miércoles. 24.04.2024
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La desaparición de comercios minoristas supone que dejan de existir las pequeñas tiendas que prestaban servicios a los vecinos para dejar paso a grandes cadenas y establecimientos especializados en las necesidades de los visitantes

Raúl Travé Molero | Hace unas semanas, la Escuela Universitaria de Turismo Ostelea hizo público un informe sobre turismo de compras firmado por quien suscribe, desgraciadamente algunos fragmentos que considero de enorme relevancia quedaron fuera de dicho documento. Reproduzco aquí una adaptación de esas partes que creo arrojarán algo de luz sobre el fenómeno y mi posicionamiento frente a él.

Para pensar el fenómeno particular del turismo de compras resulta pertinente reflexionar, aunque sea breve y superficialmente, sobre las bases de la sociedad de consumo. Desde el punto de vista de la economía capitalista, el consumo continuo y en constante crecimiento es una necesidad estructural que asegura la acumulación y reproducción del capital. Recordemos que el funcionamiento ideal del capitalismo requiere que los tres circuitos de circulación del capital (Dinero-Mercancía-Dinero’ o Inversión [D]-Producción [M]-Consumo [D’]) se sucedan cada vez de forma más acelerada y como señalaba Marx en El Capital (2012: 63),

“sin interrupciones [porque] si el capital se estanca en la primera fase […] se congela convirtiéndose en tesoro; si se paraliza en la fase de producción, entonces los medios de producción permanecen inertes, privados de función, por un lado, mientras por el otro la fuerza de trabajo queda desocupada; [finalmente] si la interrupción ocurre en la última fase […] entonces las mercancías acumuladas que no se pueden vender obstruyen la fluidez de la circulación” [1].

Por eso, cualquier desaceleración en el consumo es inmediatamente interpretada como un mal augurio económico -el capital atrapado en la forma mercancía no se transforma otra vez en capital-dinero-y la salida a todas las crisis experimentadas en la historia del capitalismo ha ido de la mano de algún tipo de estímulo al consumo privado que, sumado a intervenciones estatales en los otros dos circuitos del capital, permite que se reestablezca temporalmente cierto equilibrio.

Desde una perspectiva social y cultural debemos plantearnos cuáles son los mecanismos que nos empujan a un consumo creciente e imparable de productos. Esta carrera consumista puede ilustrarse con la famosa comparación del economista francés Serge Latouche que nos recuerda que “acumulamos una media de 10.000 objetos frente a los 236 que tienen los indios Navajo” (2008: 200) [2]. Sin intención de ser exhaustivos debemos señalar la estrecha relación que la actual sociedad de consumo ha conseguido establecer entre felicidad y compra [3] hasta el punto de que en buena medida, siguiendo al filósofo Jorge Riechmann, entendemos la felicidad “como consumo siempre creciente de mercancías y servicios” que nos permite satisfacer tanto necesidades materiales directas como necesidades posicionales, es decir, de prestigio, estatus y reconocimiento social (El Salto: 25/12/2017). 

Este proceder, en ocasiones compulsivo, trae a colación la conocida paradoja de Easterlin [4] y la hipótesis del umbral del economista Manfred Max-Neef [5]. Easterlin cuestionó por primera vez el viejo axioma “a más ingresos mayor felicidad” planteando que a partir de cierto límite ya no se consiguen aumentos en la felicidad de los individuos. Por su parte, Max-Neef fue incluso más allá y planteó que a partir de cierto nivel de consumo el bienestar no sólo no aumenta, sino que tiende a disminuir. Argumentos que al menos deberían hacer que nos replanteásemos la racionalidad de nuestros comportamientos.

La necesidad de crecimiento continuo, tanto de la producción como del consumo, que la supervivencia del sistema económico ha impuesto al tejido social, choca, sin embargo, con la constatación de la finitud de los recursos del planeta y con las consecuencias medioambientales y sociales de actuar como si estos límites no existiesen. 

Esta contradicción, señalada desde la ecología política, está ampliamente aceptada desde que en 1972 se publicase el informe Los límites al crecimiento [6], sin embargo, aunque resulta casi imposible científicamente negar los límites ecológicos del planeta, lo cierto es que desde todos los ámbitos continuamos comportándonos como si estos no existiesen.

Plantear estas cuestiones cuando hablamos de turismo de compras nos sirve para matizar las habituales perspectivas optimistas en este campo y el entusiasmo con que todas las instituciones -desde la OMT o el Ministerio de Industria, Energía y Turismo hasta las Cámaras de Comercio y los Ayuntamientos-promueven esta actividad. Pensando el consumo como un ámbito complejo e interconectado con otros fenómenos ambientales y sociales podemos además prever y tratar de corregir los cambios que la apuesta por el turismo de compras puede generar en la ciudad –o incluso no hacer esa apuesta. Un buen ejemplo de las transformaciones promovidas por el turismo de compras lo encontramos en los cambios de usos comerciales en determinadas zonas: desaparición del pequeño comercio, sustitución de tiendas que cubren necesidades vecinales por otras pensadas para los visitantes, subidas de precios, etc. Estos cambios, además, alimentarán procesos de gentrificación y acelerarán o exacerbarán los de turistificación expulsando de forma más o menos abrupta a la población tradicional.

Si nos fijamos en los casos de Madrid y Barcelona mientras el ascenso de las compras minoristas por parte de turistas no ha parado de crecer, el número de comercios ha descendido de forma abrupta e ininterrumpida en lo que parece una tendencia difícil de revertir. Según los datos del INE entre 2008 y 2017 Madrid ha perdido más de 7.500 comercios y Barcelona casi 9.000. 

La desaparición de comercios minoristas supone que dejan de existir las pequeñas tiendas que prestaban servicios a los vecinos para dejar paso a grandes cadenas y establecimientos especializados en las necesidades de los visitantes. Este proceso además de colaborar en los procesos de expulsión de población local de las zonas turísticas supone un peligro importante para el propio atractivo de la ciudad que tiende a perder sus características distintivas, con un tejido comercial, basado en grandes cadenas, cada vez más igual al de cualquier gran metrópoli. Grandes cadenas que, además, de forma habitual empujan las condiciones laborales a la baja y se alimentan de trabajadores precarios

Se trata de un círculo vicioso en el que se crean sinergias entre diferentes procesos, apertura de hoteles, transformación de vivienda residencial en turística, aparición de grandes cadenas comerciales, cierre de comercios tradicionales, etc. Esto supone que tratar de atajar cualquiera de estos problemas de forma aislada está abocado al fracaso y por tanto se requiere de una intervención y planificación global.


[1] Marx, K. (1885) 2012, El Capital. Crítica de la economía política. I-II. Akal, Madrid.
[2] Latouche, S. 2008, La apuesta por el decrecimiento. ¿Cómo salir del imaginario dominante?Icaria, Barcelona
[3] Cabanas Díaz, E. 2013, La felicidad como imperativo moral. Origen y difusión del individualismo “positivo” en el capitalismo neoliberal y sus efectos en la construcción de la subjetividad.Tesis inédita, Universidad Autónoma de Madrid.
[4] Easterlin, R.1974, "Does Economic Growth Improve the Human Lot? Some Empirical Evidence", en Nations and households in economic growth. Essays in honor of Moses Abramovitz, David, P.A. y Reder, M.W. (Eds.). Academic Press, Nueva York, pp. 89-125.
[5] Max-Neef, M. 1982, Economía descalza. Señales desde el mundo invisible. Nordan, Buenos Aires.
[6] Dirigido por la biofísica y científica ambiental del MIT Donella Meadows quien coordinó a petición del Club de Roma a otros diecisiete científicos. Se han publicado versiones revisadas y ampliadas en 1992, 2004 y 2012.

Turismo de compras: del consumismo a la transformación urbana