jueves. 25.04.2024

Hace ya algunos años que el discurso político de algunos viene expresado en términos que no deberían estar admitidos por la sociedad y parece ser que no hay una reacción unánime contra esos excesos. Entiendo que la política se desarrolla como un medio para alcanzar el poder y esa máxima es universal, pero ese objetivo no debe, o no debería, admitir la utilización de cualquier medio para ser alcanzado.

Entiendo que las palabras no son inocentes y que su uso, desde la responsabilidad de aquellos que aspiran a dirigirnos, debe ser ponderado, medido y ausente de cualquier carga susceptible de envenenar la convivencia. El camino del discurso es impredecible y, si desde un puesto de responsabilidad política, se lanzan mensajes cargados de una violencia potencial, es muy posible que algunos miembros de la masa entiendan que se les está pidiendo que esa potencial violencia se convierta en realidad. Ya tenemos ejemplos de esa deriva y Trump consiguió que la intención de sus palabras pusieran en marcha la toma del Congreso o que en Brasil, gracias al incendiario discurso de Bolsonaro, pasara lo mismo.

Mal camino este tal que permite y mucho me temo que la deriva emprendida acabe dándonos algún disgusto si las palabras de los gobernantes siguen abriendo la puerta a los delitos de los gobernados

Hubo un tiempo que, en España, se considerara normal lo que se denominó la “dialéctica de las armas” dando por bueno un absurdo conceptual que mezclara la normal discrepancia argumental con los balazos dirigidos al contrario.

La masa puede ser cerril, pero la responsabilidad política obliga a moderar, ajustar, argumentar, razonar y, en algunos casos, al magisterio de esas masas que se colocan fuera de la razón. En las últimas semanas, hemos visto como un grupo de descerebradas se lamentaba de que la madre de Abascal no hubiera abortado en una demostración de lo que lo puede no hacerse, pero lo más grave es que se justificara esa  salvajada desde un puesto de responsabilidad gubernamental. Unos días después, Ayuso terminaba una instrucción a su grupo parlamentario con una admonición imposible de manejarse en política: “Matarlos”.

Por supuesto que no es imaginable que eso fuera reflejo de su intención última, pero es un término inadmisible en política, sin más. El discurso político debe aspirar a convencer y a argumentar, no a eliminar al que piensa de modo distinto y, en este caso, la intención de hacer desaparecer del mapa político al adversario, se suma al dislate del mensaje.

La irresponsabilidad de ambos ejemplos es clara,pero que la prensa, en su conjunto y absoluta unanimidad, no salte al ruedo como un sólo hombre para rechazar, sin partidismos o tendencias, esta deriva, es un hecho que añade gravedad y peligro a la actual deriva del discurso. Creo que no debemos admitir, transigir o consentir que algo así pase como algo “normal” o “propio” de la acción política sin levantar las banderas de alarma de una forma unánime.

Parece ser que esa clase política no es consciente de la actual estructura de la comunicación, de lo que pasa en las redes sociales, de la absoluta incapacidad de controlar la deriva del odio y que siguen pensando con estructuras antiguas respecto al esquema comunicación, como si siguiéramos en los principios del Siglo XX. Es obligatorio que los emisores de un mensaje tengan en cuenta que, hoy en día, la pérdida de control sobre el contenido emitido es absoluta y eso es algo de lo que nadie parece ser consciente.

Parece ser que estos dos hechos, lejos de recibir la unánime condena de TODOS, han generado una mayor coherencia entre los “propios” y la indignación de los “otros” contribuyendo a un mayor y más hondo deterioro de la convivencia política y a la degeneración del contenido del discurso.

Mal camino este tal que permite y mucho me temo que la deriva emprendida acabe dándonos algún disgusto si las palabras de los gobernantes siguen abriendo la puerta a los delitos de los gobernados.

Palabras cargadas