo infernal de reducciones salariales –señalando explícitamente a los países de la Eurozona– y alerta de los peligros de imponer políticas de austeridad con la oposición de los interlocutores sociales. Por el contrario, exhorta a los países con superávit por cuenta corriente y con altos niveles de productividad a incrementar sus rentas salariales así como promover la adopción de salarios mínimos que garanticen niveles de vida decentes.

Por último, indica que la lucha contra la crisis no pude descansar sólo sobre políticas de mercado de trabajo. De esta forma propone que el sector financiero canalice sus inversiones hacia actividades productivas sostenibles, que se reequilibre la carga fiscal sobre los salarios en relación con las rentas de capital y que se mejoren los sistemas de protección social –especialmente en los países en desarrollo– con especial atención al incremento de la formación.

En suma, la OIT nos describe con rigor lo que ya avanzaban diferentes indicadores e intuíamos todos: la crisis se está traduciendo en un gigantesco trasvase de rentas desde los salarios a los beneficios, el mundo es más desigual y más injusto, hay una inmensa mayoría que pierde y una exigua minoría que gana. Ya lo dijo Warren Buffet, una de los mayores financieros del mundo: “la lucha de clases existe… y la estamos claramente ganando”.

Concluiremos con una pequeña referencia histórica. En octubre de 1919 se reunió en Washington la primera conferencia de la OIT. La asamblea expresó su rechazo a que la introducción de la jornada diaria de 8 horas y la semanal de 48 se utilizaran como pretexto para bajar los salarios. Cada cual que exprese sus sentimientos que, con toda probabilidad, oscilarán entre la melancolía y la indignación.

Los salarios pagan la factura de la crisis mundial