viernes. 26.04.2024
belen
 

Fue a partir del Concilio de Nicea, celebrado en el año 325 y apoyado por el emperador Constantino, que la Iglesia católica comenzó su andadura para convertirse en la gran institución de poder que todavía es hoy. Para ello, lo primero que hizo fue asumir como propias pero con otro nombre la mayoría de las creencias y costumbres romanas y orientales que seguían los habitantes del Imperio. Una de las fiestas más destacadas del calendario romano era la celebración del solsticio de invierno, marcado por la celebración del día del Sol Invicto el 25 de diciembre como homenaje al astro que comenzaba de nuevo a resurgir, y de las Saturnales. Durante los últimos días de diciembre los romanos se reunían en casas, templos y calles en torno a mesas en las que abundaba la comida y la bebida sin distinción de clases, ofreciéndose regalos para recordar aquel tiempo de la humanidad en que todos los hombres eran iguales y la concordia reinaba. Eran, según Tácito, Cicerón y Tito Livio, las fiestas más gozosas de Roma, las que más seguidores tenían y las que gozaban de más aceptación popular. Como es natural, la nueva multinacional nacida de la conversión del emperador no iba a dejar tal acontecimiento en el olvido y decidió convertir las fiestas del Sol Invicto -de origen egipcio- y las saturnales en las del nacimiento de Jesús de Belén y la Navidad.

Educado en una escuela nacional-católica en la que convivían maestros depurados con otros falangistas, fui ajeno a aquellas cosas que sucedieron en Nicea, no así a sus consecuencias. Además de cantar con soltura el Cara al Sol, Prietas las Filas, Isabel y Fernando, Yo tenía un camarada, Montañas Nevadas, Con flores a María y el himno con letra del fascista Pemán, la mayor parte del tiempo la pasé aprendiendo oraciones católicas que nos enseñaban los maestros y los curas que periódicamente se pasaban a explicarnos las consecuencias de no seguir los mandamientos de la Santa Iglesia católica, apostólica y romana. De sus prédicas aprendí pormenorizadamente cómo era el infierno, dónde se situaban las calderas, a qué temperatura estaba, cómo se deshacía la carne de los pecadores por influjo del calor, las torturas de que eran capaces los secuaces de Satanás y la imposibilidad de salir de ese mundo una vez se había caído en él. Casi nada me explicaron del cielo, tan sólo cosas vagas como eso de sentarse a la derecha de Dios una vez pasado un juicio final que tenía muy mala pinta, lleno de trompetería y de jueces santos y viejos que sentenciarían quien iría para arriba y quien para abajo por cosas tan nimias como desear a la mujer o al hombre de tu prójimo. Algo así como una oposición con consecuencias nefastas en caso de no pasar el último examen.

Acuciado por el miedo al infierno y a un Dios tan cruel, capaz de crear al hombre a su imagen y semejanza para luego convertirlo en morcilla, emprendí un camino de perfección que me llevó a confesar cualquier cosa irrelevante al cura o fraile de turno, esperando de ese modo que la hora final me pillase limpio de toda culpa. No era creyente, sólo intentaba evitar un castigo terrorífico que creía -por lo que me habían inculcado mis preceptores- inminente si la muerte me sorprendía mancillado por los pecados cometidos por pensamiento, palabra, obra u omisión. Un trato de interés en el cual yo ofrecía mi comportamiento inmaculado a cambio de salvarme del fuego eterno, cosa que aún me quita el sueño.

Como dije, yo no era romano ni sabía nada de Nicea y su concilio, pero había algo en mi niñez y en la forma en que se celebraba la Navidad en casa que me unía mucho más a lo que luego supe de los romanos que a lo que pergeñaron en la ciudad turca. A primeros de diciembre se hacía la matanza, un ritual salvaje y festivo al mismo tiempo en el que los niños sólo nos preocupábamos de lo mismo que los mayores: Jugar y comer. Luego estaban, ellas, las mayores, encargadas de preparar las chacinas y embutidos, de hacer comida para un batallón y de poner buena cara aunque estuviesen al borde de un ataque de nervios. Con la manteca que se había sacado a los cerdos se hacían en días previos a la Navidad los dulces tradicionales que luego comeríamos como verdaderos hambrientos y, por último, emprendíamos el montaje del Belén y del árbol de Navidad. Como Caravaca tenía tren y muchas acequias llenas de musgo y líquenes, acudíamos a la estación de ferrocarril a coger piedras metamórficas y escorias de carbón para construir el portal y las montañas, a las acequias para cubrir de verde un lugar tan inhóspito como Belén. Eran días de jolgorio, de música, de juntas familiares y de libertad infantil absoluta rodeados de una naturaleza exultante que hoy ha sido casi destruida. Y la verdad es que recuerdo aquel tiempo con mucho cariño, pero ajeno totalmente a cualquier carácter sagrado. Montaba el Belén tal como lo sigo haciendo, como un juego de construcción, como parte de una costumbre, como algo que me divertía, pero jamás, ni en mi más tierna infancia, vi en aquellas figuras de barro nada, absolutamente nada, de santidad. Ni me parecía que el niño fuese un santo, ni su inquietante madre ni mucho menos San José, por el que sentía y siento una gran ternura. Qué decir de los reyes magos o de los pastores, personas pobres que iban a ofrecerle a niño recién nacido corderos, gallinas, conejos, castañas y otras cosas que habrían supuesto su muerte en caso de haberlas ingerido.

Hoy, pasados ya muchos años, continúo viendo esos días como aquellas celebraciones saturnales de los romanos pero sin darle notoriedad alguna al triunfo del sol, que también me tiene indiferente, mucho más ahora con esto del cambio climático y la mala leche creciente que se gasta el astro rey. Me parece magnífico recordar a los que ya no están y disfrutar de los que están, magnífico compartir y abrazarse, regalar y desear un año magnífico a todos menos a los que causan los males que nos aquejan. Extraordinario sentirme vivo y en pie otro año más, contemplar el paso del tiempo, añorar, desear y renovar la esperanza un año más en un mundo más justo para todos y libre de granujas, explotadores y miserables.

Buen y feliz año para todos ustedes.

La Navidad de un ateo