lunes. 29.04.2024

“Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo” (Juan Ramón Jiménez)


Pensamos que vivimos en un mundo irreligioso y totalmente desacralizado y eso lo interpretamos como un avance social y como un logro progresista, pero es una falsa percepción.

El viejo adagio judeocristiano de que estamos hechos a imagen y semejanza divinas nos poseyó el alma -o como se llame- entre la lírica y la arrogancia. Y en no pocas ocasiones su magnificencia funcionó como una maldición (divina). Bajo la potestad de ese axioma no hemos parado de sacralizar y desacralizar, a nosotros mismos también.

La burguesía desacralizó el idealismo y sacralizó el materialismo y el mercantilismo

Las religiones monoteístas sacralizaron una mitología y una conducta moral como trampolín hacia lo divino y la inmortalidad. Los ilustrados desacralizaron las supersticiones y sacralizaron la razón y el progreso científico porque nos harían mejores. Los románticos desacralizaron la razón y sacralizaron la emoción y el arte redentor (la belleza). El maestro George Steiner con el horror nazi en la cabeza llegó a la más triste de las conclusiones: la cultura no humaniza. La burguesía desacralizó el idealismo y sacralizó el materialismo y el mercantilismo (en eso continuamos). La posmodernidad sacralizó el relativismo y desacralizó con la boca pequeña todos los valores, pero sin perder de vista ninguno, en eso consiste la relativización de las cosas: admitimos cualquier valor rentable, desechamos los que no cotizan o confieren éxito. La hostia consagrada del utilitarismo. Y ahora nos encontramos frente a la sacrosanta tecnología, la nueva teología, cuyo Verbo más sofisticado y definitivo encarnará en la Inteligencia Artificial (otro proyecto salvífico del que no podremos escapar), que probablemente nos termine convirtiendo en objetos vivientes sin actividad pensante, el summum de cualquier religión.

Nuestro relato demuestra que lo peor de la sacralización conduce al fanatismo, y lo peor de la desacralización arrastra a la vulgarización. Se hace imprescindible entre ambas como equilibrio amortiguador y fórmula correctora, el humanismo, la sacralidad más auténtica y lúcida, ése que reivindicaba el maestro Nuccio Ordine tan necesario para nuestras vidas. El humanismo que equivale a liberación y elevación que rompe ataduras, acaso no interese un individuo soberano y volante, cuyo primer medio es la escuela pública (esto es estar a la izquierda), sino esclavo, lacayo y reptante (esto es estar a la derecha). La dialéctica de amos y esclavos, de fuertes y débiles, nunca ha perdido su vigencia, pese a la democracia.

Nuestro relato demuestra que lo peor de la sacralización conduce al fanatismo, y lo peor de la desacralización arrastra a la vulgarización

El hombre es religioso por inclinación (o por defecto), desde la majestuosidad del sol cavernario al Big Data. Necesita creer como el comer. Los demás animales tienen desactivado ese instinto, quizás porque no sienten la urgencia de que les habiten y les crezcan los dioses por dentro. No tienen implantado el chip prodigioso del Génesis, que, por otra parte, es ambición espiritual que regala la cultura, no la da la naturaleza. Incluso el ateísmo es una forma de creer mediante la negación. Voltaire pronosticaba que a medida que decayesen las creencias religiosas los odios (los males) se disiparían. Se equivocaba, las creencias, como pura energía que son, no se destruyen, mutan y se transforman, sin revelación y sin culto oficial, sin confesionalidad canónica ni deidades supremas y todopoderosas. Aparecen y desaparecen según intereses y conveniencias. La Historia del Homo sapiens -la etiqueta de 'deseante' le viene mejor que la de sapiens- es la historia maravillosa y terrible de una creencia sustituida por otra y vendida como plan de salvación.

Lo sagrado es aquello que permanece, y aun marchándose no cae en el olvido, que no es lo contrario de la memoria, sino el sinónimo de la muerte. Lo sagrado es aquello que no es de usar y tirar. Es todo aquello que no se consume, sino que se consuma. La diferencia crucial entre la consumición y la consumación. Consumir y consumar es la delgadísima línea formal que en verdad separa con un abismo de por medio al hombre seriado y clonado del hombre individual y libre (sagrado).

No cabe duda de que nos sobran sacralizadores y desacralizadores en todos los órdenes y esferas y nos faltan humanistas, muchos humanistas, que sigan -a lo Camus- creyendo en el ser humano y descreyendo de la condición humana.

Lo sagrado