jueves. 25.04.2024

En vísperas de la primera reunión del G-20, que tuvo lugar en Washington en noviembre de 2008, a menos de dos meses de la quiebra de Lehman Brothers, el suceso que desencadenó la mayor crisis financiera desde el crack del 29, varios líderes europeos se felicitaron de lo que parecía un aspecto positivo de una pavorosa situación. Durante década y media de crecimiento al parecer imparable de la economía mundial, la economía había tratado a la política como su pariente pobre. El discurso mediático era que los estados soberanos lo eran ya menos porque tenían que plegarse a las exigencias de la globalización para garantizar a sus ciudadanos un aceptable nivel de vida. Gurús como Alan Greenspan, desde la presidencia de la Reserva Federal estadounidense, proclamaban a los cuatro vientos la buena nueva de la desregulación, lo que era equivalente a cuanta menos intervención pública, mejor. En resumidas cuentas, los políticos habían tenido que tragar quina por un tubo, como quien dice. Pero, héteme aquí que la crisis de 2008 venía a demostrar que los mercados, dejados a su actuación espontánea, conducen al desastre y que la política volvía a ser, una vez más, necesaria para reconducir la situación.

Tres años después, aquí estamos. Más viejos, con menos ilusión, más cansados. Los estadistas mundiales no han sido capaces de reformar el orden económico mundial, como se habían propuesto; ni siquiera han podido abordar el caso, singular y bien identificado, de los «paraísos fiscales», que parecía una víctima propiciatoria del ardor reformista. Absolutamente nada, de nada: eso es lo que se ha hecho. Es más bien al revés. Las políticas de consolidación fiscal, en las que ciertos tecnócratas han vuelto a revelar su pericia para teledirigir a los políticos, representan un regreso conceptual a la época prekeynesiana. Y no es que se trate de propugnar políticas keynesianas. Me refiero a lo absurdo de pretender que el keynesianismo sólo fue un error, que no hemos aprendido nada en los últimos ochenta años, que hay que volver a los dogmas – como el presupuesto equilibrado – de finales del siglo XIX. Y no voy a decir que todas las intuiciones políticas de estos tres años han sido equivocadas o fútiles. La idea, por ejemplo, de que el monetarismo de la era de la globalización, digamos de 1991 a 2007, con su expansión monetaria asociada a la financiación de grandes déficits públicos, era un keynesianismo disfrazado de neoliberalismo, es rigurosamente cierta. Pero eso es una cosa, y otra muy distinta rechazar el keynesianismo en bloque. Entre otras cosas, porque rechazar el keynesianismo en bloque supondría rechazar la contabilidad nacional, que es hija de aquel pensamiento.

Si se piensa bien, las tribulaciones de Europa provienen de ese rechazo indiscriminado del keynesianismo, que lleva implícito el rechazo de la contabilidad nacional. Cuando se dice que la política debe mantener el equilibrio presupuestario, lo que – en una época en la que apenas se puede subir los impuestos – presupone la reducción del gasto público en lo que resulte necesario, se ignora que la reducción del gasto da lugar a la reducción de la producción agregada (PIB) y, como mínimo, al estancamiento del crecimiento. ¿Qué está pasando en España, sino eso? Mala contabilidad nacional, tal es la inspiración principal de las políticas de consolidación fiscal.

¿Qué habría que haber hecho, entonces? La alternativa parecía la política keynesiana «pura», es decir, ingenua. Es la que acometió el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero desde finales de 2008 a comienzos de 2010. La voluntad política era sostener la actividad y el empleo manteniendo o incluso expandiendo el gasto público (el famoso «plan E» y el estímulo al sector de la automóvil). El plan fracasó estrepitosamente, y se puede considerar como el origen de gran parte de los problemas financieros actuales. Y fracasó porque una política así no es keynesiana más que en un sentido naif que transpira esta época de posmodernidad muchas veces estúpida. El único keynesiano que queda en el mundo, el premio Nobel Paul Krugman, lo planteó con claridad en una visita que hizo a España en febrero de 2009. Dijo que, para sostener el empleo, había que hacer dos cosas (dos, y no sólo una). Gastar más en el sector público, era una, y la otra, reducir precios y salarios en un 15%. En varios artículos que envié a la prensa en aquella época, traté de explicar la propuesta de Krugman, que estaba bajo el fuego cruzado de la derecha y la izquierda. Concretamente, propuse un pacto nacional – a la manera de los Pactos de La Moncla – para expandir el gasto y reducir los salarios, en un artículo que envié a El País en junio de 2009. A este insigne periódico le debió de parecer que la propuesta era demasiado extravagante, y declinó publicarla «por razones de oportunidad y espacio», según su fórmula habitual. En Comisiones Obreras estaban al tanto de mis ideas pero, prudentemente, evitaron comentarlas.

Podemos ver por qué Krugman y yo teníamos razón; sobre todo él, ya que yo sólo soy un intérprete. El problema de España no radica en el excesivo endeudamiento, ni público ni privado. Es verdad que tanto familias como empresas, y de resultas de ello, también los bancos, están todos bastante endeudados. Pero el problema sería menor si estuviéramos creciendo, digamos, al 2,5%. El problema es que no crecemos. Y no crecemos porque no hay crédito. Y no hay crédito porque el dinero escasea en España. Y el dinero escasea porque tenemos un agujero en la balanza de pagos. Es así de sencillo. En 2007 y 2008, la balanza por cuenta corriente española registró déficits récord de más de 100.000 millones de euros cada año. Unido al cierre de los mercados interbancarios internacionales, esa sangría obligó al gobierno a endeudarse rápidamente en el exterior para reponer el dinero perdido. En 2009, 2010 y 2011, se ha reducido considerablemente el volumen del déficit, pero no basta. El saldo exterior debe ser positivo, o continuará saliendo dinero del país, aunque sea más moderadamente; el estrangulamiento será más lento, pero no menos seguro. Y, para tener un saldo positivo, o sea, un superávit con el exterior, lo que hace falta es que los precios españoles vuelvan a ser competitivos. Desde nuestra entrada en el euro y hasta 2008, el IPC español subió alrededor de un 15% más que el de Alemania. En 2009, era necesario reducir los precios interiores al menos en esa cuantía para restaurar la competitividad perdida, y de ahí la cifra de Krugman. Esta política de rentas tenía que haber complementado la política de gasto, para no acabar como hemos acabado.

Ahora, con casi total seguridad, volverán las ideas sobre un gran pacto de Estado para reducir los salarios, con la vista puesta en provocar lo que llamo una deflación controlada. Pero, si eso se hace sin una paralela expansión del gasto público, nos habremos ido al extremo opuesto, previsiblemente, con tan malos resultados como en el pasado. Pues la deflación reducirá la recaudación tributaria, lo que aumentará el peso de la deuda, tanto pública como privada, con el exterior. Y, por otro lado, ¿de dónde vamos a sacar recursos para financiar una nueva expansión del gasto, si nuestro crédito exterior se encuentra agotado? Empieza a ser tarde ya para casi todo.

La voluntad política no es suficiente