sábado. 20.04.2024
droga

Si algo define al ser humano es su irremediable necesidad de entender lo que le rodea. Ningún fenómeno o elemento natural escapó al estudio de nuestra especie, y, por supuesto, las drogas tampoco. Rituales, medicina, festividades… el uso de psicotrópicos es patrimonio cultural, pero la Edad Contemporánea les ha declarado la guerra.

La materia de drogas ha envejecido como un tabú. Tanto es así, que su terminología se ha prostituido por desconocimiento general. «Estupefaciente» ­-derivado de “estupor”, aturdimiento- se usa para hablar de cualquier sustancia ilícita, a pesar de que no todas aturden (como la cocaína, que potencia la atención). «Narcótico» -del griego narké, somnolencia- también es empleado de forma genérica, pese a que sustancias como las anfetaminas son estimulantes que evitan el cansancio. Incluso la distinción entre drogas “blandas” y “duras” no tiene fundamento más allá del potencial adictivo, ignorando rasgos como la toxicidad.

Aunque el estigma haga dudar de ello, las drogas producen bienestar; esa es su problemática. Causan un placer tan exótico que es difícil de administrar con mesura, y, por tanto, puede ser peligroso. Sola dosis facit venenum (“Solo la dosis hace el veneno”) fue el primer proverbio en explicarlo. Lo que convierte a un fármaco en tóxico no es la sustancia en sí misma, sino la cantidad. De ahí que existan adictos a la morfina o el diazepam cuando, en pequeñas dosis, son tratamientos clínicos.

Si la guerra contra los estupefacientes no ha dado fruto en un siglo, es momento de probar vías como la regulación. Consumidores más informados y una población consciente de lo que le rodea

No existen sustancias “malas” por más que lo afirme el prohibicionismo puritano. Diferenciar un medicamento de un veneno para el alma es como distinguir entre agua bendita o del grifo: la frontera reside en el usuario. Por ejemplo, la ketamina se sintetizó como analgésico y sedante, pero fue legislada como droga dura en 2010 tras su aparición en festivales. ¿Acaso se volvió “dura” por consumirla en otro contexto? En absoluto; simplemente, no se creyó capaz al ciudadano de ingerirla con mesura.


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La prohibición carece de criterio farmacológico alguno. Liberar ciertas sustancias ha permitido comprenderlas y aprender a utilizarlas con el tiempo, como es el caso del alcohol, la nicotina o la cafeína. Un buen ejemplo es el opio en la Antigua Roma, habitual para mitigar los nervios, inducir el sueño o aliviar dolores. Llegó a haber en el Imperio miles de tiendas que lo comercializaban, sin considerarse nunca un riesgo para la salud. Tan inofensivo fue, que no hay palabra en latín para designar al opiómano, mientras que hay veinte para el alcohólico.

La ausencia de fundamento sanitario en la prohibición ha derivado en legislaciones incoherentes. Los alucinógenos son legales en Países Bajos, pero el éxtasis no. ¿Acaso no es más arriesgado estar ocho horas alucinando que estar una hora eufórico? Lo mismo ocurre en España con las bebidas alcohólicas y el cannabis. Si bien la marihuana es nociva, el alcohol empeora más la coordinación, altera el juicio y deja secuelas posteriores como “resaca” o lagunas mentales. Abusar del cannabis una noche puede acabar, como máximo, en vómitos, mientras que un abuso de alcohol puede llevar al coma. Además, la conducta de un sujeto ebrio es más peligrosa, ya que el alcohol disminuye el sentido del miedo. Por eso la mayoría de altercados en fiestas son causados por individuos bebidos, mientras que el perfil de fumador cannábico tiende a ser alguien relajado.

En definitiva, la regulación vigente es un despropósito. Esto se debe a que es elaborada en comisarías y posteriormente asumida por autoridades sanitarias, en vez de ocurrir a la inversa. El control de psicotrópicos no ha de ser competencia de políticos o juristas, sino de farmacéuticas y doctores que garanticen criterios menos acientíficos.

Históricamente hablando, la prohibición no funciona. Su primer intento, la Ley Seca de 1920, fue un fracaso ejemplar. Los millones de dólares anuales que generaba el alcohol pasaron a la economía sumergida, y empezaron a financiar el contrabando. Surgieron bares clandestinos (speakeasies), aumentó el consumo adolescente y se forjaron mafias. Otro intento fue la convención de las Naciones Unidas de 1961, dónde el motivo para penalizar el consumo era “la salud pública”. Curiosamente, en la siguiente convención (1988) se implantaron nuevas medidas porque, tras décadas de prohibición, habían aparecido organizaciones de narcotráfico tan grandes que podían derrocar países. En vez de dar un paso atrás, la ONU endureció aún más las leyes. El resultado es que hoy, en Latinoamérica o África, un cártel tiene la misma autoridad que un gobierno.

Si es imposible erradicar las drogas, lo sabio es aprender a convivir con ellas. Un Estado no puede acabar con los estupefacientes, pero sí garantizar su seguridad y educar en el consumo responsable. Pese al prejuicio general, la legalización absoluta es una alternativa realista, y supondría un avance en muchos sentidos.

El ejemplo más evidente es el alcohol, pues, si bien es legal, no tiene nada que envidiar a sustancias como la cocaína. El síndrome de abstinencia o “mono” del alcohol etílico puede llegar a ser letal, pero el de la cocaína no. Un sujeto que haya consumido esta última puede pasar las pruebas policiales de sobriedad (caminar sobre una línea, pararse en una pierna…), evidenciando más control corporal que alguien ebrio. Lo más increíble es que de las 425.000 muertes en 2016 por estupefacientes, el 44% fueron relativas a bebidas alcohólicas (cáncer de hígado, cirrosis…) mientras que la cocaína apenas supuso un 1,9%.

¿Cómo es posible que, siendo una sustancia tan peligrosa, haya tan poco alcoholismo? Muy sencillo: hemos aprendido a consumirla. Solo se estiman en España 250.000 alcohólicos frente a 47 millones de habitantes, lo que no supone ni un 1%. Gracias a su normalización, cualquier joven sabe moderar la ingesta en función de si quiere ir “contento” o totalmente ebrio.  Conocemos todos los efectos, disponemos de lugares seguros para beber y nuestros amigos sabrían actuar si algo ocurriera.

Con la cocaína es radicalmente distinto. Nadie conoce cantidades óptimas o efectos adversos. Al estar prohibida, se acaba consumiendo a escondidas en condiciones insalubres, sin poder siquiera llamar a un médico en caso de accidente por temor a represalias. Penalizar una sustancia empeora su marco de consumo y la hace peligrosa. Luego, se culpa de dicha peligrosidad a la sustancia; así funciona el prohibicionismo.

Si los psicotrópicos formasen parte del mercado libre, pasarían controles de calidad como cualquier otro fármaco. Adjuntarían un prospecto con sus componentes, dosis máxima por kilogramo y posibles efectos adversos. Sin embargo, nadie sabe lo que consume. Para abaratar costes, el hachís se combina con caucho, la marihuana se mezcla con orégano y la cocaína se corta con talco o tiza. Todo ello sin que el consumidor sea consciente, y siendo más perjudicial que la droga en sí misma.

Un argumento habitual contra la despenalización es afirmar que se dispararía el consumo, pero legalizar una droga no incrementa necesariamente su número de usuarios. La marihuana está permitida en Holanda, y sus tasas de consumo siempre han sido menores que las españolas. De hecho, los países europeos con mayor presencia de cannabis son Francia, Dinamarca, Italia y España, estando prohibido en todos ellos. Otro ejemplo es Estados Unidos, que reguló la marihuana hasta 1930 y, por aquel entonces, se consumía menos que hoy siendo ilegal.

El libre comercio de drogas también afecta positivamente a otros ámbitos. La necesidad de controles farmacológicos implicaría nuevos puestos laborales públicos o privados, así como impuestos sobre las sustancias para las arcas públicas. Además, el turismo extranjero aumentaría gracias al reclamo del libre consumo (igual que en Canadá o Ámsterdam), lo cual favorece directamente al sector servicios y propicia la interculturalidad.

En definitiva, si la guerra contra los estupefacientes no ha dado fruto en un siglo, es momento de probar vías como la regulación. Consumidores más informados y una población consciente de lo que le rodea. Legalizar significa avanzar.

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