viernes. 19.04.2024
Aquiles premia a Néstor.  J.D. Court 1796-1865. Rouen
Aquiles premia a Néstor.  J.D. Court 1796-1865. Rouen

Ponce de León quiso encontrar un manantial cuyas milagrosas aguas granjearan el seguir siendo eternamente joven, pero no encontró esa maravillosa fuente. En su Fuente de la juventud Cranach el Viejo la imagina como un estanque cuyo baño torna jóvenes a las ancianas que, al salir del mismo, una vez convertidas en seductoras damiselas, cortejan a unos varones que creen rejuvenecer al conquistarlas. Falta saber si se pueden bañar más de una vez y hasta cuándo pueden proseguir con sus romances los atildados caballeros que las galantean al salir del baño. Pero de alguna manera juventud e inmortalidad no suelen disociarse, como si fueran las dos vertientes de un rostro jánico.

En la infancia nadie muere a nuestro alrededor y uno mismo es inmortal hasta que le hacen cobrar conciencia de lo contrario. Al comprender que nuestros juegos pueden tener un final el mundo se desmorona, pero tardamos muy poco en recuperarnos con las cuitas propias del adolescente y el apogeo de la primera juventud. En esa época nos preocupamos poco del cuerpo dada su portentosa capacidad para recuperarse de cualquier exceso y sobreponerse al sufrimiento físico. Nada nos hace temer la muerte. Aunque sepamos de su existencia, damos en aplicar ese precepto epicúreo que aconseja no temerla, puesto que nunca coincidiremos con ella y no la sentiremos cuando comparezca nuestro propio final.

Nuestra mortalidad es el origen de todas las preguntas filosóficas, e igualmente de todas las manifestaciones religiosas

Con todo, nuestra mortalidad es el origen de todas las preguntas filosóficas, como bien explica Fernando Savater en su Diccionario. E igualmente de todas las manifestaciones religiosas. ¿Qué sería de la religión si no prometiera una u otra clase de inmortalidad? Nuestro cuerpo envejece, mas no así lo que se ha solido llamar alma. Es más, el alma se liberaría con la muerte de su prisión corporal y habitaría entonces otro mundo, ya sea de las ideas o alguno de los paraísos descritos por las mitologías antiguas y modernas. A ellos llegaremos en función de nuestras obras y con arreglo a nuestros credos. Hay un Juicio Final para entrar en el Reino de los Cielos, pero también el Valhalla tiene sus requisitos de acceso y eso vale para cualquier otro paraíso imaginable.

Bajo el nombre de karma nuestras acciones determinan en que nos reencarnemos. A Schopenhauer le chiflaba que una mujer debía inmolarse varias veces en la pira funeraria del marido para reencarnarse varón y ascender en la escala. Lo curioso es que para el budismo la meta sea no volver a reencarnarse. Mientras tanto el modo de mitigar el sufrimiento sería no rendirse al deseo. Para Pitágoras las almas transmigraban hacia un mundo superior y finalmente retornaban a un alma universal. En realidad estamos familiarizados con este ciclo, porque no tenemos recuerdos previos al nacimiento y morir supone algo similar a despertarse del sueño de la vida o, más bien, a dormirnos para siempre.

La inmoralidad se declina de muchas maneras. Erigimos monumentos para unos gobernantes cuyo recuerdo se disipa muy pronto. Algo más dura el de quienes contribuyen a incrementar nuestro patrimonio cultural con su arte y sus ideas. El de nuestros allegados también es efímero y no suele sobrevivir más de dos o tres generaciones. Nadie sabe lo que le tiene reservado la posteridad, sobre todo si a este le da por aplicar sus cánones y no respetar las contextualizaciones históricas. Aprender del pasado no es reescribirlo al gusto de uno, aunque ahora se haga esto mismo incluso con lo recién acaecido gracias a los peregrinos hechos alternativos.

El transhumanismo viene a prometernos una inmortalidad laica. Se confía en que los avances científicos puedan detener e incluso revertir el deterioro de nuestras células y la degeneración de nuestras neuronas. Hay quien decide criogenizar su organismo en un futuro donde sus dolencias puedan ser combatidas. Con esto nos han familiarizado las películas de ciencia ficción en los viajes interestelares. Hay que despedirse de familiares y amigos, porque seguirán envejeciendo mientras viajamos por el espacio sideral y nunca les volveremos a ver.

Al imaginarnos inmortales nos vemos disfrutando de una exultante madurez y sin padecer ningún tipo de menesterosidad. Nadie piensa en Sísifo ni Tántalo, condenados a castigos eternos por los dioses. Ni por supuesto querría para sí la suerte corrida por Titono, cuya deslumbrante hermosura hizo pedir a su novia que Zeus le hiciera inmortal olvidándose de preservar su juventud. Su galán envejeció sin remedio y sin que nada pusiera término a ese proceso. Siempre me he preguntado cómo resucitarán los católicos muertos nada más nacer o fallecidos con más de cien años. Nunca se concreta este pequeño detalle.

La empatía es fruto de nuestra fragilidad y cabe sospechar que nuestra solidaridad no se cotizaría demasiado en una sociedad compuesta por seres inmortales

A decir verdad, quienes apuestan por la inmortalidad en este valle de lágrimas acaban reconociendo que aspiran a una vida larga. Cumplir siglo y medio sin achaques les parece algo que la ciencia podría procurarnos dentro de unas pocas décadas. Esa longevidad ya la ha procurado el vivir mejor entre quienes pueden permitírselo. Vivir apaciblemente sin sobresaltos con buenos alimentos y practicando algún ejercicio es algo descubierto hace mucho. Ahí está la dieta mediterránea o la meditación oriental para recordárnoslo. Nuestros abuelos eran muy mayores con sesenta y ahora hablamos de madurescencia para coronar una juventud prolongada.

Sin embargo, este tipo de vida no está disponible para la mayoría, como muestran las estadísticas relativas a esperanza de vida en unos u otros lugares. La empatía es fruto de nuestra fragilidad y cabe sospechar que nuestra solidaridad no se cotizaría demasiado en una sociedad compuesta por seres inmortales. El milagro de la vida tiene mucho que ver con sus etapas. Resulta difícil elegir una edad a la que quisiéramos volver. Incluso la vejez tiene sus cosas buenas y el saber que la película tiene un final nos hace vivirla con una mayor pasión. Otra cosa es eliminar el dolor y paliar el sufrimiento que conlleva nuestro deterioro, prolongando nuestra longevidad para disfrutar cuanto más tiempo mejor siempre que sea de calidad. Porque no existimos para estar de cualquier manera y a toda costa, sino para ser y devenir.

Enamorada de Odiseo, para retenerlo a su lado, Calipso tentó a Ulises con la inmortalidad, sin olvidar prometerle seguir siendo eternamente joven. Pero el héroe de la Odisea prefirió volver a su casa, para vivir sus últimos años junto a Penélope y Telémaco. Eternamente jóvenes quedarían siendo para siempre Héctor y Aquiles, muertos en plena juventud. Nadie se acuerda sin embargo de Néstor, quien según la Ilíada era tan ingenioso como Ulises y estaba en plena forma pese a su avanzada edad. Tras participar en la guerra de Troya Néstor volvió a su casa sin contratiempos y llego a ser el suegro del hijo de Ulises.

Es muy probable que, si lo pensamos bien, envidiemos la suerte de Néstor, quien disfrutó de su hogar durante mucho tiempo antes y después de sus heroicas aventuras, llegando a cumplir muchos años en plena forma física y mental. Pero quizá también imitáramos a Ulises y, de dársenos la opción, renunciáramos a la inmortalidad e incluso a permanecer eternamente jóvenes, lo que nos impediría poder envidiar a Néstor.  

¿Seguro que nos gustaría ser inmortales?