viernes. 17.05.2024

Pactos y egoísmos fiscales

Los debates sobre fiscalidad son generalmente intensos, porque mueven pasión y razón, ideología y técnica. La intensidad se subraya en tiempos de crisis, lógicamente, porque el foco de la controversia política se sitúa sobre las diferentes propuestas para lograr unas cuentas públicas equilibradas y eficientes. Unos hablan de cómo aquilatar los gastos. Otros prefieren poner el acento en los ingresos.

Los debates sobre fiscalidad son generalmente intensos, porque mueven pasión y razón, ideología y técnica. La intensidad se subraya en tiempos de crisis, lógicamente, porque el foco de la controversia política se sitúa sobre las diferentes propuestas para lograr unas cuentas públicas equilibradas y eficientes. Unos hablan de cómo aquilatar los gastos. Otros prefieren poner el acento en los ingresos. Qué impuestos, cuántos impuestos, a quién cobrárselos. Uno de los debates más interesantes en torno a la fiscalidad tiene que ver con los ámbitos de aplicación, es decir, con la dimensión de los espacios territoriales, institucionales y económicos sobre los que se aplica una determinada estrategia fiscal, con sus normas y sus instrumentos operativos. A este respecto puede establecerse una doble tensión de naturaleza claramente ideológica. La socialdemocracia tiende a engrandecer el ámbito de aplicación de sus estrategias de fiscalidad. El nacionalismo, por el contrario, procura delimitar estrictamente los espacios fiscales. Las causas y las consecuencias de una y otra actitud son manifiestamente opuestas.

Los grandes principios ideológicos de la fiscalidad progresista son la suficiencia, la progresividad y la justicia. Para obtener unos ingresos fiscales suficientes es preciso asegurar la regulación efectiva sobre los hechos imponibles más relevantes en nuestro tiempo. Por ejemplo, siempre será más eficaz una fiscalidad de dimensión supranacional que una fiscalidad autonómica para gravar las transacciones financieras internacionales, o los depósitos de los grandes bancos, o los beneficios de las sociedades multinacionales.

También es de pura lógica prever que un aparato fiscal a escala nacional o europea será más capaz que uno regional a la hora de garantizar la mejor progresividad. Los grandes poderes que moviliza el capital requieren de grandes poderes institucionales para regular su actividad y asegurar su contribución fiscal al interés común.

Para lograr la homogeneización fiscal en los grandes espacios económicos, para evitar la competencia y el ‘dumping’ fiscal, para combatir el fraude de los paraísos fiscales, es necesario integrar las haciendas públicas y no desintegrarlas. Estas son algunas de las razones por las que los socialdemócratas tienden hacia la convergencia y el gobierno fiscal común en el seno de la Unión Europea.

El nacionalismo, sin embargo, es más partidario del particularismo que de la integración fiscal, y más proclive al egoísmo que a la justicia tributaria. Por eso busca siempre restringir la dimensión de los espacios fiscales homogéneos.

Los nacionalistas delimitan estrictamente su territorio de actividad, elaboran remedos de balanzas fiscales particulares y las utilizan como base para reivindicar limitaciones en su contribución al bien colectivo. Si lo recibido está por encima de lo aportado, los nacionalistas reclaman como justo quedarse con la diferencia. Ahora bien, si circunstancialmente lo aportado supera a lo recibido, los nacionalistas denuncian el “expolio nacional”, escenifican el conflicto y exigen la devolución de aquella diferencia. A veces lo hacen en forma de chantaje sobre la gobernabilidad, cuando pueden, y a veces lo hacen como “pacto”, advirtiendo siempre que la no aceptación del “pacto” se interpretará como un “agravio a la nación” y conducirá al desencuentro institucional.

Estas dinámicas de egoísmo fiscal son tan antiguas como los propios nacionalismos y merecen un rechazo contundente. Primero por lo absurdo de su argumentación. Pongamos algunos ejemplos. Si la Comunidad de Madrid esgrimiera el “agravio fiscal” para limitar su contribución a la hacienda común española, lo mismo podría plantear el municipio de Pozuelo respecto a la hacienda autonómica. La “balanza” fiscal de Pozuelo es claramente negativa, porque sus habitantes pagan impuestos por un valor muy superior a las prestaciones públicas que pudieran percibir. ¿Deberían los pozuelenses plantear un pacto fiscal para pagar menos impuestos o para exigir que sus tributos reviertan exclusivamente en su propio bienestar?

Lo mismo podría establecerse para algunos distritos o barrios. Por ejemplo el distrito de Salamanca, en Madrid. ¿Qué ocurriría si los habitantes acaudalados de este barrio se negaran a compartir sus impuestos con los habitantes de otros barrios de la capital?

Podríamos incluso seguir descendiendo en la escala. De hecho, en nuestro país pagan impuestos las personas físicas y jurídicas, no los territorios. ¿Por qué no han de esgrimir su propio particularismo fiscal algunas empresas o algunas personas físicas? Quien esto suscribe aporta al fisco, probablemente, más de lo que recibe en servicios públicos. ¿Debo yo mismo reclamar un pacto fiscal al Estado en base al agravio que me supone pagar más de lo que obtengo? Y si no pagamos más los que más tenemos, ¿cómo se sostiene la caja común?

La extensión del particularismo y del egoísmo fiscal haría imposible la aplicación de los principios de la progresividad y la justicia tributaria. Aún más: la aplicación generalizada de los principios nacionalistas imposibilitaría la existencia misma de un sistema tributario sostenible. Pero también es verdad que los nacionalistas nunca han pedido que sus privilegios se hagan extensivos a todo el mundo…

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