miércoles. 01.05.2024

«(…) lo que a mí me parece es que lo que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea de Bien. (…) y que es necesario tenerla en vista para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público». (Platón: República, libro VII)

Recuerdo al dictador con mi memoria de niño. Un muñeco de ventrílocuo con aspecto de momia levantando el brazo en la primitiva pantalla del televisor familiar. En la imagen que evoco no sólo aparece su esmirriado busto en blanco y negro, sino que toda la escena que lo contextualiza es de un gris plateado. En el cuadro que compongo en mi magín predomina la penumbra en un saloncito de clase trabajadora apenas decorado gracias al flujo generoso de dinero proveniente de los turistas extranjeros. Son los primeros setenta y los petrodólares son el maná que empieza a bendecir la costa malagueña. 

El frágil anciano –tan frágil que da lástima verlo– levanta temblorosa su mano en un precario gesto que trata de dar vigor a su discurso. El mucho tiempo que ha apergaminado su cara y ha hundido sus facciones hasta revelar más su calavera que su identidad ha deshilachado la voz con la que empieza a hablar. En los flashes de mi memoria infantil, que ya no sé si es verdaderamente mía o está compuesta de los mil y un retazos audiovisuales que se han reproducido hasta confundirse con la ficción, siempre empieza sus discursos con la misma palabra: «españoles». Así sin más: «españoles». Me pregunto ahora, con más uso de razón –quiero creer– que cuando era aquel niño con el que ilusoriamente me identifico, me pregunto: ¿en quién pensaba aquel hombre cuando se dirigía a los «españoles»? Quiero decir: ¿pensaba también en los que él había combatido, derrotado, perseguido, depauperado, eliminado físicamente?

En los flashes de mi memoria infantil, siempre empieza sus discursos con la misma palabra: «españoles». Así sin más: «españoles»

Creo que no. Creo que el dictador era un platónico. Quizá por la intermediación de San Agustín de Hipona (neoplatónico cristiano) su pensamiento, digno de quien gozaba del privilegio de entrar bajo palio en sagrado con la bendición de la jerarquía católica, comulgaba con el dualismo ontológico de Platón. La visión metafísica tan acariciada por los místicos según la cual más allá de lo cambiante y diverso, de lo que los sentidos nos ofrecen, todo apariencia, está la realidad auténtica, la esencial, a salvo de toda mácula terrenal. 

Para el caudillo, ese «españoles» era la etiqueta con la que referirse a todos aquellos que cumplen en carne mortal con la esencia de la españolidad, la cual, como tal, es atemporal, única e inmutable; igualita que las formas abstractas del filósofo ateniense. Nótese que en el modelo ontológico de la nación española sostenido por el Generalísimo de los Ejércitos, y siguiendo a pies juntillas también en esto al discípulo de Sócrates, el español, el verdadero, participa de la Idea de Bien, lo que constituye su esencia y le confiere su condición de verdadero español. En consecuencia, lógicamente el español, en tanto que español, es español de bien. Español de mal sería un oxímoron, ya que el bien es un ingrediente intrínseco del ser español. Acertaba, pues, el dictador cuando al dirigirse a su pueblo iniciaba sus alocuciones con el «españoles». A secas.

Esta metafísica patriótica tan recia como idealista, y por ende nada concreta, era fácilmente sostenible en el estado de cosas que tuvo como principal luminaria al caudillo de España por la gracia de Dios (o más bien de Yahvé, dios de los ejércitos en los textos bíblicos más antiguos). Mal que bien, y durante varias décadas, se pudo mantener ese dualismo ontológico, tan caro a la religión cristiana, mediante un aparato represor que, con el beneplácito moral de la Iglesia, persiguió sistemáticamente a los tenidos por malos españoles, o lo que era lo mismo, no españoles; es decir, en terminología platónica, eran los que no participaban de la esencia de españolidad según la Idea del régimen detentador en exclusiva del poder político, económico y militar. Esos malos españoles se empeñaban en cambiar con el devenir del tiempo en sus valores, costumbres e intereses, rompiendo con la atemporalidad e inmutabilidad de la españolidad y quebrando su unicidad al mostrarse diversos y plurales tanto en su pensamiento como en su conducta. Pero en aquel entonces los españoles (de bien) podían vivir como si no existiesen los otros en un estado de cosas en el que las vías de manifestación de los malos-no-españoles tenían que mantenerse clandestinas o eran ocultadas por el aparato propagandístico de la omnímoda dictadura. En tal coyuntura, ¿podía seguir llamándose español el individuo de orientación sexual desviada o de ideología política de izquierdas o ateo?

Esos malos españoles se empeñaban en cambiar con el devenir del tiempo en sus valores, costumbres e intereses, rompiendo con la atemporalidad e inmutabilidad de la españolidad

En democracia no ha habido más remedio que cambiar la nomenclatura, no así la ontología franquista, que sigue vigente para muchos de nuestros conciudadanos, incluso aunque se consideren de pensamiento progresista, por increíble que ello pueda parecer. Pues la creencia en la existencia de una esencia de la españolidad es, como se suele decir ahora en expresión muy en boga, ideológicamente transversal. Sin embargo resulta imposible de momento ocultar en esta democracia nuestra –que otros tienen en su delirio místico por dictadura– la realidad de esos españoles a los que no se puede ocultar ni mucho menos eliminar (por falta de ganas de muchos no será). Por esta razón no basta con dirigirte a las masas que congregas en la plaza capitalina de turno llamando a sus integrantes «españoles» sin más, porque entonces estarías incluyendo a los malos, que no son en verdad españoles, ya que seguimos aplicando el esquema metafísico del franquismo. Te ves entonces obligado a usar el sintagma «españoles de bien», de significado en realidad equivalente al «españoles» (a secas) de aquel que hizo todo lo posible por cuidar de la pureza de la raza mientras tuvo fuerzas. No queda otra en democracia, fastidioso sistema político en el que, al garantizarse el derecho a votar libremente de todos y cada uno de los españoles (sean buenos o malos, homosexuales, comunistas o ateos), es imposible ocultar la pluralidad y diversidad dinámicas constitutiva de la comunidad humana que, en la realidad concreta de su existencia, comparte un único hecho objetivo irrefutablemente común, a saber, estar en posesión de un documento legalmente reconocido por las autoridades que le otorgan la condición de ciudadano del Reino de España, ya sea un DNI o un pasaporte. 

Esto es algo muy difícil de tragar para los creyentes en la idea de españolidad. Aceptar que ser español se reduce a una convención legal –una cosa tan prosaica–, que no tiene por qué estar determinado por tu lugar de nacimiento o por quiénes eran tus progenitores o tu religión o la historia de tus antepasados, que no es nada que tenga carácter racial o étnico, va en contra de una concepción teológica de la esencia nacional que rompe el corazón de una parte muy significativa de quienes se dicen españoles.

Pero entonces, ¿en quiénes debemos pensar cuando los más señalados portavoces de la derecha apelan a los «españoles de bien» para enfrentarse al que hoy por hoy es sin duda el malo-no-español por antonomasia, que no es otro que el actual presidente del Gobierno?

A modo de hipótesis presentaré al lector para su consideración varios casos de actualidad que apuesto a que el actual líder de la derecha española no tendría objeción en incluir como representantes válidos de ese conjunto de los españoles de bien. 

Jorge Fernández Díaz es un español de bien. Hace un mes supimos que el exministro del Interior con Mariano Rajoy se había unido al que fuera su secretario de Estado de Seguridad en la petición de que se siente en el banquillo a su propio partido, el PP (el que defiende los intereses de los españoles de bien), en el futuro juicio sobre el caso Kitchen. Este caso trata de la operación de espionaje urdida contra el extesorero popular Luis Bárcenas (otro español de bien, aunque fuese condenado hace años por el caso Gürtel), a quien presuntamente le robaron documentación comprometedora sobre altos cargos de la formación para boicotear las causas judiciales de corrupción contra el partido. La postura ahora de la defensa del que fuera responsable del Ministerio del Interior es que, basándose en los escritos de la acusación, el PP también debería ser juzgado por haber sido presuntamente el beneficiario de la trama destapada. No olvidemos a todo esto que este español de bien es el protagonista de las grabaciones en las que impartía directrices sobre cómo crear causas fraudulentas contra adversarios políticos con la connivencia de medios y algún que otro profesional de la justicia. Todos ellos asimismo españoles de bien.

¿En quiénes debemos pensar cuando los más señalados portavoces de la derecha apelan a los «españoles de bien»?

A un español de bien le puede atacar la amnesia selectiva cuando se le recaba testimonio de verdad ante los tribunales y no por eso pierde su condición de tal. Es lo que demuestra el ejemplo, en este caso de española de bien, que representa María Dolores de Cospedal. En su declaración del pasado miércoles 30 de noviembre ante la Audiencia Nacional por su implicación en el caso antes referido la ex secretaria general del PP aseguró no recordar nada acerca de quién pagaba el abogado de Bárcenas o por qué o cuántas veces se reunió con el excomisario José Manuel Villarejo (en prisión por los delitos de revelación de secretos y falsedad), aunque haya contundentes razones para creer que su amnesia es más fingida que auténtica.

Cerremos esta casuística de españoles de bien que persigue concretar el concepto que en labios de arengadores dictatoriales o demócratas –que para el caso es lo mismo– puede quedar algo indeterminado. Para ello nos sirve un hombre que no bebe en las mismas aguas de la fama mediática que los personajes anteriores, un ser anónimo hasta prácticamente hoy, que a mi juicio merece desde este momento nuestro reconocimiento por su especial calidad ética. Hay que destacar ese ingrediente que comparte con tantos y tantos españoles de bien, porque en su inmensa mayoría quienes pueden arrogarse para sí dicho título se lo ganan con su callado comportamiento diario, cada uno en su ámbito de vida cotidiana, laboral o familiar, rural o urbana, patricia o plebeya, sin que nadie les tenga que repartir consignas ni dictarles órdenes ni asignarles objetivos. De alguna misteriosa manera todos y cada uno saben lo que tienen que hacer para mantener incólume la esencia de la españolidad.

¿Quien conocía a Alfredo Fernández antes de ahora? Su caso demuestra que es posible saltar a la fama simplemente por actuar como un español de bien, ni más ni menos. Yo me he enterado de la existencia de este modesto periodista empleado del gabinete de prensa del Ayuntamiento de Pozuelo de Alarcón al hacerse público que pergeñó una historia de falsos abusos con la intención de cuestionar la fiabilidad tanto de las informaciones del diario EL PAÍS como del informe del Defensor del Pueblo sobre la violencia sexual ejercida en el seno de la Iglesia Católica. Él mismo ha confesado que envió un correo electrónico tanto al periódico en cuestión como a la unidad de atención a las víctimas del Defensor del Pueblo contando un caso ficticio para así desacreditar la investigación de ese medio por considerar que «denigra» a la Iglesia. El mensaje que quiso transmitir al resto de los españoles (de bien) es que si él pudo colar un caso falso, cuántos más de la misma índole pudieron admitirse sin la debida verificación por el propio Defensor del Pueblo; lo que arroja una evidente conclusión: las investigaciones llevadas a cabo en torno a tan escabroso tema no merecen credibilidad por su falta de rigor y, en consecuencia, bien haríamos en no darle importancia a lo sucedido. 

A un español de bien le puede atacar la amnesia selectiva cuando se le recaba testimonio de verdad ante los tribunales y no por eso pierde su condición de tal

Habrá quien al saber del singular suceso experimentará en sus vísceras una cierta sensación de repugnancia moral. Mentir, y hacerlo para poner en duda con categoría general la fiabilidad de los testimonios de miles de víctimas de un execrable y masivo crimen sexual cometido contra niños indefensos que confiaban en una institución a la que socialmente se le adjudica una cierta autoridad moral, no parece una conducta éticamente aceptable. Para empezar, por el daño que se le inflige a las víctimas, que sólo tienen su palabra para poder aspirar a algo de justicia, muchas de ellas al cabo de décadas que no les han librado del infierno íntimo; pero también por la merma del apoyo institucional que necesitan para recibir la exigible reparación por parte de la Iglesia; y para acabar, porque se trata de proteger a los jerarcas católicos, responsables principales de este drama sostenido en el tiempo, los cuales han demostrado, como tantas otras veces a lo largo de la historia, la más cruel insensibilidad respecto del sufrimiento humano con tal de mantener intacto su poder. Su hipocresía no tiene parangón.

Para todos los aquí referidos la verdad siempre está por debajo del bien, a fin de cuentas siempre tan abstracto e impreciso; y la justicia no es más que un instrumento a su servicio. Poco importa que la noción de bien bajo la cual se lanza uno a la cruzada hombro con hombro con los otros españoles de bien, agarrando con una mano la rojigualda y con la otra el rosario, sea un concepto turbio y en cualquier caso no compartido por todos los españoles; categoría que incluye a los que lo son aún en contra de su voluntad y mal que les pese. Existen, y debemos convivir con ellos. Salvo, claro está, que se viva preso del delirio teológico de la España inmutable y sempiterna, en cuyo caso se verá como mejor opción eliminarlos, o meterlos a todos en la cárcel si no hay más remedio.

Españoles de bien, españoles a secas