sábado. 27.04.2024

Era la última noche en O Cebreiro. Quería aprovecharlo y pasar el día contemplando las vistas de los profundos valles y collados que me habían proporcionado momentos imborrables. Una sierra que deseaba seguir viendo, y que al día siguiente lo haría por última vez. 

Los bosques de roble, de haya, o de abedul y las dehesas cuya contemplación tantas alegrías me habían dado, tendría que abandonarlas. Unas tierras pobladas por castros, aldeas de piedra y de pizarra. Unas laderas de montaña donde bosques mediterráneos y atlánticos conviven, dando lugar a espacios de una gran riqueza. 

Un área donde el gran depredador, el lobo, convive con zorros, martas, ginetas y nutrias. También con jabalíes y corzos, además de águilas y búhos reales, halcones y gavilanes y perdices que vuelan por el cielo de esta sierra, reflexionaba.

Mi mente entonces se fue al río Lor, donde sus aguas, daban vida a estos bosques, formando laderas de gran desnivel, creando unas formas de gran belleza. Unas tierras de profundos valles y cumbres donde la erosión fluvial era la responsable de una fuerte proliferación de simas, cuevas y gargantas, pensó Andrés.

Unas tierras pobladas por castros, aldeas de piedra y de pizarra. Unas laderas de montaña donde bosques mediterráneos y atlánticos conviven

Un territorio que ya los romanos hollaron descubriendo una riqueza mineral que les impulsó a explotar las entrañas de estas tierras durante siglos, se decía Andrés.

Cuando estaba con estos pensamientos en la cama, el ulular de una lechuza me movió a encender una cerilla, y con ésta la vela de un candil para ver qué hora era en el reloj de pared de su habitación. Las cinco y media. Pronto, pensó, en una hora, el amanecer daría paso a la vida de la sierra. 

Me levanté y cogí la mochila, comprobando que tenía pan y queso, y hasta un poco de tocino para pasar la jornada. Llevaba una perdiz y un conejo para asar. La bota tenía suficiente vino. Metí la navaja y un pequeño plato metálico dentro.

Antes de salir de casa, y todavía a la luz de la vela, recordé que al día siguiente me marcharía a la ciudad. Este pensamiento me llevó a la idea de aprovechar el último día, al máximo.

El primer sitio donde pararía, pensé, sería el mirador de levante, a media hora de la casa, donde el levantamiento del sol era un espectáculo que llenaba a los valles de O Caurel de vida y de alegría, y permitía oír los primeros cantos de las aves. Además, era un sitio desde donde también podía verse el ocaso del sol.

Salí, cogí a mis perros Markov y Litos, que ya me esperaban y que me saludaron con breves ladridos y con muestras de alegría, tratando de ponerme sus patas delanteras sobre mis hombros, y lamerme la cara. 

Olían los árboles en la madrugada, Andrés dio unas bocanadas profundas de aire, disfrutando con los olores y aromas. Empecé a caminar por un camino paralelo a un pequeño arroyo, alimentado por algún manantial cargado en la lluviosa primavera. Ascendía con estos pensamientos y dentro de un bosque de castaños.

Cuando lo atravesaba pensaba que era árbol muy importante para la población de esta zona de Galicia, se aprovechaban la madera, la corteza, y las hojas de estos árboles, que eran de gran utilidad para los habitantes del lugar, pero la castaña sobresalía entre todas ellas. 

Pase cerca de un “sequeiro”, una construcción de piedra, que servía de refugio y lugar de descanso para la persona encargada de recolectar y asar las castañas, el secador. Este las recogía en sacos y las transportaba hasta el “sequeiro”. Después las disponía cuidadosamente en la planta superior, denominada “caniceira”, y cuyo suelo estaba formada por láminas ligeramente separadas entre sí. A continuación prendía un fuego en la planta inferior, un “remoleiro”, para permitir que el calor y el humo secasen las castañas al ascender hasta la “caniceira”. Esa hoguera le permitía además protegerse del frío de la montaña durante las dos o tres semanas que necesitaba para completar el secado. El proceso concluía con la introducción de las castañas ya secas en sacos y su golpeo contra un tronco para separar la piel del fruto. Todo el proceso de secado lo conocía y lo había experimentado.

Olían los árboles en la madrugada, Andrés dio unas bocanadas profundas de aire, disfrutando con los olores y aromas

Seguí caminando y después de media hora, llegué al mirador, situado en la parte más alta del collado, el sol ya mostraba con fuerza una parte de su disco, iluminando la parte central de amarillo y los laterales de colores entre negro, malva y naranja.

Andrés miró a sus dos perros, permaneciendo en silencio contemplando el nacimiento del astro. Buscó después una piedra donde sentarse, sacó un trozo de queso y un poco de pan, y ayudándose con su navaja, los llevó a la boca, pero sin dejar de mirar a la lejanía donde nacía el espectáculo. Después, un trago de vino.

Al cabo de un tiempo, me levante, eché las sobras a los perros, les acarició la cabeza, y seguí el camino hasta el siguiente collado.

- Tengo la sensación de que alguien nos observa, le decía, a los perros, con quienes solía conversar.

- ¿Habéis visto algo?, Les preguntaba.

Los perros lo miraban, con la cabeza ladeada, como si quisieran entenderlo.

Como si la sierra le respondiera, oyó en ese momento el graznido de un águila. Pudo observar las plumas de su cuello y del borde de ataque de las alas, su forma de volar, e incluso como su cabeza se dirigía hacia ellos.

- Es un águila real, comentó a sus perros.

El águila dio un giro en torno a ellos, y salió en la misma dirección por la que había llegado.

- Vamos, les dijo a los perros.

En el camino que seguíamos pasamos cerca de una herrería semiderruida, una de las que se pueden encontrar a lo largo de la sierra, una rica herencia dejada por sus antiguos habitantes. Mientras pensaba, tenía la percepción de que nos iban siguiendo y observando en nuestro camino. Miraba y observaba todo continuamente a todas partes.

Nos cruzamos con unas “albarizas”, construcciones de piedra y pizarra que servían para mantener las colmenas fuera del alcance de los osos, siendo considerada la miel un alimento de mucho interés. Estaban construidas a cielo abierto y eran de forma ovalada o circular y formada con muros altos, con el fin proteger las colmenas de miel y dificultar la entrada de animales, principalmente osos. Pensó que eran todavía un reflejo de la época, que permanecen visibles y en algunos casos todavía utilizables, en muchas áreas de montaña, sobre todo en las sierras orientales de Ancares y Courel.

También pasé cerca de las ancestrales pallozas, muy abundante en la sierra, donde los animales y las personas compartían una vivienda. Eran ovaladas. En la aldea de Piornedo, situada a unos 1.100 metros de altitud, las viviendas han mantenido su estructura durante siglos y su origen es el de un poblado prerromano, posiblemente celta, con parecidos con otras casas de la Edad de Hierro en Gran Bretaña o incluso las edificaciones típicas de la cultura castrexa, seguía reflexionando y observando. Su estado de conservación desde el exterior era bueno. La madera, la paja y la piedra son los elementos que utilizaban para la construcción de estas pallozas cuya estructura tiene gruesos muros de piedra o pizarra, y fabricadas de cubiertas cónicas, vegetales y rematadas en pico. El habitáculo solía dividirse en un espacio para la cocina y otro para el establo, por lo que la convivencia entre humanos y animales era algo habitual. Además, la paja de centeno que se utiliza para los tejados resulta un aislante perfecto para el frío y el calor.

En la aldea de Piornedo, situada a unos 1.100 metros de altitud, las viviendas han mantenido su estructura durante siglos y su origen es el de un poblado prerromano, posiblemente celta

Llegué al collado y continué nuestro camino, cuando unas perdices entrematadas levantaron el vuelo. Seguí caminando durante un par de horas por una vereda ascendente, después subí por un breve cortafuegos, que en su parte más alta ofrecía unas vistas en las que la niebla tapaba de forma parcial el horizonte, pareciendo crear un espectáculo irreal. Cuando llegué, y por el esfuerzo realizado, me senté en una piedra y me dediqué a mirar y a observar la lejanía del paisaje, quedando embriagado por sierras y valles coloreados en diferentes verdes, por bosques de castaños y robles, por un océano de nubes blancas con el que se juntaban, qué en la distancia, formaban una vista de gran belleza. Árboles diseminados por todos estos montes, era el espectáculo de nuestro camino, en este entorno rico en cursos de agua, aguas subterráneas, cascadas y pozas.

Sin dejar de contemplar la sierra, abrí la mochila, cogí el pan, lo partí a trozos, hice lo mismo con el queso, ayudándome de la navaja, y eché un trago de vino de la bota. Mientras almorzaba, pasó volando un grupo de torcaces, pero no me levante para verlas, pues son muy esquivas y desconfiadas. y es difícil acercarse a ellas.

En un momento, algo sucedió. Miré hacia atrás, después hacia un lado, y luego hacia donde estaba mis perros, que lo observaban.

- ¿Habéis visto algo?, Le preguntó.

Los perros señalaron con la cabeza en una dirección.

Andrés miró en esa dirección y un zorro que cojeaba de la mano izquierda salió raudo alejándose de la escena.

Se quedaron unos minutos más, extasiado ante la belleza de la vista. Cogí la bota de vino, de nuevo eché otro trago, saqué un trozo de pan que corté como lo hacen los pastores, lo mismo hice con el queso, y con un poco de tocino. Los perros gimieron reclamando su parte, y Andrés les cortó un trozo de pan y otro trozo de tocino.

Echó a andar de nuevo, cogiendo una senda de pastores, cuando otro conejo salió disparado debajo de las piernas de Aquilino y detrás de un tejo.

De repente, observo un ave en el cielo a gran altura.

- Es un halcón, dijo a los perros.

- ¿A quién creéis que va intentar dar caza? - Les preguntó.

- Pues a alguna de las torcaces, que como está por encima de ellas, no se han apercibido.

- Mira, ya ha iniciado el descenso.

- Y baja en un picado casi vertical. Se va a cernir sobre alguna de las torcaces, continuó hablando con los perros

El halcón impactó con un tremendo golpe de su cuerpo sobre la paloma. Esta se desplomó unos metros en caída libre, perdiendo el control del vuelo durante unos segundos, pero volvió a aletear tratando de recuperarse y de huir.

- El halcón volverá a golpear a la paloma y la cogerá en el aire con sus garras, siguió.

Puede ser el lobo. Es muy difícil de que se dejen ver, pensaba Andrés y los perros no lo detectarían, es muy astuto

Y así fue. Después de unos breves segundos, el halcón volvió a impactar con la torcaz, y esta vez, después de una caída de unos metros, la recogió en el aire.

- ¡El halcón, un animal hecho para cazar! - exprese.

- Uno de los dueños del aire, junto con el águila real - dije.

Se quedaron los perros y él unos minutos observando al halcón alejarse en el cielo con la presa y reiniciaron el camino de bajada por un sendero que los llevaría a un roquedo donde podrían disfrutar de una vista diferente de la sierra. Los perros caminaban delante siguiendo el cauce seco de una escorrentía qué en invierno, o en casos de tormentas fuertes y prolongadas, podría convertirse en un cauce importante. Se paraban cada poco, miraban hacia los lados y trataban de descubrir entre la vegetación y entre los árboles algún animal que los observara. Puede ser el lobo. Es muy difícil de que se dejen ver, pensaba Andrés y los perros no lo detectarían, es muy astuto.

El sol estaba ya alto y oculto por nubes grises. Decidí que era el momento de buscar un sitio donde asar al conejo y la perdiz que llevaba. Unos minutos después el sol rompió una nube, y penetró hasta el campo, animándolo de nuevo de vida, y llegando hasta él, en forma de luz que formaba una pirámide, como si la campiña rechazara al incipiente otoño que se avecinaba.

Encontré una zona protegida por las ramas de un grupo de hayas, de encinas, y de otros matorrales que formaban algo similar a una bóveda. En uno de los lados, grandes piedras hacían el efecto de una pared, que formaba algo similar a un refugio, con una salida desde la que se podía observar la sierra.

Limpié una zona del mismo de ramas de árboles, de hojas y de maderas secas. Coloqué unas piedras en forma de semicírculo, cavó unos centímetros en la tierra, y dispuso una cama de piedras en el fondo, donde encendería el fuego para que actuase como calentador. Recogió madera seca de los alrededores, y con un poco de yesca encendió un fuego y lo avivó soplando hasta hacerlo crecer.

Al conejo y a la perdiz que llevaba les clavé un palo, atravesándolos, y los puse a asar al fuego.

Estando en cuclillas en el suelo, tuve de nuevo la sensación de que alguien los estaba observando. Me levanté, y caminé lentamente por los alrededores del fuego. La percepción de que estaba siendo observado era clara.

Se preguntó qué animal podía hacer eso. Solo el lobo podía observar sin dejarse ver. Un gato montés, pensó, o tal vez una marta.

Me aleje del fuego para salir de la zona abovedada, donde fue recibido por otra gran vista de la sierra, no tan lejana esta vez, con menos nubes y más cercana a los bosques, pues estaba en una posición más baja. Siguió, con la ayuda de unos binoculares, el recorrido de los senderos y caminos de los montes de enfrente, y con su mente pudo dibujar los hitos más importantes de esos caminos que se conocía de memoria.

Los colores del atardecer se difuminaban entre naranjas, violetas y negros, y perfilaban montañas y valles de la sierra de O Caurel con su ya débil luz, contra la noche

Volví hacia el fuego, para darle la vuelta al conejo y a la perdiz, para que se hiciesen por la espalda.

Al cabo de unos minutos, corté una de las patas traseras de la liebre, y dejé el restó asándose. Sentado en una roca y con la vista en la lejanía, empezó a comer el conejo pata y después la perdiz, levantando la bota de cuando en cuando. Le pasé a los perros un trozo de pechuga y una pata, que comieron con rapidez.

Buscó un lugar apropiado para una breve siesta y con rapidez cerró los ojos.

Eché tierra a los rescoldos del fuego, y situé unas piedras en el centro que impidiesen un imprevisto, este pudiera propagarse. Introdujo todas sus pertenencias en el morral y la bota de vino, y se dirigió al sendero que lo llevaría de vuelta hasta su casa.

En ese momento volvió la cabeza con rapidez, miró entre la espesura y vio dos ojos amarillos, que desaparecieron sin dejar rastro de ruido.

Un lobo, pensó. Se habrá acercado al olor del asado. Es muy difícil verlos.

- Un lobo, le dije a los perros, expresando su sorpresa.

Empezaron a caminar de nuevo, ya con el sol a su espalda, para ir acercándose hasta el primer mirador, desde donde se podía contemplar el ocaso del sol. Sus perros iban delante siguiendo el cauce de una escorrentía.

Se paraba cada poco, mirando hacia atrás y comprobando que no había nadie que lo observaba. Trataba de descubrir entre la vegetación y entre los árboles algo que lo alertara, y que lo hacía sentirse observado.

Cuando bajaba por el sendero vio un jabalí, qué al olor de los perros, se cruzó raudo huyendo, no sin antes parar un segundo para fijar sus ojos en Andrés.

En ese momento, otro conejo, salió huyendo muy cerca de mis piernas, detrás de una encina. 

- ¿Veis algo?, les pregunté a mis perros.

- Creo que hay alguien que nos observa, les dije, observando a los lados y hacia atrás. Miré hacia arriba y vi en el cielo, un grupo de alimoches que volaba cerca de ellos, creando un fuerte ruido aerodinámico en sus pasadas, que se sumaba al ruido de sus graznidos.

Unas horas más tarde, observaba el sol de poniente. Los colores del atardecer se difuminaban entre naranjas, violetas y negros, y perfilaban montañas y valles de la sierra de O Caurel con su ya débil luz, contra la noche.

Junto con los perros, se quedó observando como el sol se ocultaba, en esta su ultimada jornada. Se preguntaba si él había visto al águila real, al lobo, al zorro, y al alimoche, o ellos lo habían visto a él.

Tal vez esos ojos eran los de la sierra. Una mirada eterna.

Sabía que nuestras respectivas miradas se cruzaron por última vez.

Ya era de noche, cuando decidí volver a su casa. 

Sus perros lo seguían.

Los ojos de O Courel