miércoles. 01.05.2024
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«Cuando se va por una línea de insensateces, la insensatez no tiene límites.» (José Luis Rodríguez Zapatero en una entrevista en la cadena SER el 15 de noviembre de 2023)


Hace unos años leí un libro titulado Física y vida. Se trata de un trabajo con una encomiable vocación divulgativa. En él su autor, el físico Javier Marro, ofrece recursos conceptuales y explicaciones científicas acudiendo al utillaje teórico de la física para que los que no tenemos una formación científica especializada entendamos que algunos de los misterios que entrañan las diversas dimensiones de la realidad –que en esencia es una– se han logrado desentrañar con el trabajo paciente y siempre inadvertido, y casi nunca apreciado, de los investigadores; que al final la clave está en dar con los patrones esenciales a los que están sujetos los modos en los que las cosas ocurren, desde el movimiento de los quarks hasta el transcurso de una manifestación política.

Un ejemplo de noción interesante que aporta el autor de Física y vida es la de cambio de fase. Se trata de uno de esos conceptos que sirven para comprender que de lo simple, de pautas físicas elementales, puede surgir espontáneamente lo complejo, la vida. Lo que ocurre en un cambio de fase es algo fascinante, aunque pasa por ordinario para cualquier observador que no lleve puestos los lentes de científico. Ocurre por todas partes en nuestra vida cotidiana. Por ejemplo, cuando ponemos un cazo de agua a hervir. Un litro de agua a presión atmosférica normal apenas cambia de volumen cuando se calienta de 5 grados centígrados a 95 grados, pero crece hasta expandirse por cualquier recipiente, incluso por toda la habitación donde se encuentra, al calentarse por encima de 100 grados, que es el punto de temperatura en el que se produce la transformación de líquido a vapor. Igualmente se da el cambio de fase en la temperatura de 0 grados, cuando el agua en estado líquido, súbitamente, se convierte en otra cosa –porque la llamamos distinto–, en hielo. Y subraya el profesor Marro: «En ambos casos, ejemplos de cambios de fase, hay una propiedad al menos que, espontánea y súbitamente, muestra un cambio enorme, digamos, infinito». Lo enfatiza el autor con la letra cursiva: «infinito». En ese punto exacto, ni antes ni después, el cambio gradual deja paso al cambio radical, y llegado a él ya no hay marcha atrás.

Mientras contemplaba la otra noche en la pantalla de mi televisor el desarrollo de la enésima concentración –¿espontánea? – en las proximidades de la sede del PSOE en Madrid no dejaba de pensar, muy preocupado, en ese concepto del cambio de fase. Mi cabeza no podía dejar de dar vueltas a ese punto de no retorno, ese 100 grados o ese 0 grados, en el que ya no es posible la vuelta atrás, en el que la naturaleza, a través de sus dictados en forma de ineluctables leyes como la de la entropía (la que dicta la tendencia de cualquier sistema al desorden y que en los vivos conduce fatalmente a la muerte), arrebata el control de las cosas a nuestra voluntad y ya solo cabe dejar que pase el suficiente tiempo para que, como se suele decir, «la cosa se enfríe». Pero rara vez volvemos al estado inicial; ya no se dan las mismas condiciones que antes de ocurrir el cambio de fase. Se trata de una experiencia existencial que nos pone despiadadamente ante nuestros límites, ante la cruel evidencia de que resulta muy fácil perder el control de la situación. Entonces la realidad se revela como el supremo y despiadado negador de nuestros deseos: ¿en qué exacto momento tuvo lugar ese fatídico punto de inflexión que llevó a que naufragara un matrimonio? ¿Cuándo se torció el crecimiento de ese niño que prometía el florecimiento de una vida plena de talento? ¿Cómo fue que se pervirtió esa sociedad que parecía caminar orgullosa hacia un destino de éxito?

Esa sensación de cambio de fase la tuve hace seis años, cuando los aciagos acontecimientos de octubre de 2017. Entonces ocurrió en lo social y en lo político lo que le pasa al agua cuando llega a 0 grados o a 100. A partir de ese momento ya fue otra cosa. Sabía que algo había cambiado en el vínculo entre Cataluña y el resto de España y que nunca volvería a ser como antes. La otra noche me preguntaba si estaba presenciando de nuevo un suceso que representaba un cambio de fase. Era como cuando uno está ante el cazo de agua que ha puesto al fuego, observando el líquido, esperando, sin saber exactamente cuándo las burbujitas que suben desde el fondo serán más y más y se volverán más violentas hasta que ya, súbitamente, el agua empezará a hervir y a evaporarse. En el caso de lo que veo noche sí y noche también durante las últimas semanas en las calles de la capital española la pregunta pertinente es, ¿hemos llegado a ese punto de no retorno? ¿De qué estado a qué otro estado podemos pasar si se da?

¿Hará falta recordar las palabras de Aznar?: 'El que pueda hablar que hable, el que pueda hacer que haga, el que pueda moverse que se mueva'

No estoy seguro de la respuesta a la primera pregunta, pero me atrevo a responder a la segunda: en este caso estaríamos pasando de caminar mal que bien por la senda de la racionalidad en los movimientos del tablero político a salirnos de sus márgenes para ingresar de hoz y coz en los dominios inciertos de la irracionalidad. Desde luego que cebadores para que se dé ese indeseable cambio de fase no faltan en las filas de los partidos de la derecha. Ya hace tiempo que han puesto, como se suele decir, toda la carne en el asador para que se dé un estado de rebelión ciudadana. ¿Hará falta recordar las palabras de José María Aznar? «El que pueda hablar que hable, el que pueda hacer que haga, el que pueda moverse que se mueva», conminó todo un expresidente del Gobierno a la ciudadanía hace unos días. Por su parte la incombustible Isabel Díaz Ayuso ya ve la antesala de una dictadura en toda regla en los acuerdos alcanzados por el PSOE con Junts per Catalunya. El señor Santiago Abascal no se queda atrás y exhorta a los españoles a rebelarse contra el tirano de la Moncloa. En cuanto a Alberto Núñez Feijóo, cumple impecablemente con su papel de comparsa de todos ellos.

Ya escribí hace semanas dando mi opinión sobre el asunto de la amnistía (léase A propósito de la (dichosa) amnistía: aporía, relato y estrategia política). En este asunto pienso que Pedro Sánchez se la juega, como se la ha jugado en ocasiones anteriores, desde el momento en el que accedió a la secretaría de su partido y tuvo que pelear por ella en contra del aparato dirigente del mismo. Es su carácter, parece, o que cree firmemente en el clásico adagio de Virgilio que asegura que la fortuna sonríe a los audaces, o ambas cosas. La última vez lo hizo cuando decidió adelantar la celebración de las elecciones generales al 23 de julio pasado ante la sorpresa y el desconcierto de propios y extraños. Le salió bien se puede decir. Con la apuesta del dirigente socialista por el acuerdo con una figura tan tóxica en términos políticos –y me atrevo a decir que éticos– como es Carles Puigdemont, su arrojo supera todos los antecedentes, al representar el prófugo de la justicia el icono por antonomasia de la afrenta antiespañola que lo convierte en objeto de odio para un porcentaje considerable de la ciudadanía, no necesariamente de derechas ni tampoco españolista.

Como vino a subrayar Bertrand Russell en su momento, no fue la democracia la que aupó a Adolf Hitler al poder sino lo que el filósofo inglés llamó emocracy (emocracia)

Si las imágenes de la tensión callejera de estas últimas noches se parecen a las de aquéllas que produjeron los momentos más críticos del conflicto catalán, particularmente del año 2019, es porque se dan en su origen ingredientes de naturaleza equivalente. De nuevo nos encontramos, por las carambolas de las circunstancias, con la manifestación de la verdadera condición de las democracias contemporáneas, paradójicas y en aspectos fundamentales contradictorias, al ser –según la advertencia del politólogo italiano Giovanni Sartori– un ovillo enredado de ideas, prácticas y nociones de muy diversa progenie conceptual e histórica. Su unidad y coherencia son solo aparentes. Cuando en ocasiones como la del procés o la actual del pacto para la investidura de Pedro Sánchez encontramos posiciones contrapuestas, ambas igualmente reclamando para sí el aval de los principios democráticos en favor propio, estamos ante la prueba de que la democracia es un sistema político característicamente humano, es decir, imperfecto. No debe olvidarse que históricamente surge del conflicto y con la intención de conducirlo por los cauces de la civilización, es decir, de constreñirlo a un tratamiento institucional que no desborde los límites de la sensatez. Por eso digo que la democracia es muy exigente, pues es impracticable fuera de los márgenes de la racionalidad y sin el compromiso absoluto con el diálogo, lo cual muy a menudo choca con nuestras pulsiones más naturales y, por consiguiente, espontáneas. Como vino a subrayar Bertrand Russell en su momento, no fue la democracia la que aupó a Adolf Hitler al poder sino lo que el filósofo inglés llamó emocracy («emocracia»).

El conflicto que en el momento presente ha motivado la movilización de los más aguerridos defensores del honor patriótico con la excusa de que se pone en riesgo el orden institucional actualmente vigente tiene apoyo legítimo en efecto en la fricción entre los dos componente primordiales constitutivos del modelo de democracia históricamente triunfante, el que corresponde al perfil liberal moderno. Tales componentes tratan de responder a la necesidad de cumplir dos funciones básicamente: una es la de proteger a las personas del poder; la otra es la de hacer posible que las personas ejerciten ellas mismas el poder político. La primera, que tiene su origen en la tradición liberal más clásica, inspira la conformación de aquellas instituciones y mecanismos que miran por disminuir los riesgos de que se abuse del poder, ya sea por parte de un mal gobernante o incluso de las mayorías. Se basa, pues, en la desconfianza hacia el propio ser humano y se materializa en prohibiciones y límites. La segunda tiene que ver con el autogobierno y conlleva el establecimiento de los cauces y medios adecuados para que la ciudadanía ejercite ella misma el poder político; su génesis está en la primera de las democracias, la ateniense, y supone un cierto optimismo antropológico al representar la apuesta por el ejercicio de la libertad positiva a través del autogobierno.

Igualmente pertinente para el análisis de la presente coyuntura es la distinción del jurista italiano Luigi Ferrajoli entre democracia procedimental y democracia sustancial. La primera versión de la democracia destaca la capacidad del régimen para la adopción de decisiones de forma dinámica conforme a los procedimientos reglados, tanto de los fines a perseguir como de los medios a usar, a través del diálogo y el pacto de acuerdo con el juego de las mayorías. Esta es la dimensión formal de la democracia, que se compadece con el hecho evidente de que las sociedades cambian y varían en los principios que inspiran su devenir a lo largo del tiempo. La otra dimensión, la que Ferrajoli llama sustancial, es la que representa el Estado de Derecho, el cual trasciende ese dominio de las mayorías para que se tenga igualmente en cuenta los intereses y las necesidades vitales de todas las personas, aunque formen parte de una minoría o sus intereses se hallen en desventaja frente a los de los poderosos. Como se ve en cualquier caso, estas propuestas teóricas reconocen con diversidad de matices conceptuales el núcleo problemático de la propia democracia, su doble alma si se quiere: por un lado, el respeto a la voluntad del demos, de la ciudadanía; por otro, el entramado institucional que la mantiene dentro de unos límites estables de acuerdo con el fundamento que constituyen los valores democráticos y que, en esencia, son de orden ético.

En la situación presente se podría considerar a primera vista que las derechas, respaldadas por una nada despreciable masa social, tratan de defender el orden constitucional y su arquitectura institucional que, paradójicamente, es el que admite que se pueda dar el proceso de investidura del traidor (a esos valores éticos de orden democrático) Pedro Sánchez, ya calificado de dictador y, por tanto, de un personaje que estaría abusando del poder. ¡Amparado, eso sí, por la constitución y sus instituciones, supuestamente diseñadas precisamente para parar a tipos sin escrúpulos como él, lo que significa el reconocimiento implícito del fracaso de las mismas! Entre ellas se impugna de rebote la institución de la representación, coincidiendo –paradoja sobre paradoja– con el ya clásico eslogan del 15M de «no nos representan», ya que son nuestros representantes políticos democráticamente elegidos los que están invistiendo como presidente del Gobierno a un individuo que el pueblo supuestamente rechazaría en su abrumadora mayoría por indigno para el cargo.

Al mismo tiempo se reclama que se pongan de nuevo las urnas (como por cierto pedían en su día los independentistas catalanes cuando el referéndum ilegal), es decir, se exige la devolución del poder político a la ciudadanía, porque el resultado del 23J, aunque impecable en términos procedimentales (los definidos desde la perspectiva de la democracia formal), no va a producir un gobierno verdaderamente democrático, pues va a terminar por destruir la democracia española en su sentido sustancial, o sea, liquidará el Estado de Derecho y por ende su fundamento ético –particularmente el valor de la igualdad– como se viene diciendo desde las filas de la oposición. De manera equivalente, cuando aquellos días de máxima tensión del conflicto catalán, los separatistas se movían con la misma contradicción política: legitimados por la Constitución española para ejercer el autogobierno renegaban de ella para reclamar que el pueblo se pronunciara en contra de las instituciones del Estado que lo tiranizaba según ellos.

La escalada de soflamas guerrilleras podría ser el punto de calentura necesario para que se dé el temible cambio de fase que nos disloque a todos llevándonos peligrosamente fuera de los límites de la sensatez

La pregunta es si este enfrentamiento político, que nace de las mismas entrañas de la democracia, justifica la respuesta prácticamente concertada de quienes conforman la vieja guardia de las más rancias esencias de España, las que constituyen su más preciada reserva moral, y que casualmente es la misma que históricamente vela por el orden que favorece a los poderosos de siempre, incluyendo a los jerarcas católicos y a los que mandan en los negocios y las finanzas. Si las instituciones democráticas de nuestro Estado aguantaron la embestida soberanista del procés, ¿no van a poder con esta dictadura que el otra vez –para pesar de muchos– presidente del Gobierno, el felón Pedro Sánchez, trata de instaurar a juicio de sus más furibundos críticos? El llamado de Isabel Díaz Ayuso a «todos los españoles de bien» para que «con la Constitución, el rey Felipe VI, los poderes legislativo y judicial, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, las Fuerzas Armadas y la Unión Europea», se enfrenten a la dictadura sanchista seguramente supone el culmen en esta escalada de soflamas guerrilleras que en nada contribuyen a abordar la situación dentro de los márgenes de los procedimientos democráticos (es decir, racionales), y que, sin embargo, podrían ser ese punto de calentura necesario para que se dé el temible cambio de fase que nos disloque a todos llevándonos peligrosamente fuera de los límites de la sensatez.

Cambios de fase y las paradojas de la democracia a raíz de una investidura presidencial