viernes. 26.04.2024
casado congreso

“Hay políticos que, con su decencia política,

son capaces de iluminar en tiempos de oscuridad.

En cambio, otros, con sus ansias de poder,

oscurecen la transparencia”.


Desde el inicio de esta legislatura nos estamos acostumbrando a soportar permanentes enfrentamientos dialécticos entre gobierno y oposición que nada ayudan a la ciudadanía a tener claras la verdad o mentira que encierran sus relatos, discursos y argumentos. Con su vacía retórica saben que no consiguen aplausos en su bancada si, en sus intervenciones, no hay descalificaciones e insultos, al contrario; con el objetivo de conseguir votos algunos políticos han llegado al desenfreno verbal. Parece que ignoran que se descalifican moral y políticamente quienes exigen a los demás que cumplan lo que prometen cuando son ellos quienes incumplen. Se descalifican quienes lanzan insultos y mentiras, quitando gravedad cuando ellos las dicen, pero que se escandalizan si los demás lo hacen. Se descalifican quienes, dolidos de rencor y ambición por no ser ellos los que tienen el poder, afirman que quien gobierna carece de legitimidad, aunque, respetando las leyes, así lo han decido los votos ciudadanos y el Parlamento. Se descalifican quienes opinan sobre hechos que no han ocurrido o atribuyen intenciones que no pueden probar porque no han sucedido. Y se descalifican con indignidad añadida quienes, sin filtros morales, llegan hasta la calumnia, movidos por el rencor generando odio, sabiendo que mienten.

Lo que los ciudadanos quieren, en cambio, es dignificar el debate político y no crispar a la sociedad con mentiras o falsas acusaciones que cuestionen la legitimidad de un gobierno democrático ni escuchar a políticos que manipulan los hechos y lanzan mentiras e insultos que, en países realmente democráticos, no se tolerarían, ya que los fines políticos no pueden justificar medios inmorales. Razón tiene el libro de los Proverbios al sentenciar que, quien habla sin escuchar, habla mucho y habla mal.

De nuevo, acudiendo a la reflexión filosófica, hay que dar la razón a Bauman en su obra “Retrotopía”, publicada después de su muerte. Es un diagnóstico y un legado de reflexión intelectual, instalada en su observatorio de los “tiempos líquidos”, que encierra la decepción causada por la frustración de una expectativa no alcanzada: la utopía; un futuro incierto ha dejado de ser ese lugar de esperanza en el que debían materializarse los mejores ideales y los más felices sueños, al alcanzar el reconocimiento mutuo de los otros mediante el diálogo; ese futuro utópico es ahora “retrotópico”, al convertirse en un espacio tenebroso plagado de amenazas y dominado por el miedo. Hoy vemos, en casi todas las sociedades, cómo las derechas nos están remitiendo a la búsqueda de ese pasado en el que el progreso ya no es continuo ni imparable; al contrario, no progresamos, sino que retrocedemos: es el “regreso a la tribu”, a la división entre “nosotros” y “los otros”, que pone fronteras a una emigración de vuelta de la colonización, atraída por las diferencias entre unos países prósperos y otros depauperados y en el que, las identidades nacionalistas no proporcionan la recíproca “igualdad”, porque se basa en diferenciar a “unos” de “otros”. En su libro póstumo Bauman ha dejado de creer que el futuro tecnológico deseado podía aportar alguna rectificación a la “endémica” agresividad humana; al contrario, ya que el consumismo individualista fomentado por el capitalismo y los nacionalismos la exacerba aún más. El fin de la utopía se convierte en una mirada retrotópica con el fin de buscar una base realista a una civilización deshumanizada globalmente. El optimismo que ofrecía y auguraba la Ilustración ha concluido su ciclo frustrando las pretensiones de alcanzar racionalmente el progreso colectivo. El temor ha sustituido a la confianza en la técnica. Si las tecnologías podían ser el instrumento que liberase de la condición de servidumbre a la humanidad, es difícil que puedan impedir que, a su vez, sean también el instrumento que nos supedite a esa voluntad de dominación que llevamos inserta en la condición humana. Lo estamos viendo y padeciendo hoy en España.

¿A qué me refiero con debates nominalistas? A entretener a los ciudadanos con retóricas vacías utilizando significantes que, en el fondo, no dan significado específico a la realidad de la que hablan

He titulado estas reflexiones haciendo hincapié en que nos hemos acostumbrado a escuchar debates nominalistas y a soportar la fatiga de políticas partidistas emocionales. ¿A qué me refiero con debates nominalistas? A entretener a los ciudadanos con retóricas vacías utilizando significantes que, en el fondo, no dan significado específico a la realidad de la que hablan; términos que, al llevarse al terreno de lo concreto, son difíciles de describir y comprender. Acudiendo de nuevo a la filosofía, ya decían los sofistas que las leyes son convencionales, y señalando, más en concreto, el pensamiento de Guillermo de Ockham, por nominalismo se entiende aquella postura filosófica que defiende que los universales no son más que los nombres que les damos a las cosas, que sirven para representarlas y que no hay ninguna razón para presuponer su existencia, frente al pensamiento realista de Platón, que defendía la existencia de universales separados de las cosas y su discípulo Aristóteles, que, si bien afirmaba la existencia de universales, negaba su existencia como realidad extramental. Estirando a mi favor el título propuesto “debate nominalista”, recuerdo la vieja fábula de Tomás de Iriarte sobre la historia de los dos conejos que sucumbieron distraídos del peligro que corrían por no ponerse de acuerdo en si los perros que les perseguían eran galgos o podencos”.

Es lo que está pasando a Pablo Casado y a los populares, en permanente deslealtad en los problemas de Estado y enfangando la política, en estos últimos días, con casi todos los temas que conciernen al gobierno de Pedro Sánchez: la necia discusión del “chuletón al punto”, la frívola e improcedente discusión de si “los ministros del nuevo gobierno han sido elegidos a dedo”, o si las manifestaciones en La Habana durante las movilizaciones populares en Cuba son por el embargo norteamericano y las sanciones de la administración Trump o porque es “una dictadura”, término que el presidente Sánchez y su gobierno, como critica la oposición y ciertos medios de comunicación, no quieren reconocer, etc… No son estos tiempos buenos para analizar con pasión emocional la realidad ni para debatir si son galgos o podencos quienes amenazan nuestro modelo de convivencia, acusando a Sánchez, como hacen Casado, Arrimadas y Abascal, periodistas, tertulianos y medios de comunicación afines, en un maniqueísmo impresentable y carente de objetividad, de ser el culpable de cuantos males suceden en la sociedad sin aportar jamás solución alguna.

A este conjunto de despropósitos y debates nominalistas se suma la sentencia anunciada el miércoles pasado por el Tribunal Constitucional por la que tumba parte del decreto de estado de alarma que confinó en 2020 a millones de españoles en sus casas durante la primera etapa de la pandemia del coronavirus. Para unos magistrados, cinco de los once, era suficiente el estado de alarma, para los otros seis, era necesario aprobar el estado de excepción que depende de la Cámara Baja del Congreso. Ni ellos mismos se aclaran: es la fábula de Iriarte: o galgos o podencos. Sin ser jurista y sin utilizar esa socorrida y respetuosa frase de “aceptar, pero no compartir” las sentencias judiciales, la mayoría de los ciudadanos ni aceptamos ni compartimos estas “desconcertantes decisiones judiciales”: nos dejan perplejos y confusos. Entiendo y comparto lo que decía la ministra Margarita Robles (nadie puede negar sus demostrados conocimientos jurídicos), que los magistrados del Tribunal Supremo, con la lentitud que les caracteriza, se “han entretenido y a destiempo elucubrando doctrinas” con discusiones semánticas. Ellos sí que han creado polémica y no poca alarma. ¿Acaso no se les puede criticar en uso de esos derechos, también constitucionales, como es la libertad de expresión?, tanto más cuando sus decisiones no son unánimes (6 y 5 votos contrarios). Estos magistrados, a los que se han sumado en tromba los medios afines a la derecha y la propia derecha han demostrado cortedad de miras y falta de sentido de Estado. La “pandemia” ha sido universal y el gobierno de España, en la necesidad urgente de poner remedio a un problema desconocido y muy grave, no ha hecho nada distinto a como ha actuado la mayoría de los países europeos: hacer lo que se podía hacer en esta difícil y desconocida situación. ¿Acaso se podían esperar semanas para tomar decisiones con tantos muertos a diario?

El enorme poder subjetivo que tiene el poder judicial, que traspasa a veces al campo de la política, produce en ciertos momentos enorme incertidumbre

El enorme poder subjetivo que tiene el poder judicial, que traspasa a veces al campo de la política, produce en ciertos momentos enorme incertidumbre; pero también, y no es infrecuente, produce sonrojo y sorna, como decía esa conocida y folklórica canción popular: “Unos decían que sí, otros decían que no, y para más que decir, La Parrala así cantó”: ¿Quién me compra este misterio?, aceptar un recurso de un partido como Vox contra “el estado de alarma” aprobado por el gobierno, cuando ese mismo partido -vergonzante partido impregnado de deslealtad, ruido y odio- había exigido a través de su líder, Abascal, el estado de alarma y después su voto a favor del mismo en el Congreso de los Diputados. No resulta fácil soportar tanto desatino e insensatez, tanto debate nominalista (“estado de alarma o estado de excepción”) y tanta política sentimental, carente de razón y de razones asimilables por la ciudadanía. Leyendo hoy la prensa de derechas, es casi unánime el aplauso que dan a la discutible sentencia del Tribunal Constitucional; no creo, en cambio, que la mayor parte de ciudadanos reflexivos, estén de acuerdo con dicha sentencia; si los actuales políticos como las instituciones están siendo fuertemente criticados por los ciudadanos, no menor es la crítica y el sentimiento de distancia con el poder judicial. El ejemplo lo tenemos en los miembros del Consejo General del Poder Judicial, y del señor Carlos Lesmes en particular, que habiendo superado en más de dos años el tiempo legal de su permanencia en el cargo y con la negativa del Partido Popular a apoyar su renovación, ellos continúan en sus sillones, cuando bien podían forzar esa necesaria y constitucional renovación simplemente dimitiendo en bloque; sería un gesto de responsabilidad institucional y, tal vez, se caería por vez primera la venda que tapa los ojos de la justicia. Sabemos que las historias empiezan y terminan; es así de simple y comprensible. Lo que también se comprende, aunque sea lamentable y absurdo, es que las historias que no terminan acaban por pudrirse. Como tampoco se comprende la permanente matraca de una oposición, desnortada y ambiciosa, incluidos ciertos medios de comunicación, de escucharles hasta el aburrimiento de que la culpa de todo -como concluían Tip y Coll en sus chanzas-, la tiene el gobierno, y, sobre todo, “Pedro Sánchez”.

Ese está siendo el objetivo permanente del presidente del PP, Pablo Casado: desde la deslealtad institucional, poner en la diana de todos los males que ocurren en España y en el mundo al presidente Sánchez. Mientras, él ha decretado el silencio sobre el pasado de todos los problemas judiciales que conciernen al Partido Popular (Aznar, Bárcenas, Rajoy, Cospedal…); en particular, las prácticas mafiosas que está desvelando la operación Kitchen, como si estos nunca hubieran existido; no hay días ni ocasiones en las que Pablo Casado no encuentre palabras nuevas para insultar a Sánchez. Le sería muy útil al señor Casado recordar lo que decía Quevedo: “el exceso de engreimiento es el veneno de la razón”. Cree que, con su política radical, por ganar a Vox, y su torpe retórica de despropósitos, errores y mentiras, con los que concita el aplauso de los suyos, los ciudadanos le consideran buen candidato para la presidir el gobierno de España en las futuras elecciones que él desea que se anticipen y se celebren “ya”; tiene claro encaje en la lógica de sus deseos, pero no en la de los españoles. Tal vez las encuestas le aplaudan esa radicalización, pero es dudoso que una ciudadanía demócrata y sensata lo apruebe; al contrario, le ve y considera como un “caprichoso e inmaduro candidato”.

Acudiendo a la historia, recuerdo el alegato que, en favor del capitán Alfred Dreyfus, dirigió Émile Zola mediante una carta abierta al presidente de Francia M. Felix Faure y publicado por el diario L'Aurore en enero de 1898 en su primera plana titulado “Yo acuso”. Tal y como Zola había escrito en dicho alegato “la verdad está en marcha y nada la debe detener”. Poco a poco, las dudas sembradas por el escritor sobre la inocencia de Dreyfus se fueron abriendo paso entre la opinión pública francesa, hasta llegar a la revisión del caso. ¡Cuántos “Yo acuso” podríamos escribir en estos tiempos de pandemia!; cada ciudadano tendrá los suyos. Yo sí quiero mencionar uno que considero de vital importancia y de obligada justicia con los ancianos y ancianas fallecidos por Covid-19 en las residencias, en los primeros meses de la pandemia, en especial, en la Comunidad de Madrid. En esta comunidad, “se aplicó un protocolo de exclusión de la atención sanitaria en los hospitales de referencia a los residentes enfermos que tenían deterioro cognitivo o discapacidad motriz”. Desde el 18 de marzo de 2020 la Consejería de Sanidad elaboró al menos dos protocolos en los que se excluía a los ancianos con gran dependencia y gran discapacidad, los más vulnerables ante el coronavirus, de ingresar en un hospital. Esta exclusión se aplicó hasta mediados de abril de 2020, así que no se medicalizaron las residencias a pesar de que hubo sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid para que se llevara a cabo esa medida. Han sido muchos los familiares de los fallecidos y todos los partidos de la oposición los que consideraron urgente una Comisión en la Asamblea de Madrid para explicar lo ocurrido y evitar que la historia se repitiera. Según el informe: “solo se trasladaron a hospitales privados a aquellos residentes con seguros privados”.

Para el exconsejero de Políticas Sociales de la Comunidad de Madrid, Alberto Reyero, que dimitió tras una serie de desencuentros con la líder del Ejecutivo madrileño sobre la gestión de la pandemia. Según Reyero, la defensa que ha hecho Ayuso y el portavoz del PP en la Asamblea, Alfonso Serrano, sobre la gestión sanitaria en las residencias en tiempos de “Covid” (con más de 7.600 fallecidos) se ha basado en mentiras; la realidad es que -como afirma Reyero-, no quisieron considerar a las residencias como una prioridad. Fue el mayor error que cometió la Consejería de Sanidad y la presidenta Díaz Ayuso. Según Reyero los protocolos para excluir de asistencia hospitalaria a los ancianos con Covid-19 en las residencias, no eran simples “borradores” sino verdaderos protocolos, y negarlo no tiene ningún sentido. Ayuso y el Partido Popular no han querido reconocerlo y el jueves pasado, con la abstención de Vox, han cerrado la comisión de investigación; comisión que hay que recordar que, antes de la convocatoria de elecciones para el 4 de mayo, ya se había constituido en el Parlamento madrileño y que, incluso se llegaron a celebrar varias sesiones. La izquierda no ha dejado de pedir explicaciones desde entonces; hasta la propia Fiscalía entró a investigar esta gestión tras decenas de denuncias presentadas por los familiares de los ancianos fallecidos.

Para justificar la negativa de mantener la comisión, como Zola en el caso “Dreyfus”, en el caso de las residencias de ancianos, “Yo acuso” a Díaz Ayuso y al portavoz popular, Alfonso Serrano, de afirmar, con un cinismo que avergüenza y manifiesta mentira, que “los partidos de izquierda ya tenían las conclusiones elaboradas; solo quieren convencernos de su verdad”, acusando Ayuso y Serrano a la izquierda de “usar las desgracias y cabalgar sobre el dolor para hacer política”.

Durante la edad de oro del periodismo la verdad tenía un valor superior, constituía una exigencia y un deber; la esencia del periodismo era el servicio a la verdad, con rigor y honestidad profesionales. Contagiados tal vez por los políticos actuales, por las redes sociales, por el inconfesable deseo de medrar o el servilismo económico, no pocos periodistas y tertulianos han ido perdiendo los principios morales que guiaban la actividad periodística y son incapaces de hacer lo que hizo Emilio Zola: acusar cuando existe mentira y no transparencia, cuando hay odio y ruido y no diálogo y encuentro.

Sin ser pesimistas, percibimos que estamos dejando de pensar; nos estamos apagando. Y cuando el ser humano deja de pensar se adentra en tiempos de oscuridad. Ocurrió en el siglo XX, cuando triunfaron los totalitarismos y está sucediendo ahora cuando nos olvidamos de que las personas están por encima de las ideologías e intereses políticos o anulamos al otro porque opina diferente. Como titula la joven autora norteamericana Katy Rose Pool en su exitosa trilogía sobre la oscuridad: “Cuando las sombras se alcen hacia la luz moribunda, vendrá la oscuridad”. Y vivir en la oscuridad no lo podemos permitir, aunque estemos en tiempos de pandemia.

Debates nominalistas y política emocional