viernes. 26.04.2024

Para José Antonio Molina Gil

Pocos momentos simbolizan tan bien lo difíciles que han llegado a ser las relaciones entre México y España como la Revolución de 1910, cuyo aniversario recién se celebra. Poco antes de la época cumbre de la solidaridad entre México y la Segunda República, la Revolución se caracterizó en su trato a lo extranjero por una cosa: su hispanofobia.

Es un tema espinoso que conviene revisar. Pese a ello, los historiadores (a ambos lados del Atlántico) que le han dedicado estudios no abundan. Notables excepciones son el mexicano Carlos Illades, y el español Tomás Pérez Viejo.

Si bien de manera general la Revolución no fue xenófoba, sí hubo en ella serias muestras de su carácter antichino y antiespañol. El primer caso es conocido como resultado de la terrible matanza de chinos por tropas de Pancho Villa al norte del país en mayo de 1911. El segundo, el “antigachupinismo”, fue aún más extendido y estuvo presente en discursos, proclamas, y acciones a lo largo de toda la lucha armada.

Algunos ejemplos ilustrativos: Manuel Palafox, importante zapatista, afirmaba que no había “un solo español que no sea enemigo de los ideales revolucionarios y su exterminio debe ser y será completo”; el proyecto final de los constitucionalistas (facción triunfante en la lucha entre revolucionarios) era, en palabras de su líder Carranza, “hacer desaparecer los últimos vestigios de la época colonial”; y en 1914 un volante firmado por un grupo obrero circulaba ordenando: “fuera de aquí raza espúrea (sic) de toreros, frailes, empeñeros, abarroteros y mendigos”.

En total, hubo 209 españoles muertos de forma violenta durante la Revolución: en términos absolutos, fueron el segundo grupo extranjero más afectado tras los norteamericanos. Sin contar los innumerables saqueos, asaltos, confiscaciones y vejaciones públicas que sufrieron.

Para Tomás Pérez Viejo, la hispanofobia revolucionaria fue tan constante y persistente que no puede explicarse por hechos coyunturales. Para el historiador nacido en Cantabria, entender la virulencia hispanófoba de la Revolución implica asumir que, a pesar de 100 años de vida independiente, en 1910 existía en México aún una “cuestión española” que quedaba por resolver, y que puede articularse en 3 ejes:

El primero implica a los relatos de origen de la nación mexicana en pugna desde el nacimiento mismo del país. A partir de la segunda mitad del s. XIX, el que se volvió hegemónico fue el de un México nacido de las civilizaciones prehispánicas, muerto con la conquista, y resucitado con la independencia. Esta visión se atenuó durante la dictadura de Porfirio Díaz, que a través de la narrativa del mestizaje, volvió a poner a España como parte de la nación mexicana. La Revolución modificó este consenso, y volvió a asumir el relato del XIX en su vertiente más radical y antiespañola. La reconciliación con España, dado que era bandera del porfiriato, se volvió equivalente al conservadurismo y la reacción, lo que dio como resultado que en esos años existiese el discurso oficial más hispanófobo en la historia de México.

El segundo es el carácter y situación singulares de la inmigración española de la época. Aunque pequeña en comparación con la existente en otros países como Argentina, la colonia española en el México de principios del siglo XX era la mayor entre los colectivos extranjeros: unos 30 000 residentes. Tenían, además, una gran visibilidad por su dedicación al comercio: en 1899, 66.7% de los españoles en México eran comerciantes, llegando a captar el 49% del comercio de ultramarinos de la capital, según Carlos Illades. De ahí el estereotipo del “abarrotero gachupín”. Esto tendría más tarde especial importancia: cuando en 1915 (el año más duro del conflicto) se vivió hambre en la capital y muchos abarroteros intentaron lucrar especulando.

Su rápida integración en la pirámide social fue también peculiar: los españoles llegados a México entonces no se integraban a la parte baja de la pirámide social, como es habitual en los migrantes, sino a las capas medias y altas. Pérez Viejo explica: en México no existía una pirámide social única, sino dos, que estaban sobrepuestas. Una indígena-mestiza muy numerosa, y otra blanca, reducida y por encima de la primera. Los españoles se integraban, tan pronto abandonaban su barco en el puerto de Veracruz, en la base de la segunda pirámide por lazos de parentesco, paisanaje, y solidaridad racial, lo que los convertía en extranjeros parte de la elite.

La lucha armada volvió su posición delicadísima: ser comerciantes de alimentos en momentos de escasez, prestamistas en una crisis económica, o capataces en una revuelta agraria no los ubicaba en la mejor situación. Añádasele la diferenciación étnica y el que parte de la colonia española formara parte de la élite económica porfiriana, y resultará claro por qué, para las clases populares, encarnaban la contrarrevolución.

El tercer eje es el continuo involucramiento de la colonia en la vida política de México. La mayoría de las organizaciones españolas mostraron desde un principio su repudio al gobierno de Francisco Madero, liberal reformista que acabó convocando el alzamiento popular que derrocó al octagenario Díaz. El embajador español en México, Bernardo Cólogan y Cólogan, afirmaba que los españoles residentes “eran diístas y antimaderistas a rabiar desde cierta cantidad de pesos en el bolsillo para arriba”. Illades esclarece esta actitud: el gobierno de Díaz había promovido la inmigración y había ofrecido las condiciones propicias para que en poco tiempo muchos extranjeros se enriquecieran. Por ello, aunque las políticas de Madero no atacaron los intereses de los españoles (al contrario, buscó indemnizarlos), para ellos volver la espalda a la dictadura significaba ir en contra de sus propios intereses.

La mayoría de la colonia apoyó abiertamente los diversos intentos de golpes de Estado contra Madero. Cuando finalmente el militar Victoriano Huerta usurpa el poder y manda matar al presidente Madero y al vicepresidente Pino Suárez, muchos españoles lo celebraron de forma pública (el Casino Español, por ejemplo, engalanó sus ventanas con colgaduras aquel día).

La diplomacia española también tomó decisiones desastrosas: el embajador Cólogan apostó desde un principio por la derrota de los revolucionarios. El desarrollo de los acontecimientos, lejos de hacerle cambiar de opinión, lo orilló a un intervensionismo antimaderista cada vez más flagrante. Su culmen fue durante los días que los mexicanos llamamos la “Décena Trágica”. Tras una intentona golpista protagonizada por un militar norteño (Bernardo Reyes) y un sobrino de Don Porfirio (Félix Díaz), un grupo de embajadores, encabezados por el norteamericano Wilson, propusieron como única salida al caos la renuncia de Madero. El encargado de transmitirle tal mensaje al presidente fue el mismo Cólogan. Tras ser lógicamente rechazado, el embajador español pasó a respaldar las negociaciones secretas entre Wilson, Félix Díaz y Victoriano Huerta. Negociaciones que terminaron con el asesinato de Madero por órdenes del propio Huerta quien, pese a su pasado porfirista, era el jefe de seguridad del presidente.

Una vez que el usurpador Huerta llegó al poder, el primer gobierno en reconocerlo fue el español (que también le proveyó de armas), quedando manifiesta para la opinión pública la participación hispana en la muerte del mártir indiscutible de la Revolución. Tras ello, México fue un lugar francamente inseguro para los españoles, huertistas o no. Se sabe incluso de una carta del 13 de noviembre de 1913 en la que se advertía al embajador español de la reciente creación de “Sociedad Exterminadora de Extranjeros Nocivos al País”, que había acordado exterminar a cuchillo a la “infinidad” de españoles que colaboraron en el golpe de Estado.

El resultado de todo esto fue que las relaciones de la Revolución con España y lo español fueron necesariamente difíciles y conflictivas. Llenas de agresiones que, si bien se inscriben dentro de la violencia general del momento, destacan por su connotación ideológica y su extensión.

La identificación de los españoles con el pasado colonial, la contrarrevolución, y la elite económica fundamentó la fobia popular hacia ellos. Fobia que la institucionalización de la Revolución Mexicana, en cierta medida preservó (basta un paseo observando los murales de Diego Rivera en Palacio Nacional para comprobarlo, ¿verdad, José?).

Sin embargo, la hispanofobia no impidió que los españoles siguieran llegando a México (llegaron 4395 en 1917), que los diputados mexicanos aprobaran el 12 de octubre como “Día de la raza” en 1928, ni que la colonia española siguiera siendo una elite visible, rica, e integrada.

Tras la Revolución, la progresiva normalización de las relaciones entre ambos países se afianzó con la Segunda República. Duraría poco. La Guerra Civil y la victoria de Franco llevaron a México y España a otro episodio de confrontación. Uno en que la solidaridad del Estado mexicano con los republicanos me llena de obligado orgullo. Pero como dice Pérez Viejo: esa es, obviamente, otra historia.

La Hispanofobia en la Revolución Mexicana