Viaje al centro de mi primer televisor

Mi amigo Raúl tenía una especial gracia para imitar el acento caribeño  de los actores de doblaje de las series más populares de la época: Los Intocables, Bonanza, Rín tín tín...

Evocando a Piazzola, las mañanitas de Barcelona tienen ese qué sé yo, viste, salís de tu casa, enfilás el Paralelo, el primer café en un paqui que se titula “el leonés”, frente por frente a las históricas tres chimeneas de la Canadiense, que perviven como monumento industrial de la Barcelona de hace un siglo.

Si entorno los ojos y viajo a un pasado en el que estuve a mi modo, puedo oír los cánticos y las consignas que coreaban los obreros revolucionarios anarcosindicalistas camino del Pueblo Seco, del Pueblo Nuevo, del Clot, para extender la huelga de la Canadiense a toda Barcelona, a toda Catalunya, a toda España, en forma de una huelga general revolucionaria, y de ahí al paraíso proletario en la tierra … y puedo oír también al inolvidable Salvador Seguí, “Noi del Sucre”, asesinado unos años después por pistoleros patronales, decirles a los obreros en una plaza de toros abarrotada hasta la bandera, “Companys, començar la vaga va ser mes o menys fácil … ara toca saber posar fí , valorar els exits i conquestes concretes d´aquuesta vaga, valorar i agrupar forçes per la propera batalla, perque totes les batalles deuen acabar amb una treva fins a la propera i la darrera en la que on s´ho jogaren tot …

(No es la literalidad de lo que dijo Salvador Seguí en aquel histórico discurso en  la plaza de toros Monumental de Barcelona -ahora ya no hay ni toros ni discursos como aquel- para poner fín a la huelga de La Canadiense ante un auditorio que creía en gran medida que las huelgas no debían acabar nunca más que con todos los huelguistas encarcelados o muertos por la represión militar o patronal o con la toma del poder por los huelguistas iniciales  y los que se fueran sumando. De los errores ortográficos y sintácticos soy el único culpable; el “Noi del Sucre” no tiene nada que ver.

Abro los ojos, vuelvo al hoy, no son siquiera ni las 10 de la mañana, el sol permite respirar aún, apuro el cortado y el croissant, y enfilo hacia la parte alta de la ciudad, por encima incluso de la Sagrada Familia. Tengo que resolver un diferendo con Avianca, derivado del forzoso aplazamiento de mi viaje a Colombia, para atestiguar in situ esta apasionante etapa sin precedentes que se inicia allí, y recomponer el tiket y las fechas para un viaje próximo, porque aplacé no suspendí. Lo encarrilamos razonablemente.

Queda mucha mañana todavía, la brisa alivia el impacto del sol y decido volver a casa caminando, doce o catorce paradas de metro, poco más de una hora. Pillé unos kilillos en Soledades y no me vendrá mal. Voy bajando de calle en calle, Rosellón, Provenza, Mallorca, Valencia, Aragón, y atrochando siempre en diagonal. 

En Bailén, entre Gran Vía y Caspe, como a mitad de trayecto, me apetece un respirito y entró en un sitio que desde fuera se ve acogedor, espacioso, con poca gente, moderno y juvenil pero sin estridencias. En efecto, el espacio es perfecto, fresquito pero aparentemente sin refrigeración artificial, casi nadie dentro, están fuera en la terraza. Una muchacha muy atenta se hace cargo de mi cortadito y me instala la conexión wifi del local en mi móvil -izacoffe2022- , atiendo algunos mensajes, hago una llamada, cuelgo en Facebook algún flash creo que dándole caña a esta compañía deleznable que es Ryanair y a alguna de las últimas cagadas de los voceros veraniegos del PP y a la miserabilidad de esta tía, presunta delincuente común, que llaman la giganta independentista.

Dice Cesar Isella, “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida …”, y es lo que más me gusta desde hace ya unos años. Claro que Raimon, otro gran amigo sin él saberlo, dice, “et creus, oh, miserable, que el temps ja no existeix …”, y es lo que más me jode desde hace ya unos años

Vuelvo a evocar a Piazzola: Enfilo para el baño que, sorpresivamente, está al fondo a la izquierda, y de repente aparece él, mezcla rara de sarcófago faraónico y de artefacto televisivo de finales de los 50. Instintivamente agarró el teléfono y le hago fotos. Una mujer que procede de la cocina, le hago notar que es argentina en cuanto abre la boca, y le confieso sin tregua que ese televisor es idéntico al primero que entró en casa. Y me despachó a gusto sin conocerla:

La primera vez que yo vi la televisión debía tener 9 ó 10 años, no más. Fue en el seminario de Barcelona a donde nos llevaron de excursión los gabrielistas (hay que joderse el destino recreativo y estimulante para los niños). Todo el mundo estaba embobalicado aunque era una caja chica y en la pantalla no se veía más que una foto fija de las fuentes de Montjuich, muy brillante, eso sí. Poco después, el mítico Tito Pepe, el querido pariente con posibles, compró un televisor que tenía en la casa de la calle Balmes de Artigas, tal vez el único o de los muy pocos que había en el barrio.

Emitían desde los estudios de Miramar un rato por la tarde, y había muchas interrupciones que las suplían con la foto fija de las antedichas fuentes monumentales. Salía mucho un tal José Luis Barcelona y otro tal Federico Gallo -este último me entrevistó alguna vez ya en Democracia-, hablaban de cosas que no entendía ni me interesaban nada, o entrevistaban al alcalde Porcioles, que citaba mucho a Franco, pero a mí plim porque yo no era ni antifranquista; eso sí, el caudillo  era ideal para los chistes y las risas porque era bajito, rechoncho y hablaba con voz de mariquita; ya se sabe de la crueldad de los niños. También ponían bailes regionales, jotas de preferencia; sardanas creo que no ponían. Y aquello tenía un mérito enorme porque era en vivo y en  directo. Imagino que alguna interrupción no sería por razones técnicas sino para subsanar alguna cagada del locutor o la jotera.

Pero daba lo mismo. La fascinación, la magia, el embeleso casi infantil era independiente  de lo que estuvieran echando. Todo lo provocaba el hecho mismo de estar delante del televisor, de aquella pantalla chica con aquella panza enorme. El sentimiento era o hubiera sido el mismo con el televisor apagado. Pero también una cierta amargura: A la casa de la calle Chile, donde vivía yo, no entraría nunca un aparato como aquel que me producía tales emociones. Era imposible aunque yo no sabía muy bien por qué.

Y entró, entró, ya lo creo. Entré en la casa camino de la cena, crucé en diagonal una especie de recibidor, e irrumpí en el comedor. Y allí estaba Él, encima de una mesita ad hoc que parecía un altar, como un dios pagano. Y en torno a él más que de frente estaban todos: La mamá Isabel, que tenía cara de estupor porque pensaba que el señor que había en la tele era de verdad y nosotros sin parar de hablar o enredar; mi madre, su hija pequeña, que era su escudero y su muro de las lamentaciones a la vez (en una ocasión, la mamá Isabel se quejó amargamente a mi madre porque mis hermanas le hacían trastadas y eran descreídas, “Angeles, hija mía, que va a ser de mí cuando tú faltes con el trato que me dan estas galopinas …”  Mi madre se quedó a cuadros ante la perspectiva de que su madre la sobreviviera). Estaban también Isabelita y Angelita, puntales de aquel empeño familiar desde muy niñas. Y, por último, los mellizos que no tendrían más de 4 ó 5 años; el varón, que le contaba los pelos al diablo con poco más de 1, -Anita era dulce y sosegada- se acercaba al televisor con un impulso irrefrenable de curiosidad y temor; al menor gesto de tocarlo su madre, que era también la mía, lo inmovilizaba en seco con un germánico “Juanico, ni se te ocurra, que te tiemplo”. Mi padre nunca cenó en casa, ni tuvo apenas sobremesa en el almuerzo. El cine Ducal arrancaba a las 4 y había semanas que acababa pasada la una de la madrugada.

Qué día aquel. Que subidón. Temblaba sólo de pensar que en el colegio podría alternar con los compañeros que tenían televisión y en el recreo contaban lo que habían visto el día antes. Mi amigo Raúl tenía una especial gracia para imitar el acento caribeño  de los actores de doblaje de las series más populares de la época: Los Intocables, Bonanza, Rín tín tín, un perro alistado en un regimiento de caballería norteamericano en la época de la guerra de secesión y el exterminio de los indios … En Soledades tuvieron un perrillo más listo que el hambre, aunque sin pedigrí alguno, y mi padre le llamaba indistintamente Rin tín tín o torrebruno.

Menos mal que entonces no había infartos ni cosas de esas, ni sabíamos lo que eran, porque si no sucumbimos todos de la emoción ante aquel sueño realizado, en una época que no era habitual que se cumplieran los sueños, más bien lo contrario. Fue una gran sorpresa, construida por mi madre y mi padre sin que lo supiéramos. El televisor no tenía marca, lo había fabricado a mano un muchacho del barrio que era un fenómeno y así salía más barato. Con todo y con eso costó 11.000 pesetas, que eran el equivalente a casi un año de salario de un peón de albañil o un aprendiz de tornero. Mil gracias.

El sitio donde me encontré con el televisor gemelo al primero, más de 60 años después, se llama Iza Coffee, en Bailén entre Gran Vía y Caspe, como les dije, a la puerta creo recordar que había un letrero grande que ofrecía un menú a base de empanadas argentinas y cerveza a 9 euros. Volveré porque esas empanadas son de verdad y las comeré frente a la tele que echará para mí, y sólo yo lo veré, andanzas  de un Eliot Ness con acento caribeño o a los coros y danzas del sindicato textil bailando “Los sitios de Zaragoza".

Dice Cesar Isella, “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida …”, y es lo que más me gusta desde hace ya unos años. Claro que Raimon, otro gran amigo sin él saberlo, dice, “et creus, oh, miserable, que el temps ja no existeix …”, y es lo que más me jode desde hace ya unos años.