martes. 19.03.2024
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La vida pública en España, su cochura y su carácter, tiene la rara excepcionalidad de transitar, al contrario de lo que es tradición en los países de nuestro entorno, de lo complejo a lo simple o, lo que es lo mismo, en una deriva permanente hacia la mediocridad de los valores más sustantivos de la política, entendida al modo azañista, como una pulsión cívica regida con lucidez. No es posible ningún tipo de análisis profundo de la política española porque todo es epidermis, manca finezza que calificó Andreotti a la trapisonda básica de una vida institucional procaz donde los valores y las ideologías son entes inopinados los cuales no sirven para conformar los modelos sociales mayoritarios sino, al contrario, se constituyen en factores hostiles a la soberanía de las mayorías cívicas por los poderes que deberían situarse, dada su función arbitral, al margen de los conceptos ideológicos como son los órganos judiciales afectados por un exceso de toxicidad partidaria en su contexto conservador.

El bloqueo de los órganos constitucionales (Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal de Cuentas) por parte del Partido Popular, reflejando estos órganos una realidad de mayorías inexistente, bajo el pretexto de la negativa derechista a la participación de Podemos en la renovación, es decir, el no reconocimiento de la influencia de un partido que conforma la mayoría parlamentaria y el gobierno de la nación, es de tal ramplonería antidemocrática que solo es posible en el ámbito de un régimen de escasa vocación pluralista como el nacido de la Transición. La derecha sigue manteniendo una idea patrimonialista de la nación de tal manera que todo lo que no se compadezca con su concepto de patria es contrario y destructivo para España. Es el país del Conde duque de Olivares cuando afirmaba: “Dios es español y está de parte de la nación estos días.”

La politización de la justicia o la judicialización de la política, es una muesca más, aunque onerosa, en el caparazón de las disfunciones de un sistema cuya supervivencia solo es posible ya en términos sumarios de constricción posdemocrática. Es, por tanto, desde la exoneración del libre establecimiento de la opinión pública, orientada por los grandes grupos de comunicación e irradiación cultural al servicio de los poderes fácticos del régimen y el establecimiento de lo posible mediante las prescripciones de una arquitectura institucional nacida de la voluntad de persistencia de un posfranquismo activo cuya sustantividad no sufrió ningún tipo de corrección material ni ideológica en el proceso de la Transición, se trata de una realidad que la izquierda dinástica no solo ha carecido de voluntad severa de transformación sino que esta realidad ha cambiado a las organizaciones progresistas mediante una desnaturalización adaptativa limitadora de los espacios  ideológicos del cambio social y político.

En España ninguna guerra civil la han ganado los buenos

La crisis de gobierno provocada por Sánchez es, por todo ello, una rectificación a sí mismo. Cautivas y desarmadas las huestes de Susana Díaz, esa aberración derechista del PSOE que por mantener a los conservadores en el poder causó una grave crisis en el socialismo hispano, ahora, sin la necesidad de distanciamiento con un susanismo definitivamente derrotado, Sánchez pretende volver a las hipérboles del progresismo dinástico: renovación generacional, política de cuotas, rescate de viejos adversarios, una posición y función partidaria muy grata a las minorías fácticas y que al presidente no le ha ido precisamente bien en el contexto orgánico. Sin embargo, es menester ese caliginoso progresismo cool volcado a los estilos de vida y ajeno a la lucha social y a todo cuanto pudiera remover los intereses de las minorías influyentes.

En estos contextos y decadencias institucionales, ¿qué se defiende cuando se dice defender la Constitución? Evidentemente no los aspectos sociales, vulnerados una y otra vez sin que nadie considere que la destrucción del mundo del trabajo, los salarios de hambre, la precariedad del empleo, los altos  niveles de pobreza, la desatada desigualdad sean factores que  vulneren la Constitución; tampoco las libertades públicas maltratadas por ordenamientos jurídicos como la llamada “ley mordaza” con manifiesta hostilidad a la libertad de expresión, el derecho a la no discriminación por ideología política, el derecho a la defensa y presunción de inocencia, de seguridad jurídica y un rimero de libertades y derechos fundamentales en un ámbito democrático. Lo que verdaderamente se defiende, sin saberlo la mayoría de las veces, es el entramado y la calígine de supervivencia de la monarquía restaurada por el caudillaje, sus intereses y sus paladines. Quizá el problema consista, como afirmó José Bergamín, en que en España ninguna guerra civil la han ganado los buenos.

Las trampas constitucionales