domingo. 28.04.2024

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A una aldea subterránea de demonios, próxima a la ciudad de Puebla, Lucrecio el Gato acudió con el chef don Meffistofeless para aprender a preparar un plato exquisito. Allí supo, de un demonio que trabajaba como pinche de cocina, que los aztecas preparaban para los grandes señores un platillo complejo llamado mulli, que significa en náhuatl, guiso o mezcla, y que empleaba en sus primeras versiones carne de guajolote y chocolate. Con el paso del tiempo, le añadieron chiles de diferentes especies molidos, junto con otros condimentos.

El Gato, y ya en la tierra de los pecadores, como primera medida, y en la observación que llevó a cabo de la zona y de las rutinas del virrey Francisco de Pimentelio, contempló cómo este solía moverse rodeado de un séquito de consejeros que tenían una vestimenta especial, y que los que los conocían decían que eran eclesiásticos y monjes, y que había sido avisado que debería eludirlos pues tenían poderes superiores a los de ellos. El virrey siempre iba acompañado de uno de éstos, al que llamaban obispo, y al que el resto le profesaba obediencia, y que era también conocido como el confesor espiritual de este. También observó Lucrecio que este señor molestaba e incomodaba a Francisco, que continuamente parecía querer librarse de él, por lo que supuso que el susodicho solo lo acompañaba para controlarlo y fiscalizarlo.

Uno de sus objetivos en la tarea que le había sido encomendada era averiguar si en ese grupo de consejeros podía haber algún exorcista, pues dificultaría su misión. A su favor tenía el Lucrecio el Gato un cierto conocimiento de lenguas muertas, además de que algunos demonios del infierno le habían dicho que estos eclesiásticos podían expulsar a los demonios de los pecadores cuando estos habían sido poseídos o engañados, y que él sabía era una de las razones por las que había sido escogido para tal misión.

Estos eclesiásticos podían expulsar a los demonios de los pecadores cuando estos habían sido poseídos o engañados

También averiguó, en el análisis de su víctima, que Francisco de Pimentelio se había desposado hacía tres años con una prima del rey de España, motivo por el que se le había concedido el cargo, y entre sus principales méritos estaban el de que sabía escribir con su mano derecha unas cuantas letras de su nombre, que utilizaba a modo de firma, y además si se le ponían en una bandeja unos pocos palillos de madera, era capaz de calcular cuántos eran con cierta facilidad y exactitud.

Por otra parte, vio que era un hombre grueso, y aunque llevaba ya tiempo en México, solo comía alimentos de procedencia española para diferenciarse del resto de los mexicanos, y mostrar así su origen, qué, aunque no fuera de la nobleza, debía de parecerlo, para ser admitido por este estamento social. 

Además, de esta forma, se sentía superior. Sus gruesos y pesados ropajes estaban hechos en España, aumentaban su volumen corporal, y debido al calor propio de las tierras mexicanas, lo hacían sudar con abundancia, y en cuanto caminaba unos metros su respiración se volvía fatigosa. Sin embargo, las vestía con gusto y orgullo pues se sentía diferente al resto de la población mestiza e indígena.

Lucrecio, el maléfico azteca, gran observador, se dio cuenta de estas vulnerabilidades y pensó que podían ser un punto de partida excelente para desarrollar la estrategia para su posesión y engaño.

También averiguó que el obispo era exorcista y que tenía profundos estudios y conocimientos en demonología, pues dedicaba varias horas al día a leer y profundizar en este tema, e incluso solicitaba libros de bestiarios a numerosas bibliotecas de otras ciudades, algunas muy lejanas, para consultar e identificar las formas que adoptaban y sus costumbres. Se decía que podía identificar a más de ochenta y siete, de los que conocía su origen, y las estrategias que utilizaban para engañar y poseer a los humanos. Por esta razón el Gato estaba muy preocupado y se preguntaba continuamente como apartaría al virrey del pastor y de su séquito de monjes y frailes.

En la misa dominical celebrada por el eclesiástico obispo, éste transmitía al pueblo congregado que sufría mucho por el pecado continuo de la gula del pueblo mexicano, y que rezaba para que superase ese grave pecado capital. También oraba por el pecado de lujuria de los habitantes del nuevo mundo.

Mientras esto decía, mostraba su tristeza, su pena, y su profundo sufrimiento, que era reflejado por sus manos entrelazadas sobre su gran y oronda barriga, acentuada por su baja estatura, su cabeza ladeada y la mirada hacia el suelo, como queriendo decir, que ya no podía más con tanto pecado.

El Gato se apenó al ver cuánto sufría el obispo y un profundo sentimiento de culpabilidad lo invadió. Salió compungido de la iglesia, pensativo y arrepentido de lo que iba a hacer, e incluso pensó en dejar la misión que le habían encomendado y arrepentirse. Pero al salir de la catedral, vio una gata que pasaba con una bandeja de frutas en un brazo, sus miradas se cruzaron, y se le quitaron los malos pensamientos con rapidez.

Lucrecio, el maléfico azteca, se dio cuenta de estas vulnerabilidades y pensó que podían ser un punto de partida excelente para desarrollar la estrategia para su posesión y engaño

Después de la misa, el virrey Francisco, el eclesiástico obispo y los consejeros, seguidos de otras autoridades civiles, acudieron a unas tribunas donde fueron homenajeados con unos bailes regionales chapanecos. Antes de dar paso a la comida que se iba a celebrar, la orquesta tocó música para que los presentes pudiesen bailar. 

Cuando estaban en esta situación, a Lucrecio se le ocurrió una estrategia para separar al obispo y a los frailes de virrey, y la puso en marcha.

— Se hizo pasar por borrachín, se acercó al pastor y le dijo al oído:

— ¿Quiere usted bailar? Le dijo poniéndole su mano derecha a la altura de la cintura oronda del obispo.

— No, contestó irritado el pastor.

—¿Porque no?, Le preguntó Lucrecio, al tiempo qué mirándolo a la cara, le decía que le encandilaban mucho sus enagüillas y sus ropajes.

— Porque soy el obispo de esta diócesis.

— Me gusta mucho el vestido que lleva, le volvió a decir Lucrecio, mirándolo con cierto embelesamiento, pues es oscuro y realza su figura.

— Ya le he dicho que soy el obispo de esta diócesis y además usted está borracho.

Acto seguido y muy irritado, se marchó seguido de los frailes y de los monjes. Cuando el virrey se quedó solo, el Gato, que sabía leer las líneas de la mano, se acercó y le dijo:

— Majestad, permitidme que me presente. Soy don Rodrigo de Torresroja, de profesión quiromántico.

El virrey, le preguntó sin mover su cabeza: «¿Y ese, qué oficio es? ¿A qué se dedica usted?»

Lucrecio le contestó, que leía el futuro a través de las líneas de las manos, y continuó:

— Majestad, si me acercáis la vuestra, con la palma extendida hacía arriba os puedo adelantar el futuro que vais a tener, pues intuyo que el destino os reserva algo grande.

— El virrey, intrigado, lo miró entonces a la cara, y le extendió su mano regordeta. Lucrecio empezó a alabarle y a decirle que su porte y elegancia en el vestir nunca se habían visto antes por estas tierras. Tampoco la finura de su inteligencia, y que estaba predestinado a ser el primer emperador de los mexicanos. “El emperador Francisco”. Qué si antes le había dicho Majestad, sin duda había sido por su aspecto, elegante refinado y culto, pero que la lectura de su mano indicaba que sería no rey, sino emperador.

— Francisco, al oír esto, empezó a sudar de satisfacción, mientras sonreía viendo culminadas sus aspiraciones y preguntó al Gato que le dijera cuando iba a suceder eso.

— Lucrecio antes de contestarle, le dijo qué para ser emperador de México, debía de probar uno de los platos más exquisitos de la gastronomía mexicana, propio de reyes y de emperadores, y pidió a uno de los sirvientes que le trajeran en una bandeja, abundante mole y guajolote. 

— Y le dio a probar al virrey, quien comió y siguió preguntando sobre su brillante destino.

Y a cada pregunta, Lucrecio le volvía a servir.

— Lucrecio volvió a llamar a los sirvientes para que les trajeran más cantidades y dio orden de que no faltara y que siguiera comiendo, mientras le decía a Francisco que pronto serían valoradas su prestancia, su elegancia en el vestir, y su indudable valía.

Lo invitaban a que comiera más mole con guajolote, al tiempo que el resto de los monstruos con sus ojos saltones, sus crestas y papadas rojas, lo conminaban a comer

Cuando estaban en esta situación, diez rijolutinas, en filas de a dos, se aproximaron hasta él caminando torpemente con sus cortas patas delanteras. Las dos que iniciaban el cortejo levantaron el vuelo dejando ver los bonitos colores irisados de sus plumas, y manteniéndose en el aire como los colibrís, le cantaron una canción española, con acento de Mondoñedo, su tierra de nacimiento, en la que daban gracias a dios y al rey de España, por haberlo enviado a estas tierras de México. Los monstruos que esperaban en tierra con sus ojos saltones, ladeando las cabezas, y con un canto algo estridente parecido al del guajolote, simulaban estar felices y muy contentas, y de acuerdo en todo lo que decían sus compañeras, al tiempo que daban saltos para abrir sus irisadas alas. 

— El virrey, con su cara redonda y rechoncha se reía en silencio de satisfacción, mientras de sus ojos salían lágrimas de alegría contenida y un hilillo de baba le corría por un surco de la boca. “Lo he conseguido”, se decía una y otra vez.

— Después otros dos monstruos, levantaron el vuelo y cantándole, lo llamaban majestad y emperador, y lo invitaban a que comiera más mole con guajolote, al tiempo que el resto de los monstruos con sus ojos saltones, sus crestas y papadas rojas, y ladeando sus cabezas, lo conminaban a comer. Y cuando engullía el pollo con mole, estas daban un pequeño salto de alegría y con sus alas de bonitos colores simulaban aplaudir. Con sus gorgoteos y entornando sus cabezas con las crestas y sus colgantes papadas rojas, parecían decirle “que bien lo estás haciendo”, al mismo tiempo que alguna volaba cerca de su cabeza, y posándose en su hombro, con su pico le comía con cariño y suavidad el lóbulo de su oreja, como si quisiera premiarlo, y trasladarle su contento, para decirle que iba a ser el hombre más poderoso de México, el emperador de todo México.

El virrey Francisco de Pimentelio, en estas circunstancias se hizo adicto al mole, y a la presencia continuada de don Rodrigo de Torresroja, conocido como el gran maléfico Lucrecio el Gato en su casa, que era el averno mexica. Pedía este alimento, con insistencia, y su voluntad fue ya propiedad del azteca, a quien le entregó su sello concedido por el rey de España, documentación secreta, así como la llave de los depósitos del tesoro.

El maléfico y el virrey de España