martes. 23.04.2024
PP
 

Aunque con más frecuencia de la necesaria, la Academia de la Lengua elabora definiciones de palabras que bien podrían haber salido de la mente de alguien bajo los efectos del peor de los narcóticos, en otras ocasiones, sin embargo, consigue aproximarse a la relación entre significante y significado. En este sentido, define escuetamente “zafio” como “persona grosera o tosca en sus modales”, recogiendo también la acepción peruana que simplemente equipara a la persona de esa condición con un “desalmado”. Sin llegar a ser sinónimos, un significado parecido se da al calificativo “patán”, que si en un principio servía para hablar de un modo despectivo de personas de procedencia aldeana, desde hace mucho tiempo viene a designar a aquellas otras que se distinguen por su mala educación, villanía e ignorancia premeditada. Contrariamente a lo que sucedía hace unas décadas, hoy no se podría calificar de patán a una persona que no ha ido a la escuela y vive en el medio rural, sí a quienes teniendo la oportunidad de formarse, de educarse, de cultivarse, optaron, pese a tener estudios universitarios en muchas casos, por el desconocimiento, la incultura, la chabacanería y la mendacidad.

Como seres humanos, todos tenemos la obligación de conocer, de saber, de interrogarnos. Es condición esencial de nuestro ser. A menudo no es fácil, bien porque cubrir las necesidades vitales no deja tiempo para nada más, bien porque dedicamos el tiempo de descanso a relajarnos viendo u oyendo cualquier cosa sin detenernos a considerar su calidad. Serían casos justificados dadas las condiciones de trabajo que sufren muchos ciudadanos y el centrifugado mediático al que son sometidos a diario. Menos difícil de explicar es que personas que han tenido la oportunidad de adquirir conocimientos especializados en una o varias materias, que han podido salir del lugar en que nacieron, ver otras culturas, conocer a personas diferentes, que han tenido en su mano todos los medios para completarse como personas, hayan renunciado a ello para seguir siendo tan zafios y patanes como antes de especializarse. Son personas a las que sucede lo mismo que a la virgen de los católicos: Se quedan embarazadas sin haber tenido conocimiento carnal, pasan por centros de estudio, academias y universidades sin haberse educado, sin haber adquirido la “universitas” de los romanos o comprendido aquella definición de Alfonso X en Las siete partidas que describía la Universidad como “el ayuntamiento de maestros y escolares, que es hecho en algún lugar con voluntad y entendimiento de aprender todos los saberes”, porque saber no es sólo aprender Econometría si esa es tu especialidad, es buscar el conocimiento oyendo, viendo o leyendo a quienes saben de cualquier materia e interiorizarlo, es poner la duda en alta estima, es ser consciente del privilegio que supone tener abierta la puerta del conocimiento y aprovecharla en beneficio propio y en el de los demás, siendo siempre consciente de que ser aprendiz no es una coyuntura sino una realidad permanente inalcanzable para soberbios, engreídos y patanes.

El debate parlamentario es uno de los fundamentos de la democracia. Contrastar ideas, rebatir las del oponente político, presentar alternativas, criticar las del otro, argumentar contra las iniciativas para las que se cree hay otros caminos, explicar el propio programa, dialogar, construir, llegar a acuerdos, esas son las claves para que la política sea considerada por la ciudadanía como algo necesario y bueno. Del debate, de la controversia, de la crítica, de las sugerencias salen ideas que sirven para mejorar proyectos o para dar a conocer al electorado que hay otros que pueden hacer las cosas mejor. Empero, desde que el Partido Popular perdió el poder gracias a aquella moción de censura que acabó con el Gobierno Rajoy y con éste atrincherado en el bar de la esquina, los perdedores han convertido el Parlamento, sede de la soberanía nacional y popular, en una especie de patio de colegio de niños malcriados que sólo disfrutan con el barullo, la bronca, el acoso y el insulto. No hay propuestas, no existe contraste de ideas, no se hacen proposiciones alternativas racionales que supongan un beneficio general, no se apela a la razón y, sobre todo, se hace gala por una parte del Congreso de una falta de educación y respeto a los demás que raya en la zafiedad y la patanería, yendo más lejos en muchas ocasiones. 

Es lógico que en el calor del debate parlamentario se alce la voz, incluso que se descalifique al adversario siempre que no se caiga en el ataque personal ni en el insulto. Lo que resulta a todas luces insoportable es que desde el 1 de junio de 2018 el Congreso de los Diputados se haya convertido en una especie de antro donde los más zafios, los más patanes, los más lerdos se dediquen a gritar, descalificar, insultar, amenazar y despreciar a la ciudadanía, a la que consideran atraerán, dado el desconcierto abundante, con el tremendo guirigay que montan cada vez que hay sesión y que nos incita a muchos a apagar el receptor a las primeras de cambio. No utilizan argumentos, ni siquiera una mínima parte del cerebro que se supone tienen, mucho menos el alma de la gente honrada, la generosidad o la bonhomía que se supone abunda en quienes se dedican a defender el interés general, o sea, el bien común.

El esperpento montado al calor de la votación de la reforma laboral es una muestra de lo que un Parlamento no puede ser

El esperpento montado al calor de la votación de la reforma laboral el pasado día 3 de febrero es una muestra de lo que un Parlamento no puede ser. El Gobierno había pactado una mayoría suficiente para aprobarla con votos de diversos partidos que no formaban parte de la mayoría habitual, hecho condicionado por la negativa de ERC y PNV a votar afirmativamente por no incluir la supremacía del convenio autonómico sobre el estatal. Expuestos pactos y alianzas, el Partido Popular tenía un as en la manga que se las hacía prometer muy felices: Dos de los conjurados muy a su pesar con la reforma, votarían en contra sin que nadie lo supiese hasta el mismo momento de la votación. Así había sucedido con el “tamayazo” de Esperanza Aguirre, así con la moción de censura de Murcia, así debía suceder ahora. Sin embargo, cuando todo estaba atado y bien atado en las alcantarillas, un señor diputado que estaba muy enfermo y por eso no acudió al pleno hasta que sí lo hizo, se equivocó al votar telemáticamente y posibilitó que la reforma se aprobase. Bien, si nauseabunda y corrupta es la maniobra de quienes tienen ese paupérrimo concepto de la democracia, no lo es menos el alborozo de que hicieron gala los directores de la maniobra y sus amigos al creer que la reforma había sido rechazada, pues mostraron un alborozo inusitado y descomunal porque millones de trabajadores continuasen inmersos en la precariedad y la explotación más descarnada, es decir se alegraron del sufrimiento de otros sin el menor recato porque ese sufrimiento suponía derrotar al Gobierno y permitir que la desigualdad siguiese creciendo exponencialmente en España, la patria amada. Los aspavientos de Teodoro García Egea, los ensayados gritos de tongo, la furia de Cuca Gamarra al conocerse el resultado final, así como las incongruencias rabiosas lanzadas por Casado dentro y fuera de España, ponen de manifiesto que hay quienes piensan que el emporcamiento de la política, la mala educación, el insulto y la zafiedad son los únicos medios válidos para llegar al poder sin que sea necesario presentar argumentos, propuestas o razonamientos creíbles y benéficos.

Si eso fuese así, si comportamientos zafios y patanescos dieran alguna vez la llave del poder político -los otros ya los tienen- a quienes así se muestran porque así son, habríamos desandado más de cuarenta años llenos de dificultades pero también de logros. Estaríamos ante el hecho trágico de que nos gobernasen quienes dejaron a nuestros viejos sin asistencia durante la pandemia, quienes tienen decenas de procesamientos por robo al Erario, quienes se sienten orgullosos de la dictadura, quienes están matando Doñana y el Mar Menor, quienes creen, en fin, que unos han venido a este mundo para sufrir y otros, ellos, para gozar a costa de lo que sea.

Zafiedad y patanería