domingo. 28.04.2024
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El libro 18 de julio. El día que comenzó la Guerra Civil, escrito por la historiadora Pilar Mera Costas, fue publicado en 2021 y forma parte de la colección editada por Taurus bajo el nombre de ‘La España del siglo XX en siete días’, de indudable interés. Un interés divulgativo, el más noble y útil interés de cualquier texto de Historia que se precie.

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Comienzo por decir que 18 de julio es un libro magnífico. Explica algo aparentemente incomprensible, como suele serlo el pasado, y lo hace por medio del acopio de las fuentes necesarias para traernos, a todos, aquellos días aciagos y su complejo contexto. A todos. Y lo hace por medio de un sobresaliente estilo literario (siempre historiográfico, de ahí su exacto valor). Explicar. Explicar bien. Escribir. Escribir bien. Mera Costas, gracias.

Hoy conocemos el desenlace de todo aquello, pero ignoramos cuanto hace de “aquel instante otro tiempo y otro lugar, lo que convierte el pasado en un país extraño. Por eso, antes de mirar atrás está bien recordar estas palabras de José María Varela Rendueles, que aquel sábado de julio era gobernador civil de Sevilla. Porque ahora nosotros sabemos cómo termina la historia, pero en 1936 ellos no.

‘Lo que hoy puede parecer ingenuidad, indecisión, exceso de confianza, era entonces el ser como se debía ser, el juzgar ecuánime, libre de apasionamientos, el confiar en la verdad ajena y en la ajena lealtad. […]

Luego resultó que todos llevábamos pólvora en el alma y la pistola o el fusil montados, dispuestos a disparar”.

Dedica Mera Costas la mitad del libro a algo esencial: contextualizar aquel tiempo. Explicar cómo se llegó a tan fatídico día. Y lo hace magníficamente.

La República

La Segunda República española había nacido “sin derramamiento de sangre”, en abril de 1931 “no hubo lucha, sino fiesta, algo que destacó la prensa en los días posteriores: había sido, como la definió Indalecio Prieto, el nuevo ministro de Hacienda, una ‘magnífica revolución ordenada’, encabezada por un Gobierno provisional que no tenía un afán de venganza, sino de ‘llevar la Gaceta de la República nuestro pensar y nuestro sentir sobre el bien de España’. El nuevo régimen nació con una herencia desestabilizadora, también “con la necesidad de afrontar con urgencia los cambios pendientes” y en medio de “un contexto internacional menos favorable que el (inmediatamente) posterior a la Primera Guerra Mundial”.

El ambicioso proyecto de reformas que estaba en la base de la mismísima República “implicaba la construcción de un sistema político nuevo, no solo por el cambio de monarquía a república sino por la intención de forjar una democracia parlamentaria”. Pero no eran aquellos años los de los 30 en Europa demasiado alentadores para la democracia liberal. “La Segunda República nació en un período de creciente crisis de este nuevo sistema, estrechado casi hasta el auge”; pero “el auge de los fascismos y la progresiva brutalización de la política” que llevó aparejada todo esto “permitió fortalecer dos modelos socioeconómicos alternativos a la dupla que las revoluciones industrial y liberal habían ido conformando desde el siglo XIX y que alcanzaron su cenit en la Belle époque y en los felices años 20: dos modelos que planteaban una manera diferente de gestionar la realidad de la modernidad, la industrialización y la desigualdad”: por un lado estaba la revolución obrera, por el otro los fascismos.

“El conflicto al que tuvieron que enfrentarse los republicanos recién llegados al poder en España se derivó de las dificultades para poner en marcha su programa al tiempo que construían un nuevo sistema político. […] Conflictos a veces con origen monárquico, derechista y militar, a veces con origen anarquista y obrero, que rompieron la estampa inicial de revolución elegante y fiesta popular”.

Tuvo dos oposiciones desde sus primeros días la República, no sólo la de la derecha recalcitrante, pues a la de ésta, la de los monárquicos (alfonsinos y carlistas), que “tejían una conspiración que no terminaba de coger aire”, los anarquistas, en el espectro político contrario, “se habían propuesto impedir la consolidación de un régimen que consideraban liberal y no obrero”.

El triunfo de las derechas en las elecciones de 1933 llevó a los socialistas a la ruptura con los republicanos y con la República vigente y “al coqueteo con las ideas revolucionarias”, de tal manera que “la dictadura del proletariado volvió a ser su meta inmediata y era necesario prepararse”. La incapacidad del PSOE para actuar como dique del régimen ante las ambiciones autoritarias de la CEDA quedó manifiesta cuando ésta entró en el Gobierno y se produjo la huelga general insurreccional y la proclamación del Estat Català: sí, creo absolutamente evidente que la conocida como Revolución de Octubre del 34, las consecuencias de aquel acto revolucionario y la respuesta contrarrevolucionaria de la derecha alejaron por completo las posibilidades de consenso en relación al régimen republicano. Si es que alguna vez hubiera podido haberla.

Llegados a 1936, cuando la coalición del Frente Popular ganó las elecciones y “las derechas interpretaron a los resultados en términos ideológicos y tácticos”: para los contrarrevolucionarios, la victoria de las izquierdas se entendió como el fracaso de la CEDA y del accidentalismo (la postura que defendía que el régimen, republicano o monárquico, era algo secundario). “El tactismo parlamentario había fracasado y solo quedaba el camino de la violencia y la conspiración”.

Desde el instante en que se hicieron públicos los resultados electorales del 16 de febrero de 1936 empezó a fraguarse la conspiración que daría lugar al 18 de julio”.

El Gobierno frentepopulista de Santiago Quiroga se centró en recuperar las reformas republicano-socialistas del primer bienio, “con el objetivo de consolidar la República, pero su mayor problema fue el orden público”: la radicalización progresiva de falangistas y largocaballeristas y su pugna agudizaron el efecto espiral, cada muerto exigía una represalia”.

18_julio la voz

La insurrección

Varias fueron las líneas conspirativas trenzadas en contra de la Segunda República, “lideradas por el entramado militar pero con la colaboración, el apoyo y la connivencia de los principales grupos políticos de las derechas”. La rama militar y la rama civil “repartieron sus esfuerzos en tareas complementarias de organización, contacto, financiación y agitación para preparar el terreno”.

Si bien las conspiraciones comenzaron el mismo mes de abril del año 31, acabó por resultar fundamental la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, lo cual “terminó de decidir a un grupo importante de militares que consolidaban así su apuesta por un camino que no habían cruzado antes porque todavía lo consideraban condenado al fracaso”. La rebelión fallida de abril de ese mismo año “sentó las bases de lo que vendría a continuación: un movimiento de primacía militar con el apoyo subordinado de las fuerzas políticas de las derechas”. Era un proyecto centrado en “la idea del Frente Popular como enemigo común”, con el general José Sanjurjo como líder espiritual y el general Emilio Mola “como responsable máximo del diseño y la puesta en marcha de la sublevación”.

Si Falange aportaría “hombres sin armas de guerra pero entrenados en pistolerismo y violencia callejera”, los alfonsinos harían lo propio con la financiación y los contactos internacionales que podrían traducirse en armas y prestigio, mientras que la CEDA daría su “capacidad de atracción del catolicismo militante” y los carlistas “los efectivos militarizados y la tradición”. Por encima de todos ellos, su cabeza, el elemento primordial de la conspiración: el Ejército.

Julio de 1936

Llegamos al día del golpe militar, el 17 de julio. Y al más emblemático y señero día siguiente, el que da título al libro de Pilar Mera: el 18 de julio. La contracubierta del volumen reza lo siguiente:

“El 18 de julio de 1936, el Gobierno de la Segunda República se dirigió a los españoles a través de la radio para anunciar la rebelión del Ejército Marruecos. Eran las ocho y media de la mañana. Aunque la nota intentaba transmitir calma y normalidad, la vida de todo un país se detuvo entre tiros y rumores. Después de meses conspirando, los principales mandos militares se sublevaron por toda España. Un caluroso sábado de julio se convirtió en una frenética sucesión de horas dudas traiciones y muerte. El golpe no triunfó, pero debilitó al Estado republicano y desencadenó la revolución que decía querer evitar: el mapa se rompió en dos. Comenzaba la Guerra Civil”.

¿Fueron prudentes Manuel Azaña y Santiago Casares Quiroga, presidente de la República y presidente del Gobierno respectivamente, o fueron indiferentes ante los muchos indicios de lo que dio finalmente en ser una sublevación? Si bien hay quienes se han hecho esa pregunta, lo que sin duda fueron ambos, en sus intentos de neutralizar la conspiración, es “conscientes de la debilidad y las limitaciones políticas y administrativas del Estado”.

Después de que el republicano Diego Martínez Barrio, que había recibido el encargo de formar Gobierno por parte de Azaña para sustituir a Casares Quiroga, renunciara tras intentarlo al considerar que no tenía el apoyo a la calle, es otro republicano, éste amigo personal del jefe de Estado, José Giral, quien forma Gobierno el 19, el mismo día en que el golpe llegaba a su momento culminante: el general Francisco Franco aterrizaba en Marruecos para liderar las tropas de élite ya alzadas allí y Mola leía su bando de guerra en Pamplona. Giral decidía entregar finalmente las armas a los obreros organizados.

“Entre el 17 y el 20 de julio, los cuatro días que tardó el Gobierno republicano sofocar la rebelión en Madrid, la insurrección recorrió todo el territorio español de forma contagiosa, virulenta y con resultados desiguales”.

Y no hay que olvidar que “el primer escenario de la guerra civil se vivió en los cuarteles”.

“Ninguna ciudad de España se mantuvo en poder de la República sin la ayuda de al menos una parte de las fuerzas de orden público. Fue por tanto la decisión del grueso de las guarniciones militares de participar o no en la rebelión, o la posición de la Guardia Civil y de Asalto, en los casos en los que su número de leales equilibró al de los militares sublevados, lo que decantó la suerte de la rebelión”.

Por otra parte, “a pesar de la imagen romántica que se ha dado en ocasiones de la resistencia a la insurrección del 18 de julio de 1936, la victoria o la derrota de esta no se puede medir en términos de entrega y valentía popular”. Como muchos historiadores, los que menos interés tienen en explicar aquellos días como los del triunfo del pueblo en determinadas ocasiones, para Mera Costas, “la acción de las milicias fue un componente importante en la contención de la rebelión, pero la respuesta civil no fue suficiente para asegurar su fracaso”.

La guerra y la larga noche de piedra

La violencia masiva que se desató no se limitó al frente de guerra, pues “la combinación de odio y miedo dio como resultado un balance atroz”: a los 200.000 muertos en acciones bélicas durante los tres años del conflicto habría que sumar las 185.000 víctimas de las dos retaguardias: 130.000 obra de la represión franquista, 100.000 de ellas durante la guerra; en tanto que las víctimas del bando republicano alcanzarían las 55.000, el 80% de las cuales se registraron en los primeros cinco meses de la guerra.

“No es fácil fijar el momento exacto en que el golpe dejó de ser golpe y se convirtió en guerra”.

El caso es que aquello dio en ser una guerra, una guerra civil en la que “todas las fichas terminaron jugando a favor de los golpistas”. Y la consecuencia de todo aquello, del golpe que no supo triunfar hasta tres años de guerra provocada por su fracaso y de la dictadura consiguiente fue que aquella guerra (que “sufrieron sobre todo por civiles”) lo que hizo finalmente fue cerrar “el camino de la democracia, las reformas las palabras y el progreso: se impusieron la voracidad, la destrucción y la violencia”.

No cabe duda de que la España que sobrevivió a la guerra fue “más vigilante, menos confiada, más atroz”. La guerra y la victoria de los golpistas cargaron “las mochilas de silencio y heridas en carne viva; la niebla se posó sobre todo aquello de lo que no se podía hablar, como si no hubiera existido, como si no quedasen siquiera recuerdos”. La dictadura del general Franco fue lo que sucedió a la guerra y, con ella, como cantara desde la cárcel Celso Emilio Ferreiro “en la obra más importante de la poesía gallega de posguerra, comenzó una larga noche de piedra”.

El 18 de julio de 1936 español