miércoles. 01.05.2024

La resaca electoral del 23J se antoja larga, sobre todo para el Partido Popular. Incrédulo ante las expectativas mal gestionadas que le habían creado las encuestas y varios medios de comunicación, y que había interiorizado toda su dirección y militancia, está desplegando una estrategia de descrédito, cuestionamiento e inventiva, para seguir alimentando las tesis de la ilegitimidad del gobierno que, desde hace demasiado tiempo, ha instalado en la vida política española. 

Por sus complejos ante el libertinaje demostrado por Vox, cada vez más, da la sensación de que el PP aceptó en la práctica, y aún no se ha sacudido, la acusación de la extrema derecha sobre su condición de “derechita cobarde”. De ahí su irresponsable campaña electoral basada en mentiras y su continuidad en la lógica de la confusión y el barro.

Lejos de abandonar la estrategia de la falsedad, el partido de Feijóo continua con sus mantras sobre quién ha ganado las elecciones y, por tanto, quién está legitimado y quién no para ser investido Presidente y poder formar gobierno.

El PP aún no se ha sacudido la acusación de la extrema derecha sobre su condición de “derechita cobarde”

Se ha dicho por activa y por pasiva, pero no está de más volver a repetirlo una y mil veces, si fuera necesario, en esta aparente guerra de conceptos que se pretende instalar en la opinión pública, cuando en realidad se trata de asumir las reglas del juego democrático de nuestro país y, por tanto, de dar cumplimiento al mandato constitucional sobre quién y cómo debe ser investido el Presidente de un Gobierno de España.

El artículo 99 de la Constitución Española dice: 

1. Después de cada renovación del Congreso de los Diputados, y en los demás supuestos constitucionales en que así proceda, el Rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno.

2. El candidato propuesto conforme a lo previsto en el apartado anterior expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la Cámara.

3. Si el Congreso de los Diputados, por el voto de la mayoría absoluta de sus miembros, otorgare su confianza a dicho candidato, el Rey le nombrará Presidente. De no alcanzarse dicha mayoría, se someterá la misma propuesta a nueva votación cuarenta y ocho horas después de la anterior, y la confianza se entenderá otorgada si obtuviere la mayoría simple.

4. Si efectuadas las citadas votaciones no se otorgase la confianza para la investidura, se tramitarán sucesivas propuestas en la forma prevista en los apartados anteriores.

5. Si transcurrido el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso.

Esto significa, en resumen, que quien puede ser investido Presidente del Gobierno es aquel candidato, propuesto por el Rey, que logre alcanzar el mayor número de apoyos por parte de los diputados y diputadas elegidas por las distintas circunscripciones electorales.

Es decir, en España, no debe ser investido Presidente del Gobierno el candidato del partido más votado, ni los españoles elegimos directamente al candidato a Presidente del Gobierno. Y esto es así porque nuestro sistema democrático es parlamentario y no presidencialista y, por tanto, son los representantes de la soberanía popular (diputados), elegidos por los ciudadanos (votantes/representados), quienes tienen el mandato constitucional del artículo 99 para que, tras el debido debate parlamentario de investidura, puedan aceptar o rechazar al candidato propuesto por el Rey.

En conclusión, nada que ver con las afirmaciones reiteradas del Partido Popular y su empeño por tratar de convencer a la opinión pública de que se debe dejar gobernar a la lista más votada para que el Presidente cuente con la mayor de las legitimidades.

Para el mantenimiento de las democracias, es imprescindible que los actores políticos y los medios de comunicación respondan a las expectativas que se les presupone

Lo más sorprendente de todo esto es que casi 45 años después de la aprobación de la Constitución de 1978, sea necesario explicarlo para que se entienda y para contrarrestar la oleada de voces mediáticas afines al Partido Popular que asumen su discurso estratégico de intoxicación y descrédito, sabiendo que no es cierto y que puede generar confusión, enfrentamiento y cuestionamiento del sistema democrático del que nos hemos dotado. Un despreciable ejercicio de complicidad y manipulación, desde la más absoluta falta de profesionalidad informativa y periodística.

Tampoco debería ser necesario recordar que, para el mantenimiento, fortalecimiento y continuidad de las democracias, es imprescindible que los actores políticos y los medios de comunicación respondan a las expectativas que se les presupone, desde unos valores comúnmente aceptados de respecto a las normas, rigor, veracidad y tolerancia de la diversidad.

De lo contrario, estaríamos en riesgo por lo que los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, de la Universidad de Harvard, exponen en su libro “Cómo mueren las democracias”, donde afirman que “la democracia funciona siempre que se apoya en dos normas: la tolerancia mutua y la contención institucional”. 

De no ser así, se pueden ir aceptando, paulatinamente y con normalidad, los indicadores autoritarios que ya nos son familiares en el día a día de la política española y la gestión institucional y que estos politólogos resumen en: rechazo (o débil aceptación) de las reglas democráticas del juego; negación de la legitimidad de los adversarios políticos; intolerancia o fomento de la violencia; predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluidos los medios de comunicación.

Mantras y riesgos