jueves. 25.04.2024

Cuando estudiaba cuarto curso de Medicina —años 1973-74— entré como alumno interno en la Cátedra de Pediatría de la Facultad de Medicina de Valencia y ya no abandoné mi puesto hasta que acabé la carrera, pues obtuve una beca de colaboración. El titular de la Cátedra era mi querido y admirado Dr. Joaquín Colomer Sala, de quien aprendí no sólo ciencia y clínica, sino también la necesidad de aportar ese toque humanista que siempre debe estar presente en la práctica médica. Tres años después, tras finalizar con éxito la carrera, me especialicé en pediatría.

Durante mi formación como estudiante becado, pasé por los distintos departamentos del entonces pequeño Servicio de Pediatría: neonatos, lactantes... pero donde más tiempo estuve fue en “Segunda y Tercera Infancia” que por aquél entonces dirigía el Dr. Emilio Borrajo Guadarrama, estaba ubicado en la segunda planta de la zona nueva del Hospital Clínico Universitario de Valencia, y era un variopinto departamento en el que había cabida para casi todas las patología infantiles, incluido el cáncer.

Recuerdo de aquella época, en concreto durante mi último año de carrera, a una niña de ocho o nueve años, paciente oncológica a quien tomé un gran cariño. Todas las mañanas, incluso cuando no había necesidad de pasar consulta, entraba en su habitación y le gastaba una broma o le hacía algún juego de magia. Rosalía estaba en la primera cama de la izquierda, la habitación tenía seis camas confrontadas tres frente a tres, y al tener acceso visual al pasillo ella me veía pasar varias veces a lo largo de la mañana y nos saludábamos con la mano. Los ingresos hospitalarios de Rosalía eran frecuentes y prolongados, y aunque ella los soportaba bastante bien, en algunas ocasiones se mostraba enfadada, algo que con el tiempo supe interpretar como una protesta por estar encerrada en la habitación de un hospital y no en el colegio con sus compañeros de clase, o jugando en el patio, o paseando con sus padres de camino a la feria…

Intento contener el llanto, una emotividad que en cierto modo me satisface al poder comprobar cómo mi sensibilidad no se perdió con los años

Durante su último ingreso, una mañana de lunes al llegar al hospital, subí a la sala antes de acudir a la sesión clínica que celebrábamos todos los días antes de iniciar la jornada. Solía hacerlo para comprobar si habían ingresado nuevos pacientes durante el fin de semana. Aquél día, mientras me asomaba a todas las habitaciones me encontré con la sorpresa de que la cama de Rosalía la ocupaba otra niña. Imaginé —aunque me extrañó— que le hubiesen dado el alta durante el fin de semana. Poco después, en la sesión Clínica, supe que mi querida pequeña paciente a la que hacía trucos de magia y que me llamaba en broma médico novato cuando le administraba la quimioterapia con una punción lumbar, había muerto la noche del sábado, y fui totalmente incapaz de contener el llanto.

Aún hoy, al escribir esta reseña, mis ojos adultos ya de camino a ser ancianos hacen el amago de humedecerse mientras intento contener el llanto, una emotividad que en cierto modo me satisface al poder comprobar cómo mi sensibilidad no se perdió con los años mientras recorría la larga senda de mi carrera profesional. He sentido la vana ilusión, más bien el deseo de que haya algo más después de la vida, porque si así fuera, aunque me cuesta creer en ello, estoy convencido de que Rosalía se habría convertido en un ángel que hoy me reconocería a pesar de mi canas y de mis arrugas, y le alegraría saber que aquél médico novato que tanto la hacía rabiar y reír aun la recuerdo.

Siento un inmenso amor por todos los niños enfermos y siempre he alimentado la convicción de que son unos seres especiales que jamás deberían enfermar. Tal vez sea este el motivo por el que me hice pediatra y ejercí la especialidad durante mucho tiempo hasta que, sin saber cómo ni por qué, mi vocación como médico se fue decantando por los caminos de la salud mental.

Día Internacional del cáncer infantil