sábado. 27.04.2024
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José Antonio Pérez Pérez.

La organización terrorista vasca ETA supone, entre otras muchas cosas, quizás esta sea la única aceptable, una maravillosa posibilidad para explicar la utilidad de la Historia, también su docencia y el pasado de los españoles. Asimismo, es una jugosa, siempre perturbadora, excusa para una conversación entre dos historiadores muy vinculados a la enseñanza: José Antonio Pérez Pérez, uno de los más relevantes develadores del terror etarra gracias a las armas que nos brinda esa disciplina extraordinaria que llamamos Historia, historiador, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco e investigador del Instituto Valentín de Foronda, y yo mismo, editor de materiales didácticos y estudioso de la historia más reciente de ese país de países al que seguimos denominando España.


José Luis Ibáñez Salas | En la introducción del tercer y último volumen de esa obra historiográfica impresionante titulada Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco, que tú mismo has coordinado, una absoluta referencia en el futuro para todos quienes quieran comprender la actividad etarra, dices que el final de la actuación de ETA fue “la crónica de una muerte anunciada”. Como siempre, allí explicas muy bien ese devenir, pero me gustaría que abriéramos este diálogo escuchándote desarrollar esa idea:

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José Antonio Pérez Pérez | En realidad, el final de ETA, el de su “actividad armada”, según las propias palabras de la organización terrorista, anunciado el 20 de octubre 2011 y certificado en el último comunicado del 3 de mayo 2018, fue el resultado de un proceso que se aceleró desde la ruptura de la tregua que habían declarado en 1998 y que rompió de forma sangrienta a principios de 2000. El final de una historia tan larga como la de ETA, que ha afectado de un modo tan dramático a nuestro país, no se produce de un día para otro. En un proceso lento.

El declive de la banda comenzó a ponerse en evidencia tras la caída Bidart, en 1992, la localidad francesa en la que fueron detenidos en aquellos momentos sus dirigentes más importantes. A pesar de que la organización siguió asesinando y manteniendo una gran capacidad operativa a lo largo de aquella década, nada volvió a ser como hasta entonces. Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado mejoraron mucho su eficacia en la lucha contra el terrorismo. A ello se unió el papel de la Justicia y la colaboración con Francia. La vuelta a las armas tras la tregua de 1998-2000 fue una huida hacia adelante, una huida terrible que aún haría sufrir mucho a la sociedad española, pero el cerco se iba cerrando poco a poco sobre la banda. También hay que tener en consideración el efecto de los atentados islamistas en Estados Unidos del 11 de septiembre de 2001 y la persecución internacional contra toda forma de terrorismo que se produjo tras aquellos hechos. Además, en España se aprueba la Ley de Partidos, fundamental en la deslegitimación del terrorismo, que permite ilegalizar a su brazo político. Por último, habría que añadir también la pérdida de apoyo de la banda entre la sociedad vasca. El asesinato de Miguel Ángel Blanco en julio de 1997 provocó una reacción social que marcó un punto de inflexión en este proceso.

Por eso afirmo que se trató de una muerte anunciada. Se ve venir desde unos cuantos años antes de que ETA anunciase el final de su actividad. Hay síntomas que van marcando un declive. Desde 2002 hay un goteo constante de caídas de las diferentes cúpulas de la organización que desemboca en una profunda crisis interna. Cada jefe que sustituye al anterior está menos preparado, es más inexperto y con menos capacidad de liderazgo. Todavía serían capaces de cometer atrocidades, como el atentado contra la T4 de Barajas en un intento desesperado por demostrar una fuerza que ya no tenían y forzar al Gobierno de entonces a aceptar las condiciones en la mesa de negociación que habían puesto en marcha un año antes, pero aquello fue un espejismo, cruel, abominable, pero un espejismo. Es precisamente ahí donde la perspectiva histórica nos da una visión de largo recorrido para analizar la última fase de su historia.

Ibáñez Salas | La mejor forma de conocer la historia, el pasado humano, es la Historia: ahí quería llegar yo, y sin eso que acabas de nombrar no existe esa disciplina que, entre otras muchas cosas, todas divinamente humanas nos unen a tipos como tú y yo. Sin la perspectiva histórica, digo. Yo comencé a estudiar Historia, me matriculé en la universidad, por el mero placer del conocimiento de algo que no sabía bien qué era, porque en el colegio, en el instituto sólo me habían hablado del pasado. Nadie me había explicado qué es la Historia. Pero, en tu caso, nunca me has contado por qué te formaste como historiador.

J.A. Pérez | Como suele ocurrir en muchos casos, la decisión de inclinarnos por unos estudios u otros es el resultado de tener buenos docentes. En mi caso, fueron dos grandes profesoras de Historia que tuve en Bachillerato, de quienes aprendí la importancia de esta disciplina, no solo para comprender el pasado, sino para comprender también el presente, y que este es el resultado de toda una serie de procesos y acontecimientos anteriores. Ya en la Universidad, fui aprendiendo los rudimentos del oficio y también fui dándome cuenta de lo que implicaba ser historiador: hacerse preguntas constantemente, establecer un estado de la cuestión sobre el tema objeto de estudio, plantear una serie de hipótesis, localizar y analizar con rigor las fuentes documentales, hacer una crítica profunda de ellas, estar dispuesto a cambiar o matizar los presupuestos iniciales, proponer una serie de conclusiones y escribir un relato coherente que ayudase a explicar y comprender un determinado capítulo de nuestro pasado. Yo hice la tesis sobre la transformación del mundo laboral en el área del Gran Bilbao durante el franquismo, un proceso en el que ocurrieron muchas cosas en España. Y también en mi familia. Mis padres, como todos los de mi generación, fueron protagonistas de aquel proceso. Tanto él como ella pertenecían a familias trabajadoras, personas que tan solo pudieron cursar estudios primarios en una época donde era necesario incorporarse pronto, muy pronto, al mundo laboral para salir adelante, traer un sueldo más a casa y superar la posguerra. Mi padre comenzó a descabezar y limpiar bocartes (anchoas) con doce años en una fábrica de conservas y mi padre entró a trabajar a la misma edad como aprendiz en un pequeño taller hasta hacerse soldador. Trabajaron duro para salir adelante, compraron un piso y ahorraron para darnos a mi hermano y a mi unos estudios, una formación que ellos nunca tuvieron. Cientos de miles de jóvenes de familias obreras pudimos acceder en los años ochenta por primera vez en este país a la Universidad. Fue un salto de enormes proporciones que nunca hemos valorado en su justa medida. Así que estudiar ese proceso también fue un pequeño homenaje a mis padres y un modo de devolverles todo lo que habían hecho por nosotros.

Ibáñez Salas | Un homenaje que queda completado con esa vertiente docente tuya de tu profesión historiadora. Una de las que convierte nuestra disciplina en algo realmente útil para la sociedad, pues sin divulgación y enseñanza la Historia no sirve para nada.

J.A. Pérez |Así es, comparto totalmente lo que señalas. Para quienes creemos que la Historia, además de ser una disciplina académica, puede tener también una función social, tanto la docencia como la divulgación son absolutamente necesarias. Y complementarias. Uno puede ser un gran historiador, pero si su trabajo solo se limita al ámbito de los especialistas, si no tiene dotes como docente ni se preocupa por la divulgación, limita mucho la difusión de sus investigaciones y sobre todo, lo que puede aportar a la sociedad. Este oficio te reporta muchas satisfacciones. Ver publicado un libro al que uno ha dedicado muchos meses e incluso años de trabajo, es una de ellas, pero no la más importante. Hay recompensas más sencillas y no por ellos menos agradecidas. Explicar el pasado, ofrecer claves para que quienes estén interesados por él puedan interpretarlo y comprenderlo es una de ellas, lo mismo que formar a nuevos investigadores. Personalmente, me resulta apasionante, pero también dar clases y suscitar interés, dudas o preguntas en los alumnos, que pueden llegar a cuestionar su percepción y la mía en determinadas cuestiones. Y eso solo se consigue si estamos dispuestos también a hacer obras de divulgación, a dar charlas en todo tipo de ámbitos, no solo en los académicos, a participar en documentales, en la elaboración de unidades didácticas, en definitiva, a popularizar la Historia sin perder el rigor… Y también si estamos dispuestos a hacer algo tan sencillo como escuchar. Uno de mis ámbitos de trabajo ha sido y sigue siendo la historia oral. Recopilar testimonios de personas que en muchos casos fueron testigos o protagonistas anónimos de determinados hechos o procesos  es fascinante. Analizar esa memoria, y contrastarla con otro tipo de fuentes documentales y convertirla en Historia, nos ayuda a tener una visión más amplia del pasado, más matizada y sobre todo, más humana.

La Historia, la docencia, ETA: José Antonio Pérez Pérez, pasión de historiador