sábado. 27.04.2024
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Pintada en un contenedor en una calle de Madrid. (Imagen tomada por Carlos Sotos)

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El creativo Alex Bogusky dogmatizaba sobre la idónea estrategia publicitaria afirmando: “Si no polarizas, no representas a nadie y tu marca no es poderosa”. Ello supone la acrimonia como argumento de ventas, muy al gusto de Steve Bannon, ex asesor de Trump, o del dramaturgo Neil LaBute quien declaraba que prefería una audiencia disgustada a una desinteresada. Todo esto, nos incardina a la idea de la pospolítica elaborada por Rancière que se relaciona con la tesis propuesta por Balibar según la cual un rasgo propio de la vida contemporánea sería la crueldad excesiva y no funcional. Lo que cabe plantear, por consiguiente, es el “juicio infinito” hegeliano, que afirma la identidad especulativa entre explosiones de violencia “inútiles” y “excesivas”, que solo reflejan un odio puro y desnudo (“no subliminado”) hacia la otredad.

Las costuras reaccionarias del régimen del 78, que configuran la realidad política del sistema posfranquista, han optado sin disimulo por la dialéctica del odio: el adversario en la vida pública es el enemigo. Para configurar esta realidad se vertebra una violencia simbólica encarnada en el lenguaje y sus formas, la que Heidegger llama nuestra “casa del ser”. Esta violencia no solo se da en los casos de provocación y de relaciones de dominación social, sino que hay una forma más primaria de violencia que está relacionada con el lenguaje como tal, con su imposición de cierto universo de sentido. Y luego está la violencia sistémica que son las consecuencias de un determinado sistema institucional, político y económico.

La democracia es incompatible con el odio como ideología, pues ello conlleva la aniquilación de toda forma de tolerancia y respeto al librepensamiento

La democracia es incompatible con el odio como ideología, pues ello conlleva la aniquilación de toda forma de tolerancia y respeto al librepensamiento, donde las posiciones referentes a la verdad deben formarse sobre la base de la lógica, la razón y el empirismo en lugar de la autoridad, la tradición, la revelación o algún dogma en particular. ¿Cuáles son las heridas que pervierten la salud democrática en España? Las más enjundiosas forman un daguerrotipo con pocos claroscuros en un extraño, atrevido y posdemocrático maridaje: la abducción del Poder Judicial por una recalcitrante derecha y sus puñetas afines que condenan mediante prejuicios y animadversión ideológica; periodistas que difunden a sabiendas noticias falsas para perjudicar a formaciones y dirigentes no afines al conservadurismo posfranquista; la difusión de la injuria y la impostura como dialéctica doctrinaria con total impunidad y, sobre todo, el intento derechista de ilegibilidad democrática en su autoritaria concepción de la vida pública.

La derecha ejerce una incomprensión en todos los intersticios del Estado de los procesos democráticos, ya que el poder democrático sabe (o debe saber) que al ejercer el poder lo está negociando, mientras para una mente autoritaria el que ostenta el poder es un paradigma y la historia una sucesión de hechos incontrovertibles porque no se permite una argumentación alternativa. Para el poder democrático, la historia es una transacción y cada una de sus secuencias constituye una crisis, como proceso. Por su parte, el poder autoritario ve la crisis como debilidad y no como un factor determinante de la dialéctica y el pensamiento como elementos sustantivos de la libertad política y, por tanto, de la calidad democrática.

En estos términos de mediocridad metafísica, toda la sustancia autoritaria del posfranquismo, acumulada en un régimen de poder no corregido, se compadece con unos intereses universales minoritarios y ajenos, cuando no contrarios, a los de las mayorías sociales, y que, como consecuencia, afecta a la cualidad democrática del sistema.

La ideología del odio