jueves. 25.04.2024

En apenas doce años la economía europea se viene enfrentando a tres crisis de enorme magnitud. El cataclismo del año 2008, la pandemia que todavía arrastramos, y ahora la invasión rusa de Ucrania. Esta última nos introduce en un nuevo período de enorme incertidumbre, tanto por la imprevisible duración del conflicto, como por los efectos colaterales que pueda arrastrar. Sin habernos recuperado de la enorme crisis social que supusieron los efectos de la austeridad del 2010-2015, hemos ido enlazando etapas que van dejando miles de ciudadanos en la marginación y la pobreza. Y que no hacen sino ahondar la desconfianza en la política, en los partidos políticos y en la democracia.

La inflación producida por el encarecimiento del coste de la energía, agudizada por la guerra, aparece como un monstruo desbocado que ya apenas recordábamos. Ninguno de los 27 países de la UE vamos a poder orillar este problema. Y menos España, donde los altos costes energéticos lastran ya el crecimiento previsto, que algunos expertos vaticinan no superará el 3’5%, dos puntos menos de las previsiones más conservadoras.

La realidad es que el incremento de costes derivados de la alta factura energética supone una transferencia de rentas de los españoles a los países productores de gas y petróleo. Y si una parte de la riqueza se traslada fuera de nuestras fronteras, empobrecemos como país y como ciudadanos. La manera en cómo se reparte esa menor riqueza y los amortiguadores de sus efectos a los más desfavorecidos, es donde deben centrarse las políticas económicas y sociales del Gobierno.

En este contexto es donde tanto el Gobernador del Banco de España como el Presidente del Gobierno plantearon en las últimas semanas un pacto de rentas entre los sindicatos, empresarios, y Gobierno, que permita controlar la inflación y estabilizar los mercados para garantizar el crecimiento económico.

El enorme incremento de los precios del petróleo y gas, recuerda la crisis del petróleo de 1973, derivada de la guerra árabe-israelí del Yon Kippur, y la crisis de la revolución iraní de 1979 por el cierre de la producción petrolífera de  este país. Son antecedentes, que para algunos economistas, guardan similitudes nada desdeñables con la actualidad.

La historia de la transición en España es, en buena parte, la historia de los acuerdos sociales que se firmaron en ella. Seis grandes pactos en doce años, que comenzaron con los Pactos de la Moncloa en 1977.

En ese año los salarios crecían a tasas nominales de un 30%, con una inflación del 27% y un crecimiento exponencial de la deuda externa y el desempleo. Con ellos se comienza un plan de estabilización económica, manteniendo el poder  adquisitivo de los salarios, reduciendo la inflación y aplicando un estricto  control del déficit público.

El Acuerdo Básico Interconfederal de 1979 firmado por CEOE y UGT definió las bases de la futura  negociación colectiva, marcó la autonomía de las partes claramente y la desaparición del arbitraje obligatorio así como cualquier tipo de intervención del gobierno. El AMI (Acuerdo Interconfederal) del 1980 recoge una banda salarial para la negociación colectiva que supuso que los salarios tuviesen un incremento en torno al 15% y la inclusión de cláusula de revisión. Por primera vez se incluye no tener en cuenta la incidencia de los precios del crudo a la hora de marcar  el IPC de la revisión salarial. El ANE firmado en 1981 fijó una banda salarial entre el 9% y el11%, con cláusula de revisión y una subida del 10% en las pensiones, así como la representación de los interlocutores sociales en los diferentes consejos de los organismos de la administración. El Acuerdo Interconfederal de 1983 incluyó también una banda de incremento salarial y la revisión con arreglo al IPC. El Acuerdo Económico y Social firmado en 1984 con el Gobierno, CEOE y UGT estableció una banda salarial de incremento del 5’5% al 7’5% entre otras muchas cuestiones sobre salarios, empleo en la administración, fiscalidad, inversión pública y protección del desempleo.

Al margen de su contribución a gran parte de los derechos laborales y sociales actuales, a la garantía del mantenimiento del poder adquisitivo y al freno de la inflación, los acuerdos fueron pieza fundamental para paliar los problemas del país. Nicolás Redondo, entonces Secretario General de UGT, los definió así en el Comité Confederal de octubre de 1987. “Los grandes pactos ya no son posibles. Eran factibles en la transición porque se buscaba sobre todo la legitimación política”.

Sin embargo, la historia se repite, y tras 35 años de estas palabras, la propuesta presentada de un pacto de rentas les hace cobrar actualidad. Aunque tras la reunión del 7 de marzo en La Moncloa, tanto sindicatos como empresarios aseguraron estar dispuestos a negociar, la interpretación que de él hacen cada uno de los interlocutores es muy distinta.

El incremento salarial ya lo están negociando a través del Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva (AENC) los interlocutores sociales con su propia dinámica. Las políticas del Gobierno para frenar la inflación, sobre todo en el sector energético, así como cuestiones relacionadas con fiscalidad, inversiones en renovables, deben ser establecidas cuanto antes y de forma clara y rápida por parte del Gobierno. Las compensaciones a los sectores más afectados por este impacto inflacionista u otros que pudieran devenir de la guerra, deberían formar parte del mismo “paquete” con las actuaciones sectoriales y las ayudas contra la pobreza energética, subidas de precios, alquileres de vivienda, transporte, etc., etc.

Y es que como decía el economista Enrique Fuentes Quintana. “Una carrera de precios no conduce a ningún sitio.”

Fuente: Sistema Digital

Pacto de rentas