viernes. 26.04.2024
Blanquita (1)
Fotograma de la película Blanquita.

Aleix Sales (@Aleix_Sales

Debe de ser algo intrínseco al carácter o las secuelas de vivir años bajo la dictadura, pero buena parte de la cinematografía chilena fundamenta sus narrativas en una sordidez latente que se destapa en un contexto cotidiano. Ya sea indagando en el pasado oscuro de una agente de policía en el corto de animación (Hugo Covarrubias, 2021) o los escándalos de pederastia de El club (Pablo Larraín, 2015), lo cierto es que los mecanismos del poder y los tejemanejes para salvaguardarlos quedan expuestos casi siempre con un poso desesperanzador.

Blanquita sigue esta estela propuesta con una inyección de rabia más acentuada, pero manteniéndose en la sutileza de otros títulos como la muy reciente 1976 (Manuella Martelli, 2022).

Partiendo de la función de una muchacha de 18 años residente en un hogar de acogida como testigo clave, la película de Fernando Guzzoni –su regreso a la pantalla tras Jesús (2016)- vuelve a poner el foco en una adolescente marcada por la hostilidad de un entorno turbio y podrido que no duda en que cada uno de sus componentes se tapen las vergüenzas.

Blanquita

Lo primordial es que las altas esferas políticas y eclesiásticas eviten imputaciones para no desacreditarse, no importa cuál sea el precio y la víctima, en un film que bebe mucho del terrible caso Spiniak en Santiago de Chile.

Pesadillesca en muchas de sus formas, Guzzoni controla el tono del relato y es capaz de mantener la atención en una trama que, sin aportar nada nuevo, sigue indignando como la primera vez por la brutalidad de lo que cuenta sin aspavientos innecesarios.

Apoyada en la sólida composición de la actriz debutante Laura López, Blanquita exhibe los males de la humanidad y pone el dedo en la llaga de un estado corrupto y viciado cuya regeneración parece ponerse en duda. La sumisión al orden dominante sigue impune.

'Blanquita': negro de tanta suciedad