jueves. 02.05.2024
“La batalla de Tetuán”, Marià Fortuny, MNAC

El porqué

Decía Adorno que un ensayo (en su sentido semántico más fuerte: un intento de incierto resultado) responde a dos fuerzas complementarias. Una empuja, y es el porqué de ese intento, y la otra arrastra, y es el para qué. Pero en una reflexión ensayística no cabe -no debe haber- ni un principio inapelable y metafísico ni tampoco un final último y fijado (“Ni construye sus conceptos a partir de un principio, ni redondea constituyendo un final”).

Todo lo contrario. El autor debe empezar “por aquello de [lo] que quiere hablar” y acabar cuando “siente que ha llegado al final y no cuando ya no queda nada por decir” (L’assaig com a forma, 1958, Breviaris, ed PUV, Valencia, 2004 -la traducción del catatán es nuestra).

Adorno, citando a Lucáks, recuerda la humildad del ensayo como forma literaria (“El ensayo habla siempre de una cosa preformada o en el mejor de los casos de una cosa preexistente; es propio, entonces, de su esencia no sacar jamás cosas nuevas de un vacío”), y advierte de que su manera de proclamar la verdad, atado como está a lo ya dicho, es tan sólo reordenar lo que ya ha sido dicho para así extraer otra legibilidad.

Cualquiera de estos cinco libros, lista que no pretende ser ni un canon ni tampoco exhaustiva, nos podría servir como feliz baluarte contra el falso romanticismo de la guerra

Será esa vis reconstructora, más que creadora, la que parece guiar a Svetlana Aleksiévich en la elaboración de sus textos, pues en ellos se da que “los elementos disgregados y separados se unen y se vuelven legibles” (ibid), exigiendo del lector “aquella espontaneidad” (ibid) esforzada y cooperativa con la que se podrán crear, ahora sí, nuevas interpretaciones.

Éste es el porqué: porque todos sus libros gritan ¡No a la guerra!

Odia la guerra, compadece al combatiente

He escrito cinco libros, pero siento que todos son uno solo, un libro sobre la historia de una utopía [...] Estoy interesada en la gente pequeña. La pequeña gran gente —es como yo lo pondría—, porque el sufrimiento engrandece a las personas. En mis libros, estas personas cuentan sus propias pequeñas historias [...] Recuerdo un lamento femenino frecuente: “Después de la batalla, caminas por el campo, sientes lástima por todos ellos, de ambos lados”. Fue esta actitud: “Todos ellos, de ambos lados”, la que me dio la idea sobre lo que trataría en mi libro: la guerra no es más que matar. Así es como se ha registrado en la memoria de las mujeres [...] Nuestros periódicos simplemente escriben sobre lazos de amistad instaurados por los soldados soviéticos. Hablo con los chicos [...] Ellos sinceramente soñaban con ayudar al pueblo afgano a construir el socialismo [...] Una joven mujer afgana se acercó a mí, con un niño en los brazos [...] le entregué al niño un juguete, que tomó con los dientes. “¿Por qué los dientes?”, pregunté sorprendida. Ella retiró la manta de su pequeño cuerpo; el niño había perdido ambos brazos. “Fue cuando los rusos bombardearon” [...] En algún lugar en medio del cementerio, una vieja mujer afgana estaba gritando. Recordé el aullido de una madre en un pueblo cerca de Minsk cuando llevaron un ataúd de zinc a la casa. El grito no era humano o animal… Se parecía a lo que escuché en el cementerio de Kabul…” (Retazos del discurso de Svetlana Aleksiévich al recoger el Premio Nobel de Literatura de 2015)

Pilar Pastor, en el ensayo “Svetlana Aleksiévich: una voz para mil voces” (Claves, núm. 283, enero 2023) señala que «el jurado [del Nobel] motivó su elección “por su escritura polifónica, un monumento al sufrimiento y al valor en nuestro tiempo”».

Sus libros, cuya técnica se conoce como “narrativa documental”, están construidos alrededor y en base a las historias relatadas en primera persona por los actores supervivientes (sean las propias personas, sean sus familiares, especialmente madres y esposas). Narraciones de personas comunes, con palabras comunes, ideas comunes. Y vivencias extraordinarias.

Y en esa escritura polifónica las mujeres adquieren un papel primordial para entender la guerra, pero no con una mirada heroica (“No se trataba de héroes”, explica la propia autora, “No se trataba de un grupo de personas que matan heroicamente a otro grupo de personas [...] ¡Yo no estaba buscando héroes! Estaba escribiendo la historia a través de las historias de testigos y participantes inadvertidos. Nunca les consultaron nada.”), sino como “la historia de hombres y mujeres en guerra”.

Y ahí la memoria de las mujeres, ya sea como agentes (“Casi un millón de mujeres combatió en las filas del Ejército Rojo durante la segunda guerra mundial, pero su historia nunca ha sido contada. Este libro reúne los recuerdos de cientos de ellas, mujeres que fueron francotiradoras, condujeron tanques o trabajaron en hospitales de campaña. Su historia no es una historia de la guerra, ni de los combates, es la historia de hombres y mujeres en guerra”, La guerra no tiene nombre de mujer), ya sea como pacientes (las madres y esposas de Los muchachos de zinc) nos obliga, nos fuerza a conocer la guerra bajo esa otra mirada, cruel, doliente, pero también tierna y compasiva, con la que, esforzados y cooperativos, sus lectores crearemos nuevas interpretaciones.

La mirada de Aleksiévich es cruel y compasiva, su método de narrativa documental está alejado de cualquier ideología, alejado de cualquier interés que no sea el de dar la voz a sus entrevistados para explicarse. Y no por objetiva esa narrativa es menos angustiosa o menos punzante. Ni evita que se nos muestre cuan contradictoria puede llegar a ser nuestra posición ante la guerra ¿Podemos de verdad odiar la guerra y no odiar a los combatientes, aún que sean invasores?

Todos debemos pedir perdón a los muchachos que murieron engañados en esa guerra inútil, a sus madres engañadas por las autoridades, a los que regresaron con sus cuerpos y almas mutilados. Tenemos que pedir perdón al pueblo de Afganistán, a sus niños, a sus madres, a sus ancianos, por haber traído tanta desdicha a su tierra… A. Masiuta, madre de dos hijos, mujer de ex soldado internacionalista, hija de un veterano de la Gran Guerra Patria” (Svetlana Aleksiévich, “Los muchachos de zinc”)

Y en sus textos aún se cuela una segunda pregunta ¿Podemos compadecer a los combatientes, aún siendo invasores, y no odiar a quien los envió bajo el señuelo de una mirada romántica y heroica de la guerra?

La batalla de Tetuán. Marià Fortuny MNAC

El límite de la compasión (ayer en Afganistán, hoy en Ucrania)

Me pregunto: «¿Realmente tenía que escribir Svetlana Aleksiévich sobre las atrocidades de la guerra [de Afganistán]?». ¡Sí! Y una madre, ¿tiene que defender el honor de su hijo? ¡Sí! Y los «afganos», ¿tienen que defender la honra de sus compañeros? Otra vez: ¡sí!

Es evidente que en cualquier guerra un soldado comete pecados. Pero [...] debe haber una salida humana que consiste en que las madres siempre tienen razón en su amor hacia sus hijos; los escritores siempre están en su derecho a contar la verdad; los soldados siempre tienen razón mientras los vivos defiendan a los muertos [testimonio de Pável Shetkó, ex «afgano»](Svetlana Aleksiévich, “Los muchachos de zinc”)

Concepción Arenal sostenía «Odia el delito y compadece al delincuente». Y no pensamos que sea casualidad que, de los libros que Svetlana Aleksiévich escribió sobre la guerra y sus actores, se pueda extraer similar conclusión. De la guerra dice expresamente: “yo odio la guerra, odio la idea en sí de que una persona tiene algún derecho sobre la vida de otra persona.”. Y del extraordinario carácter compasivo de su pensamiento para con los que, más o menos voluntariamente, participan en ese horror, el grupo de Escritores excombatientes de la Gran Guerra Patria da fe cuando remarca cómo retrata a “los soldados «afganos», aquellos muchachos sobre los que con tanta comprensión, tanta compasión y con tanto corazón ha escrito Svetlana Aleksiévich.” (citas extraídas del libro “Los muchachos de zinc”).

¿Por qué no es casualidad que Arenal y Aleksiévich distingan entre acción y agente? No por ninguna esencia de ser mujer, sino por su existir como mujer. Es decir, no sostenemos que la mujer, por ser mujer, tiene un algo esencial (afirmar tal cosa nos parece directamente sexismo), sino porque en esta sociedad su existir, su vivir coartado, limitado inicuamente por su condición de mujer, tal vez les permita acceder de forma más inmediata, seguramente más intuitiva, a una cierta realidad, cuya visión parece que se nos oculta al común de los hombres, aprehendiendo un íntimo saber que les permite afirmar “odia el mal, compadécete del malvado”.

Pero para Aleksiévich la compasión tiene un límite, y este límite la escritora lo marcó tanto en la guerra provocada por la invasión de Afganistán (“Detrás de las espaldas de las madres veo las hombreras de los generales. Los generales regresaban de la guerra con Estrellas de Héroes y con grandes maletas llenas de trastos. Una de las madres, hoy está presente en esta sala, me contaba que le devolvieron un ataúd de zinc y un pequeño maletín, dentro había un cepillo de dientes y unos calzoncillos. Era todo lo que su hijo trajo de la guerra”, Los muchachos de zinc), como en la guerra que con rabiosa actualidad impera en nuestra vida, la invasión de Ucrania, apuntando como no merecedor de compasión alguna a quien obliga a los ciudadanos a no pensar («la propaganda del régimen ruso en los últimos diez años ha provocado una suerte de “delirio” a los ciudadanos: “La gente ha dejado de pensar”», “la gente que va a la guerra [con Ucrania] es despedida por los ciudadanos como si se fueran a cumplir con su deber, e incluso los curas la presentan como una guerra sagrada”), a ser verdugos de los otros y también de los propios (“La gente joven no quiere ir a la guerra, y sus padres les dicen que son unos traidores, que tienen que ir a la guerra y cumplir con el deber”, comentarios extraídos de diversas entrevistas a medios de comunicación españoles).

Aún hay algo más que la autora señala para igualar la invasión de Afganistán con la de Ucrania: en ambas guerras se utilizaron eufemismos para ocultar a la ciudadanía propia “el significado y la envergadura real de esa agresión ignominiosa” (Grigori Bailovski, excombatiente de la Gran Guerra Patria). En la primera, contingente limitado de soldados internacionalistas; en la segunda, operación especial. En las dos, que luchan por ayudar a un pueblo hermano, en aquella, para defenderlos del islam; en esta, del nazismo. En ambas, preservar las fronteras de la Patria contra la agresión de un enemigo exterior, ya sea en la frontera meridional, ya sea en la frontera occidental.

Dulce bellum inexpertis

"Viví en un país donde se nos enseñó a morir desde la infancia. Nos enseñaron la muerte. Nos dijeron que los seres humanos existen con el fin de dar todo lo que tienen, de agotarse, de sacrificarse." (Svetlana Aleksiévich discurso por el Premio Nobel de Literatura de 2015)

Hay varias formas de aprender la guerra. La peor, participar en ella.

La inmensa mayoría de los españoles hoy vivos tenemos la enorme suerte de no cargar en el debe de nuestra alma con esa horrorosa experiencia, y puede ser por eso que, aunque de distintas maneras, se cumpla a veces en nosotros el viejo adagio de Píndaro: “Dulce bellum inexpertis”, la guerra seduce a quienes no la han sufrido.

Hay otras maneras de aprender la guerra. Para el común de los mortales, leer libros es una de ellas. No cualquier libro, lo sabemos.

Stephen Crane (1871-1900) escribió El rojo emblema del valor (1896), un relato tan literario como realista sobre una batalla inventada de la guerra civil estadounidense. Crane no ahorra ningún horror al lector, ninguna perversidad. Nada hay de romántico en los acontecimientos y sí hechos y acciones que caen en lo repulsivo. Y sin embargo es capaz de describir con esa compasión de la que hemos hablado, y de forma verosímil, el cambio que padece el joven soldado, mostrando como su psicología muta de la consternación a un estado de frenesí violento, casi irracional. Crane, que no había tenido ninguna experiencia de guerra ni como actor ni como espectador, debe a su afilada imaginación y a documentación de terceros el verismo de su crónica, el espanto que destilan sus descripciones, el intenso miedo que actúa sobre los soldados, la dureza asesina del combate que su obra manifiesta; y también el compañerismo, el altruismo egoísta, la pena por el caído, la esperanza de volver vivo.

Hay otros grandes libros que nos permiten aprehender la guerra, como lo son sin duda Johnny cogió su fusil, Sin novedad en el frente, Vida y destino o Las benévolas, de Dalton Trumbo (1939), Erich Maria Remarque (1929), Vasili Grossman (1959) y Jonathan Littell (2006) respectivamente. Todas ellas son enormes, estruendosas y amenazadoras “pesadilla[s] que no ha[n] brotado de la memoria, sino de la bibliografía” (José Carlos Mainer, Babelia, El País, 27/10/07). Literatura de muy alto voltaje que nos obliga a mirar al abismo de lo humano, y como bien apunta Nietzsche, dejar a su vez que el abismo del hombre mire dentro de nosotros.

Cualquiera de estos cinco libros, lista que no pretende ser ni un canon ni tampoco exhaustiva, nos podría servir como feliz baluarte contra el falso romanticismo de la guerra. Pero los libros de Svetlana Aleksiévich tienen un plus añadido que los vuelve a la vez más cruentos y más enternecedores, y ese plus, esa mirada a la vez cruel y compasiva que nos coloca en el mismo centro del abismo moral, es la búsqueda de lo humano, de lo demasiado humano, que realiza la autora en las experiencias que le narran.

En lo que cuentan (¡tan a menudo!) sorprende la agresividad ingenua de nuestros chicos. De aquellos que hasta hace muy poco eran los estudiantes soviéticos del último curso. Lo que quiero conseguir de ellos es el diálogo del hombre con su hombre interior.

Y, sin embargo… ¿qué idioma hablamos con nosotros mismos, con los demás? Por eso me gusta el lenguaje oral, no le debe nada a nadie, fluye libremente. Todo está suelto y respira a sus anchas: la sintaxis, la entonación, los matices, y así es como se reconstruye exactamente el sentimiento. Yo rastreo el sentimiento, no el suceso. Cómo se desarrollan nuestros sentimientos, no los hechos. Probablemente lo que yo estoy haciendo se parece a la labor de un historiador, soy una historiadora de lo etéreo. ¿Qué ocurre con los grandes acontecimientos? Quedan fijados en la Historia. En cambio, los pequeños, que sin embargo son importantes para el hombre pequeño, desaparecen sin dejar huella. Hoy mismo un chico —no parecía un soldado, era frágil y de aspecto enclenque— me ha contado lo extraño y a la vez apasionante que es matar todos juntos. Y lo espantoso que es fusilar.

¿Acaso eso quedará en la Historia? Eso es a lo que yo me dedico desesperadamente (libro tras libro): a disminuir la historia hasta que toma una dimensión humana.” (Svetlana Aleksiévich. “Los muchachos de zinc”, prólogo)

Tras leer a Aleksiévich el viejo adagio de Píndaro debería declinarse así: “Dulce bellum stultorum”. Porque es de imbéciles dejarse seducir por la guerra.

Microhistoria y ¿memoria histórica?

No invento, no fantaseo, sino que construyo los libros a partir de la realidad misma. El documento es lo que me cuentan, el documento en parte, soy yo, la artista, con mi propia visión y percepción del mundo.

Yo escribo, anoto la historia del momento, la historia en el transcurso del tiempo. Las voces vivas, las vidas. Antes de pasar a ser historia, todavía son el dolor de alguien, el grito, el sacrificio o el crimen. Incontables veces me he hecho la pregunta: «¿Cómo pasar entre el mal sin aumentarlo, sobre todo hoy en día, cuando el mal adopta unas dimensiones cósmicas?». Antes de comenzar cada libro me lo pregunto. Esto ya es mi carga. Y mi destino.

Escribir es un destino y una profesión, aunque en nuestro desafortunado país es más destino que profesión.” (Svetlana Aleksiévich, “Los muchachos de zinc”)

Nuestra autora se define como “historiadora de lo etéreo”, con la voluntad de evitar que “los pequeños [acontecimientos], que sin embargo son importantes para el hombre pequeño, desaparezcan sin dejar huella...”. Según uno de los padres fundadores del concepto “microhistoria”, Giovanni Levi, “la Microhistoria es la historia general, pero analizada partiendo de un acontecimiento, un documento o un personaje específico. Haciendo una analogía, es como si se utilizara un microscopio; se modifica la escala de observación para ver cosas que, en una visión general, no se perciben.

Siguiendo a Adorno, en este punto pensamos que, por hoy, ya hemos llegado al final, pero bien sabemos que aún quedan cosas por decir

En este sentido, Aleksiévich tiene derecho a sentirse, podríamos decir, microhistoriadora de lo etéreo. Su narrativa documental la aleja tanto del periodismo documentalista como de los artículos de opinión o de la pura literatura («la calidad de la selección y las evaluaciones estéticas de los hechos vistos desde una perspectiva histórica amplían el carácter informativo de la narrativa documental y la sitúan fuera tanto del documentalismo periodístico (ensayo, notas, crónica, reportaje) y del periodismo de opinión, como de la literatura histórica [...] Minimizando al máximo la ficción, la literatura documental usa de manera singular la síntesis artística con el fin de “seleccionar los hechos reales que por sí solos tengan la capacidad de transmitir importantes cualidades sociales de la vida”», Kovalenko V. A., Academia de Ciencias de Bielorrusia).

Nuestra autora no usa en balde el adjetivo etéreo, tiene bien presente que la memoria es voluble e interesada: “Los que me han llamado a juicio abdican de lo que ellos decían hace unos años. En sus mentes ha cambiado el código, ahora leen el texto de antes de otra manera, a lo mejor incluso ni siquiera lo reconocen. [...] Recuerdo bien cómo era Inna Serguéevna Galovneva cuando nos conocimos, me enamoré de ella. Por su dolor, por la verdad. Por su corazón torturado. Pero hoy es una política, una persona oficial, la presidenta del club de las madres de los soldados caídos. Ya es otra persona, de la de antes solo le queda su nombre y el nombre de su hijo muerto.”.

Afirma el filósofo francés Pierre Nora que "no hay que confundir memoria con historia". “Memoria e historia”, prosigue, “funcionan en dos registros radicalmente diferentes, aun cuando es evidente que ambas tienen relaciones estrechas y que la historia se apoya, nace, de la memoria.[1]

En este punto, en la perentoriedad de abordar la fricción entre memoria e historia, en la necesidad de no caer en un oxímoron, es donde la narrativa documental de Aleksiévich despliega todas sus fuerzas y capacidades al exponer mínimamente literaturizados los hechos que conforman la microhistoria, lo que permite a la autora fijar con sus textos la memoria y desinstitucionalizar la historia[2].

El para qué

No podemos ganar sin la ayuda de Occidente y esperemos que esta vez Europa actúe con voluntad política. Porque esto de lo que estamos hablando no ocurre en un lugar lejano, no, está pasando aquí, en Europa. ¿Quién quiere una guerra civil en Europa? ¿Quién quiere semejante foco de inestabilidad y terrorismo?” (Svetlana Aleksiévich, XLSemanal, 27/02/2022)

Decía Edmund Burke que “Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada”.

Sostenía Kant en el s XIX que, para evitar las guerras entre potencias, es un quimera esperar que el equilibrio de poder sea la solución. La alternativa para Kant era “instaurar un Derecho internacional fundado en leyes públicas coercitivas a las que todo Estado habría de someterse.” (Teoría y práctica).

Si vis pacem, para legem. Atque ea etiam praeparat eos qui ea defendere debent.

Toda sociedad, y la de naciones no es una excepción, se basa en poder convenir el concierto de voluntades, concertación usualmente escrita en forma de leyes. Pero cuando esas leyes dejan de ser performativas, entonces la única ley que prevalece es la del más fuerte. Y podemos especular con qué ocurriría en otro universo posible, pero en éste, sin legislación y sin capacidad para aplicarla, no hay posibilidad de evitar la ley del más fuerte.

Aleksiévich, con evidente riesgo y asumiendo los costes, no sólo se posiciona con toda claridad contra Putin y su infame guerra, no sólo le señala y le acusa de ser la mezquina y criminal causa de tanta muerte en Ucrania, como acusó en su momento al Partido Comunista de la infamia criminal de Afganistán, sino que, dando fe de aquello que dice de sí misma (“Escribir es un destino y una profesión, aunque en nuestro desafortunado país es más destino que profesión”), desde abril del 2022 “recoge testimonios sobre los crímenes de guerra en Bucha (Ucrania) y llora cada día. (ABC)”.

Si creemos -y queremos- ser personas buenas que deseamos la paz y odiamos la guerra, debemos preparar las leyes, los contratos, los acuerdos y los pactos necesarios. Y también preparar a quienes tendrán que, de la ofensa de los fuertes, defender la paz, las leyes, los contratos, los acuerdos y los pactos.

Siguiendo a Adorno, en este punto pensamos que, por hoy, ya hemos llegado al final, pero bien sabemos que aún quedan cosas por decir.

Bibliografía Svetlana Aleksiévich

La guerra no tiene rostro de mujer, Ed. Debate, 2015

Los muchachos de zinc, Ed. Debate. 2016

Voces de Chernóbil, Ed. Penguin Random House, 2019

El fin del homo sovieticus, Ed. El Acantilado, 2022

 

[1]La memoria es el recuerdo de un pasado vivido o imaginado. Por esa razón, la memoria siempre es portada por grupos de seres vivos que experimentaron los hechos o creen haberlo hecho. La memoria, por naturaleza, es afectiva, emotiva, abierta a todas las transformaciones, inconsciente de sus sucesivas transformaciones, vulnerable a toda manipulación, susceptible de permanecer latente durante largos períodos y de bruscos despertares. La memoria es siempre un fenómeno colectivo, aunque sea psicológicamente vivida como individual. Por el contrario, la historia es una construcción siempre problemática e incompleta de aquello que ha dejado de existir, pero que dejó rastros. A partir de esos rastros, controlados, entrecruzados, comparados, el historiador trata de reconstituir lo que pudo pasar y, sobre todo, integrar esos hechos en un conjunto explicativo. La memoria depende en gran parte de lo mágico y sólo acepta las informaciones que le convienen. La historia, por el contrario, es una operación puramente intelectual, laica, que exige un análisis y un discurso críticos. La historia permanece; la memoria va demasiado rápido. La historia reúne; la memoria divide.” (Pierre Nora, La Nación, 15/03/2006).

[2]Porque la historia no puede ser dictada por los legisladores. Eso sucede sólo en los países totalitarios, no en una democracia. Si cada hecho histórico se vuelve intocable tras haber sido declarado por ley genocidio o crimen contra la humanidad, se está condenando a muerte la investigación histórica y, por ende, cristalizando la historia de una nación. Cuando, en 1990, se comenzó a discutir la ley Gayssot, yo me opuse. Por entonces trabajaba sobre la memoria y, a pesar de las buenas intenciones de ese texto, pensaba que estábamos poniendo el dedo en un engranaje del que no podríamos salir. Comenzaríamos con los judíos y continuaríamos con todas las demás comunidades [...]

En un mundo delirante, es imprescindible que [los historiadores] reasumamos una misión de vigilancia intelectual, racional y cívica. La tarea del historiador es ayudar a la sociedad a reflexionar sobre sí misma, pero sin emitir juicios de valor. No tiene razón de ser un historiador obligado a llegar a conclusiones políticamente correctas. Los historiadores no tienen lugar en un mundo donde sólo reinan el ‘bien’ y el ‘mal’.” (Pierre Nora, La Nación, 15/03/2006).

Svetlana Aleksiévich ¡No a la guerra!