viernes. 29.03.2024
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No es fácil mantener la cabeza fría, tras tres horas largas de avión. Mucha gente volvía conmigo en el vuelo. La mayoría de ellos de pasar unas vacaciones en Grecia, algunos en Mikonos, otros Santorini. Yo venía de la segunda o tercera estación del infierno.

Sí, es que hay varios niveles: el primero es la misma Siria, donde los bombardeos no cesan. La segunda son las plazas de los pueblos turcos limítrofes a las islas griegas, donde las mafias campan a sus anchas negociando con las vidas desesperadas de los que huyen de la guerra.

En esta segunda estación hay varios departamentos: los niños perdidos, los grupos de familias matriarcales, ya que los padres o bien salieron antes a buscar un futuro mejor o, simplemente, han muerto en la guerra y los grupos con niños "acogidos" a los cuales hacen pasar por hijos propios,  porque quién sabe dónde estarán sus padres. Estos últimos son los que más riesgo tienen, son carne de tráfico de órganos o de trata humana.

Y por fin, llega a la tercera estación, la que conozco. Esta última semana han llegado pocos barcazas a las playas a causa del mal tiempo, sin ninguna tragedia física que pudiera ver, pero reflejándola en su rostro: un niño descalzo en Moria, aparentemente nada que tuviera que impactarme, pero me quedé clavado en el suelo. Curioso, para alguien que ha visto morir gente en un box de paradas en el hospital.

Lo que me dejó bloqueado fue la impotencia de no poder hacer nada. Después, los grupos de familias, los niños asustados. A alguien se le ocurrió jugar al fútbol con ellos, yo saqué una pelota de tenis que tenía para mi fascitis plantar pero no me volví a acordar más de ese dolor. Sonrieron, aunque uno de ellos no lo hizo: le sobrepasaba toda la situación, tenía la mirada perdida y con gesto de cansancio a la que probablemente era su madre, no hubo forma de hacerle sonreír, estaba ido, traumatizado para siempre.

En ese momento conocí a un enfermero español, fruto de la mala gestión de todos los gobiernos de esta última década, que tuvo que marchar a Inglaterra a trabajar, llevaba allí cuatro años, casi había olvidado el español. Me contó todas las impotencias del mundo, las dudas, las meteduras de pata, pero pese a ello seguía allí, preguntando uno por uno a los refugiados qué necesitaban, aunque sólo fuera una conversación, una sonrisa, criticar a Messi y decir que te gustaba más Cristiano. Tras dar una ronda, volví al lugar donde estaban los niños. Habían desaparecido.

Y así, dos o tres veces más durante la semana. Repartí ropa, medicamentos, caramelos y chocolate. Me pasé un par de días dando vueltas por la playa, esperando lo inesperado. Me duele no haber podido hacer más, me duele no haberme quedado más tiempo, me duele no haber ido antes. Conocí a gente valerosa, generosa, gente que se había cruzado medio mundo para estar allí, que había vivido la enfermedad en sus propias carnes cambiándoles su vida y que valía mil veces más que cualquiera nosotros, pese a que no tenia nada material, solo un gran corazón. A esa gente es a la que echaré de menos. Ya están pensando en marchar hasta Idomeni, en la frontera con Macedonia para acompañar a los refugiados en su camino.

En el fondo, cuando estaba en el avión pensaba que  yo también había estado de vacaciones, aunque era al revés: había estado de vacaciones toda mi vida, en esa semana abrí los ojos al mundo, solo tienes que volver para darte cuenta.

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Roberto Hurtado García

Médico Especialista en Medicina Interna

Hospital Vega de Orihuela

Diario de un médico voluntario en Lesbos