martes. 19.03.2024

A principios del siglo XVI, Francisco de Vitoria, padre del Derecho Internacional, defendía el derecho de todos los hombres a establecerse en cualquier lugar del mundo sin que nadie ni nada, salvo actuaciones dañinas, pudiese impedírselo: “Los españoles tienen derecho a viajar y permanecer en aquellas provincias, mientras no causen daño, y esto no se lo pueden prohibir los bárbaros. Se prueba en primer lugar por el derecho de gentes, que es derecho natural o se deriva del derecho natural… En todas las naciones se tiene por inhumano el recibir y tratar mal a los huéspedes y peregrinos sin motivo especial alguno, y, por el contrario, se tiene por humano y cortés el portarse bien con ellos, a no ser que los extranjeros aparejaran daños a la nación”. 

Sostenía el gran humanista burgalés, anticipándose a nuestros contemporáneos más avanzados, que la patria del hombre era la humanidad, que la hospitalidad y el buen trato al extranjero eran signos de civilización mientras lo contrario lo eran de barbarie, que únicamente el propósito de causar estragos podría ser motivo para rechazar a quien viene desde otros lugares.

Eran tiempos de conquistas, como siempre lo fueron desde que el hombre tuvo los medios necesarios para recorrer grandes distancias y transportar tropas. El mundo estaba muy poco habitado, apenas por 500 millones de personas, y aun así los postulados de Vitoria no se cumplían en casi ningún lugar del mundo: La guerra de conquista y expolio y la destrucción fue la tarjeta de presentación de los emigrantes enviados por los Estados y las Compañías; la resignación o la violencia la respuesta de los que se consideraban atacados en su propia casa.

Sostenía el gran humanista burgalés, anticipándose a nuestros contemporáneos más avanzados, que la patria del hombre era la humanidad, que la hospitalidad y el buen trato al extranjero eran signos de civilización

El mundo ha cambiado mucho en algunos aspectos, en otros sigue igual que entonces, que hace cuatro mil años. Occidente lleva cinco siglos adueñándose del mundo, invadiendo países, obligando a los nativos a esclavizarse, expoliando sus fuentes de riqueza, esquilmando la naturaleza de modo casi irreversible, repartiendo pobreza, es decir, obligando a los indígenas a marcharse de la tierra que les vio nacer y les impide vivir para buscar la felicidad en aquellos países que prosperaron y se desarrollaron gracias a lo que les habían robado. Quede como ejemplo máximo de esa devastación secular el Museo Británico, gran almacén del expolio realizado por Inglaterra durante los años de máximo esplendor de su imperio.

Sin embargo, la fórmula ya no sirve, asistimos al mayor calentamiento del planeta conocido, un calentamiento que hace imposible la vida en muchos lugares del mismo, pero sobre todo en amplias zonas de África; las materias primas más necesarias se están volviendo escasas y los habitantes de las zonas más sacrificadas ya no se conforman con ver morir a sus hijos y padres, con llorar ante la desgracia o con servir al hombre blanco que llega dispuesto a dejarlos más desnudos de lo que ya están. 

Ese cambio no se visualiza ahora en revoluciones como sucedió durante los periodos de emancipación colonial, sino como emigración. Todo el mundo quiere a la tierra en la que nace, donde residen su familia, sus amigos, sus paisajes, sus recuerdos, su monotonía y su alborozo, pero nadie puede pedir a otros que se resignen a vivir en la más absoluta de las miserias, a ver morir a los suyos día tras día, sin esperanza, sin consuelo, inmersos en el dolor más inmenso, infinito e inabarcable: Ellos también saben que hay países en los que existe la Seguridad Social, en los que se tiran toneladas de alimentos, en los que se queman millones de euros en iluminar las calles porque se acerca el fin de año y la fiesta que conmemora que un niño nació en un pesebre de un país muy pobre que todavía sigue en guerra porque está rodeado de petróleo y gas, un niño que, según la tradición cristiana, nunca la historia, vino al mundo para redimir a los hombres de los pecados que no habían cometido y que sirvió como argumento fundacional de una de las mayores y más mortíferas multinacionales del planeta.

Occidente lleva cinco siglos adueñándose del mundo, invadiendo países, obligando a los nativos a esclavizarse, expoliando sus fuentes de riqueza, esquilmando la naturaleza de modo casi irreversible

Por eso, ya no están dispuestos a morir sin hacer nada, ni a resignarse, ni a bailar para que caiga el agua que la acción contaminadora del hombre occidental ha ahuyentado. África, a la que pedimos cuidados para las selvas y los animales que la habitan, se está convirtiendo en un continente inhabitable en el que cada vez nacen más niños hasta llegar a los dos mil millones de personas dentro de quince años. Europa, la Unión Europea, se lava las manos. Encarga a Turquía que frene las entradas por aquel lado a cambios de mucho dinero, y a Grecia, Italia y España que se las apañen como puedan para contener la oleada de pobres que Europa contribuyó a crear.

Del mismo modo que es imposible acometer los desafíos y amenazas del cambio climático desde un solo país, sería como escupir al cielo, también lo es detener la pobreza con vallas y fusiles sin que exista una política común racional y humanista que ataje los males de raíz, y la raíz todo el mundo sabe que se llama pobreza, miseria, explotación, sufrimiento y muerte. Si ves por los medios y las redes sociales el lujo y el despilfarro europeo y norteamericano, si ves sus ciudades, sus hospitales, sus desmesuras -la pobreza de aquí no vende, luego no existe-, es imposible que te resignes a morir y a ver morir a los tuyos. La muerte no es una amenaza para ellos, como no lo es cruzar el Estrecho de Gibraltar a nado sin saber nadar ni haber visto nunca el mar. El terror es lo cotidiano, lo que hay en su hogar reventado, lo que no hay, la impúdica codicia del hombre blanco que se cree superior y no es más que el descendiente mal criado y abusón de un primate.

Se encarga a Turquía que frene las entradas por aquel lado a cambios de mucho dinero, y a Grecia, Italia y España que se las apañen como puedan para contener la oleada de pobres que Europa contribuyó a crear

Basta de hipocresía. España no puede enfrentarse sola a lo que va a venir de África. Lo de estos años es sólo el comienzo. De no cambiar las cosas y todo apunta a que no van a cambiar, la avalancha de personas en busca de una vida que les permita vivir, va a ser gigantesca y no habrá concertinas ni disparos para detenerla. Europa ha mimado en exceso al régimen marroquí, una dictadura de la peor ralea, pero los marroquíes siguen pasando hambre y necesidad mientras su rey es uno de los hombres más ricos del mundo y juega con los pobres como carne de cañón. 

Ha llegado el momento de apostar por la democracia en el Norte de África, de pactar con quienes tengan la legitimidad y la credibilidad suficiente y, sobre todo, ha llegado el momento de invertir en África, de devolver a ese continente una mínima parte de lo que le robamos para enriquecernos, de darles la consideración y la dignidad que se les robó a base de ejércitos, bombas y saqueos seculares. Entregar la frontera sur de Europa a España, Italia y Grecia es como la crónica de un desastre imposible de aquilatar. La única manera de detener la fuga masiva de africanos de su continente, de acabar con las muertes y asesinatos de migrantes es que tengan medios de vida, mirar para otro lado, es ayudar a montar una bomba atómica de relojería que terminará por destrozarnos a todos. Nadie tiene derecho alguno para condenar a muerte lenta a todo un continente, el que acogió a los primeros seres humanos.

España, Europa y la guerra de África