domingo. 28.04.2024
prostitucion

Ramón González-Piñal Pacheco | España se enfrenta a una falsa encrucijada legislativa en lo que a la prostitución se refiere. Por mucho que el nuestro sea un país en el que las libertades se conducen legislativamente en el marco de contradicciones muy particulares, baste comparar las narrativas, por momentos antagónicas, que han llevado a cristalizar leyes como la del matrimonio entre personas del mismo sexo o la del aborto, esta última de recurrente actualidad, resulta paradójico que esa falsa encrucijada, que se plantea en nuestros días en el flanco izquierdo del espectro político y en el seno mismo del gobierno de coalición al calor del despliegue global de los modelos neoliberales, pueda acabar siendo explotada precisamente por aquella derecha que se autoproclama liberal.

Más allá de la manida leyenda urbana que afirma, con la suficiencia cogida por alfileres de quiénes buscan conservar privilegios pretendiendo zanjar debates antes de que éstos puedan darse y cuestionen aquéllos, que se trata de la “profesión más antigua del mundo”, lo cierto es que la prostitución de mujeres representa una problemática social muy anterior a la, por así llamarla, era neoliberal. Con frecuencia, la socorrida frase logra esquivar el debate para, en su lugar, dar pie a un relato cuya vocación no es otra que la de desubicar espaciotemporalmente a la prostitución como institución (que nadie piense que las instituciones son sólo Hacienda), como si ello habilitara al trazado de una equivalencia con la naturaleza humana más profunda, especialmente la que tiene que ver con las “necesidades” varoniles, pudiendo así presentar la actividad como ahistórica e inevitable, que es casi lo mismo que decir deseable, o incluso legítima, en palabras de Christine Delphy. Más o menos como cuando se suelta, preliminarmente y por si las moscas, que sin lidia el toro bravo no existiría, para acabar apostillando, para que queden claras las cándidas intenciones con el animal, que además se indulta de vez en cuando a alguno de entre aquéllos que tienen tiempo de probar su nobleza.

Por otro lado, mitificar resulta oportuno para ventilar los siempre estorbosos para la actividad económica debates morales, apareciendo éstos en nuestro tiempo como meras contingencias. Plantar la prostitución antes de la historia o incluso en un limbo paralelo (¡hay quién habla de prostitución entre animales!), anclar en el mito toda su complejidad por la vía rápida –de hecho sólo se precisa la citada frase hecha– allana el camino hacia un remache jurídico “local” que debería bastarse para certificar la generosa “ampliación” de las libertades que, casualmente, demanda toda sociedad global ávida de nichos de mercado, haciéndonos a los hombres beneficiarios universales de un derecho que ya “disfrutamos” de facto, que no es otro que el de poder consumir mujeres a granel.

Aquí “global” y “universal” no son adjetivos baladíes: la sociedad de consumo y servicios propia del modelo postindustrial no es nueva, pero se ha visto “optimizada” encontrando continuidad en un modelo europeo que, en una década, ha cogido velocidad desembarazándose de los últimos obstáculos tras la caída del muro de Berlín (la Sociedad del Riesgo que con tanto acierto caracteriza Ulrich Beck) y la desintegración de la Unión Soviética, para irrumpir abruptamente en una aldea global de repente interconectada que vino a consolidarse, me quedo con la acuñación que más me gusta de entre todas las propuestas, como Sociedad de la Información.

Pero no todo iban a ser autopistas para los estados. Como predijo Manuel Castells a finales de los 90, la Sociedad de la Información anunciaba el declive de los estados-nación tal y como los habíamos conocido quienes vivíamos en ese momento, al verse contrabalanceada por una nueva ciudadanía que afloraba gracias a las tecnologías de la información y la comunicación y que se afirmaba por mediación de nuevas identidades, como el feminismo, en detrimento de aquéllas impuestas propias del modelo anterior, como las articuladas en torno a la nación.

Es decir, por un lado se daban las condiciones estructurales para el despliegue final (final por sus vocaciones planetaria y de eliminación de las clases medias) del neoliberalismo; al tiempo que, por otro, aparecía un sujeto, la nueva ciudadanía, esta última empoderada desde el acceso, no sólo respecto a su uso sino también a la propia concepción, a unas herramientas con capacidad nada menos que de producir un mundo nuevo. Estas últimas, además, difícilmente podían ser puestas bajo control, como pusieron de manifiesto de forma muy temprana, por irme a dos ejemplos muy diversos, Napster, o, en España, La Página Definitiva.

Por supuesto, la ideología neoliberal tuvo tiempo de reinventarse. Hoy día asistimos no sin estupor a la proliferación de antivacunas, negacionistas o del colectivo magufo, que dan también cuenta de cómo se diluyen los estados-nación, sólo hay que ver la fijación recalcitrante de estos movimientos contra toda oficialidad emanante de aquéllos. La formalización de identidades “de diseño” por medio del consumo es también un buen ejemplo.

Defender la prostitución como mito supone asumir una postura no sólo reaccionaria, también tramposa

Volviendo al tema que nos ocupa, defender la prostitución como mito supone asumir una postura no sólo reaccionaria, también tramposa: se trata de un fenómeno de nuestro tiempo, lo que no es óbice, dado su carácter institucionalizado, para que haya asumido distintas formas en el pasado, las cuales han podido además coexistir entre sí. La historia está plagada de ejemplos, me centraré sólo en uno: la actividad del Foro Español de la Familia durante el debate parlamentario en contra de la ley que legalizaría el matrimonio entre personas del mismo sexo en España.

Siendo generoso en dejar de lado las motivaciones religiosas fruto de nuestros legendarios problemas de confesionalidad, frente a lo que verdaderamente reaccionaba el FEF, mientras flanqueaba en aquellas pintorescas manifestaciones de hace casi 20 años a obispos y cargos de un muy rebotado PP, era la amenaza de la ley en ciernes a la validez de la familia patriarcal como modelo natural del orden social, lo que aparece explícitamente en Comte (s. XIX), es decir en pleno surgimiento de la modernidad. No es necesario leer a Robin Fox en Sistemas de Parentesco y Matrimonio para reconocer la transformación de la institución familiar en el corto período que va desde mediados de los 2000 hasta hoy en nuestro país, aunque quizá sí para convencernos de que no existe un modelo natural, mucho menos universal, de familia: tanto es así, que la llamada familia tradicional se sitúa claramente en la modernidad, puede ser considerada de hecho piedra angular de la misma.

La prostitución no es un mito, sino una actividad histórica cuya recurrencia ha logrado institucionalizar

Conviene, por tanto, dejarlo una vez más claro: la prostitución no es un mito, sino una actividad histórica cuya recurrencia ha logrado institucionalizar. Se trata, pues, de llevar a debate público cómo ésta se reinventa en nuestra compleja sociedad actual, con el simple objeto de dilucidar si franquea la barrera de justicia social que aquélla impone en el aquí y en el ahora. En este sentido, no es de extrañar que quiénes necesitan negar la complejidad de nuestra sociedad -o no alcanzan a verla- promoviendo políticas simples de comprobada eficacia electoral, sean las mismas voces que oponen libertad y justicia social, negando esta última como garantía de despliegue de la primera. Ello, en cualquier caso, no tiene nada de original, en general podemos identificar un modelo societal por las formas en que se adaptan, perviven, o perecen en él las instituciones.

Las paulatinas resoluciones legislativas, consecuencia de los debates entre regulación y abolición en los distintos países occidentales, ejemplifican una Sociedad de la Información actual que se debate entre una ciudadanía interconectada y, por ello, empoderada, y una ideología neoliberal con ínfulas hegemónicas cuyo despliegue global depende de que pueda desprenderse de los obstáculos que plantea una moral ahora de vocación universal. Por ello, el neoliberalismo se afirma también en un sentido cognoscitivo, como una maquinaria que convierte estorbos en mitos para acabar tecnificando la producción del conocimiento social a partir de estándares con pretensiones de validez planetaria (de esto último no podemos ocuparnos aquí).    

La regulación de la prostitución representa, allí donde se ha dado, el ejemplo más obsceno de maridaje entre sociedad de la Información y neoliberalismo

La regulación de la prostitución representa, allí donde se ha dado, el ejemplo más obsceno de maridaje entre Sociedad de la Información y neoliberalismo. El neoliberalismo produce una declinación alternativa de la libertad para hacerla conjugar con la necesidad “escogida libremente”, en el sentido en que su satisfacción distingue como clienta a la persona que puede pagarla; sin renunciar a incursionar en la necesidad universal, que no es escogida tan “libremente” pero que, por ello mismo, puede ser modelizada para desembocar en niveles jerárquicos de satisfacción perfectamente mercantilizables. Por eso, ya se sabe, se lleva tan mal con el estado de bienestar y con la igualdad, al tiempo que confunde la fraternidad con la libre competencia. Y de ahí también la insistencia por parte de quiénes defienden la prostitución en definir el sexo como necesidad primaria.

El neoliberalismo vicia la libertad individual al someterla a la económica, por lo que detrás de la regulación de la prostitución no está sólo el derecho de los hombres a consumir mujeres, sino sobre todo la generalización de ese derecho local (nacional) en necesidad universal.

La profesión más moderna del mundo