viernes. 26.04.2024
Felipe González y Alfonso Guerra

En el pasado 28 de octubre se ha recordado, y ampliamente celebrado, el 40 aniversario del triunfo electoral del PSOE, en el año 1982, a través de diversos actos: exposiciones, conferencias, edición de libros, etc.

Sin duda, el aplastante resultado obtenido marcó el devenir de nuestro país en la década de los ochenta y primera mitad de los noventa, tanto en términos políticos, económicos, como sociales. En esas fechas, el PSOE contó con la ayuda de la socialdemocracia europea, así como con el decidido apoyo de la UGT e, incluso, muchos militantes de izquierda y de CCOO votaron sus candidaturas a pesar de la fuerte relación que este sindicato tenía con el Partido Comunista de España (PCE) y, posteriormente, con Izquierda Unida (IU).

Sin lugar a duda, el triunfo del PSOE generó ilusión, esperanza y muchas expectativas que, si bien no fueron todas cumplidas, representaron un serio avance en la modernización del país y en la consolidación de la democracia, lo que contribuyó en buena medida, al ingreso de España en la UE.

En todo caso, las políticas que el PSOE y los sindicatos defendieron en aquella etapa fueron muy significativas. En primer lugar, primó la recuperación de la“memoria histórica”, lo que puso en valor las enseñanzas y logros alcanzados por la lucha del movimiento obrero a través de su historia. En segundo lugar, se apostó por un marco de relaciones laborales respetuoso con la libertad sindical, la autonomía de las partes, el equilibrio de la relación de fuerzas y la capacidad de los sindicatos para negociar en representación de todos los trabajadores. En tercer lugar, se defendió la centralidad y el derecho del trabajo en un contexto democrático, frente a los intentos de reforzar aún más a los poderes fácticos: fuerzas del capital, empresarios y poder mediático. Por último, se recogieron las aspiraciones y alternativas de la socialdemocracia europea en un contexto, todavía, de guerra fría y de fuerte militancia anticomunista.

Efectivamente, y esto es muy relevante, se intentaron aplicar, con el mayor rigor posible, las ideas socialdemócratas. En concreto,se apostó decididamente por el empleo y la protección social y, en definitiva,por una política redistributiva que respondiera positivamentea los más débiles y significara un serio avance hacia la necesaria modernización económica y la plena igualdad de género. Otros asuntos, no menos relevantes, tuvieron que ver con la defensa de los valores republicanos, el laicismo, la educación pública y la descentralización territorial en la perspectiva de un Estado Federal.

En aquel entonces, las ideas socialdemócratas se identificaban con una política económica que tuviera como prioridad el pleno empleo: un empleo de calidad, con derechos y respetuoso con el medio ambiente; un sector público empresarial estratégico como un instrumento eficaz de la política económica del gobierno; una adecuada política de inversión pública, sobre todo en periodos de obsolescencia del aparato productivo y en contextos económicos recesivos; una política fiscal basada en la progresividad, la lucha contra el fraude fiscal, los impuestos directos (no en los indirectos) y, desde luego, en la modernización del aparato impositivo del Estado; una protección social avanzada que garantizara un sistema público de pensiones digno, la prestación social por desempleo y una cobertura económica suficiente para las personas dependientes; y, por último, unos servicios públicos gratuitos y de calidad contrastada (sanidad, educación y servicios sociales), enmarcados en una profunda reforma de las administraciones públicas.

En el desarrollo y aplicación de estas políticas fue inevitable el desacuerdo. Un desacuerdo previsible entre un partido interclasista en el gobierno y todos los sindicatos de clase. Los motivos de este enfrentamiento tuvieron mucho que ver con un hecho real y constatable: los sindicatos se sintieron incomprendidos -cuando no traicionados- al no ser correspondido por el gobierno el esfuerzo de corresponsabilidad realizado por los trabajadores, en un contexto económico particularmente difícil.

Debemos recordar que los sindicatos aceptaron, después del triunfo electoral del PSOE, con lealtad, un duro ajuste industrial y de salarios justificado por la crítica situación de la economía española, esperando recuperar más tarde una parte de los beneficios que se generarían por un mayor crecimiento de la economía.Sin embargo, eso no ocurrió y además se comprobó que en el gobierno predominaba un enfoque neoliberal que mantenía una permanente demanda de contención salarial y planteaba duras propuestas que chocaban con las reivindicaciones sindicales: los incumplimientos del Acuerdo Económico y Social (AES); los continuos llamamientos a la moderación salarial; la desnaturalización jurídica de la contratación indefinida y el abuso sistemático de la contratación temporal; el desplome de la protección por desempleo; así como la reforma de la Seguridad Social en el año 1985, encaminada a recortar las pensiones; y, finalmente, el referéndum de la OTAN, en 1986, son seis motivos de grave confrontación.

Además de las medidas impopulares, lo que preocupaba a los dirigentes sindicales era el tono con el que eran tratados los sindicatos en las altas esferas del gobierno: la visión creciente de los sindicatos como organizaciones opuestas al progreso social, como grupos de presión en defensa de intereses corporativos a los que había que limitar su capacidad de acción. Se postuló, en definitiva, una “socialdemocracia sin sindicatos” …,como si eso fuera posible.

Todo ello unido a un discurso sobre el fin de la clase trabajadora en un mundo post- industrial, defendiendo que las clases medias profesionales abandonaran la alianza con la clase obrera. Esta pasó de ser vanguardia de la transformación social a un grupo social en declive, retardatario y conservador al que había que frenar en su creciente influencia en la sociedad.Los sindicatos se preguntaban por qué ahora, cuando vivimos en una situación más favorable, resulta tan difícil llegar a acuerdos. Por qué para el gobierno y los empresarios es fácil negociar cuando se trata de repartir los costos de la crisis, pero no lo es tanto cuando se trata de negociar cómo repartir los beneficios ante la creciente demanda social que exigía la creación de puestos de trabajo, aumentar los salarios, recuperar la seguridad en la contratación, aumentar los niveles de protección social y, en definitiva, mejorar las condiciones de trabajo.

Indudablemente, la situación había mejorado en la segunda mitad de la década de los ochenta. En España, en esa etapa, se vivían momentos de recuperación y de relanzamiento económico, que fue posible, fundamentalmente, gracias al sacrificio de los trabajadores. Las empresas obtenían importantes beneficios y los sectores industriales, que habían pasado por procesos de reconversión, se encontraban saneados y en proceso de desarrollo. En este sentido, según el Informe Anual del Banco de España, en el año 1.988, la economía creció el 5,8% del Producto Interior Bruto (PIB).Sin embargo, y esto es lo que resultaba más chocante, se continuaba exigiendo la reducción de salarios y se achacaba a éstos todos los males de nuestra economía: particularmente el aumento de la inflación. Además de precarizar el empleo y flexibilizar el mercado de trabajo: la última medida laboral para los jóvenes fue una muestra más de esta afirmación, que se concretó en el regresivo Plan de Empleo Juvenil (PEJ).

Esto justificó, sobre todo, que el conjunto del movimiento sindical encabezara la contestación obrera reivindicando el reparto de una parte de los beneficios que se estaban generando en esos momentos por un mayor crecimiento de la economía: la exigencia del “giro social”, como compensación de la “deuda social” contraída con los trabajadores desde años atrás. La contestación sindical, concretada en la huelga general del 14 de diciembre de 1988, se hizo eco incluso en el ámbito internacional y contó con el apoyo expreso de la Confederación Europea de Sindicatos (CES) y de la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL).

En cualquier caso, y para muchos, las elecciones del 28 de octubre de 1982 representaron el final de la transición de la dictadura a la democracia

La consecuencia más negativa de todo ello fue el enfrentamiento con el gobierno socialista y, en concreto. con su política económica y social, en coherencia con la defensa que hicieron los sindicatos de una política de solidaridad y, por lo tanto, de los trabajadores más débiles: jóvenes sin empleo, pensionistas, trabajadores con un contrato en precario, dependientes del SMI o con salarios muy bajos y parados sin prestación por desempleo.

La parte positiva del enfrentamiento fue que los sindicatos se hicieron mayores de edad; rearmaron a sus cuadros en la defensa de sus siglas; reafirmaron su autonomía; y con su actuación consiguieron fortalecer, más si cabe, el carácter constitucional de los sindicatos en defensa de los trabajadores.Los sindicatos hicieron músculo, incrementando de forma notable sus afiliados en los centros de trabajo, y ello les hizo más fuertes y seguros de sí mismos. Además de alcanzar un año después muchas de las reivindicaciones de la huelga general. Con ello se demostró que la lógica política no tiene nada que ver con la lógica sindical y que el papel de los sindicatos y de los partidos políticos es distinto en una democracia, sobre todo cuando la gran mayoría de los partidos son interclasistas declarados.

Para explicar mejor este enfrentamiento, debemos recordar que el PSOE, en su 28 congreso extraordinario, celebrado en el año 1979, tomó la decisión de abandonar el marxismo y, en coherencia con ello, desde esa fecha se declara partido interclasista, con lo que ello significaba y sigue significando en su relación con los sindicatos. Este congreso, incluso, condicionó en la práctica el modelo de partido al supeditar la organización (el colectivo) al líder carismático. En definitiva, se supeditaron las ideas a la personalidad y a la decisión del secretario general, que tuvo su corolario final en las “Primarias” con el propósito de mejorar la malparada democracia interna.

No es extraño que, en su momento, se constituyera como corriente de opinión Izquierda Socialista y que después el PSOE tuviera dificultades a la hora de sustituir a Felipe González. Tampoco es extraño que se reivindique por muchos recuperar el espíritu crítico y mejorar el funcionamiento del partido para participar más eficazmente en el tejido social, con una clara voluntad de fomentar el debate interno, la rendición de cuentas de sus dirigentes y la toma de decisiones de abajo arriba (democracia delegada).

En cualquier caso, y para muchos, las elecciones del 28 de octubre de 1982 representaron el final de la transición de la dictadura a la democracia. Por lo tanto, se las puede considerar en términos históricos, políticos y sociales, unas elecciones muy importantes.

En coherencia con ello, esta reflexión no pretende, de ninguna manera, poner sordina al triunfo electoral del PSOE; simplemente, se trata de analizar,de manera más equilibrada,las luces y sombras de lo acontecido en unos momentos tan trascendentales de nuestra reciente historia. Y, lo que es más importante, se pretende que estos hechos estén siempre presentes en la aplicación de una política socialdemócrata y que, en todo caso, sean una referencia en la lucha contra la desigualdad, la pobreza y la exclusión social.

PSOE: Luces y sombras del 28 de Octubre