miércoles. 24.04.2024
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“El conocimiento filosófico…,
no difiere esencialmente del conocimiento científico;
no hay una fuente especial de sabiduría que esté abierta a la filosofía,
mas no a la ciencia, y los resultados obtenidos por la filosofía
no son radicalmente distintos a aquellos obtenidos por la ciencia”.

Bertrand Russell.


John Dewey, el filósofo funcionalista estadounidense, entendía el pensamiento como una construcción activa que tiene lugar a partir de la interacción humana con el entorno; para Dewey, el pensamiento reflexivo o crítico, es el tipo de pensamiento que consiste en darle vueltas a un tema en la cabeza y tomárselo en serio con todas sus consecuencias. Desde esta concepción pragmática, inicio estas reflexiones con una viñeta de uno de los más serios humoristas del pensamiento reflexivo: Quino. La pregunta la hace la pequeña filósofa Mafalda; la secuencia sintetiza y explica gráficamente la dificultad de la respuesta: ¿cómo hacer entender en una sociedad posmoderna y utilitarista actual la importancia de la filosofía? Hago mías las palabras de Descartes en su “Discurso del método”: “…mi propósito no es el de enseñar aquí el método que cada cual debe seguir para guiar acertadamente su razón, sino el de mostrar de qué manera he tratado de guiar la mía”.

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Todos somos conscientes del carácter específico y peculiar de la especie humana. Sin embargo, cuando tratamos de explicar qué nos hace tan especiales y distintos topamos con serias dificultades. El ser humano ha sido definido de múltiples maneras: como ser racional, cultural, histórico, social, utópico... Cada una de estas consideraciones, aun siendo ciertas, resultan insuficientes, pues el ser humano es todo esto y mucho más. De ahí la dificultad de una explicación exacta y completa sobre qué somos, cómo somos y, sobre todo, por qué somos como somos y cómo nos comportamos. Pero, a pesar de la dificultad de la pregunta de Mafalda y de las que nos hacemos cada uno de nosotros, es necesario, al menos intentarlo, bosquejar una respuesta: estas cuestiones, además de complejas, son, asimismo, fundamentales para la reflexión filosófica. Kant explicó la importancia de esta pregunta haciéndonos ver que las tres cuestiones capitales de la filosofía:¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me está permitido esperar?, él las resumió en una sola: ¿qué y cómo es el hombre? Es inteligente, pero errónea, la frase de quien dijo que “no existe espejo para que la mente, que lo contempla todo, se pueda contemplar a sí misma”; pero ese espejo existe, lo tenemos todos: se llama autorreflexión; pocas dimensiones del desarrollo personal poseen esa íntima conexión con el propio interior y preguntarnos qué queremos o qué pone alambrada a nuestra acción; la autorreflexión nos invita a cuestionarnos las certezas y los pensamientos rígidos, nos recuerda que somos seres libres, personas con la capacidad de ser autónomas a la hora de decidir... Aunque lo expongo como metáfora, en su “Carta sobre los ciegos para uso de los que ven”, Diderot, tal vez el más desigual, pero sin duda el más profundo de los filósofos de la Ilustración francesa, sostenía que la filosofía y la ética que cada hombre adopta dependen del estado de sus órganos sensoriales; cierto, pero también de la conciencia con la que cada uno se enfrente a la vida. Y ahí entran la responsabilidad y el compromiso en los que hemos sido formados o nos hemos formado.

Son muchos los nombres con que se puede definir esta época en la que nos toca vivir: sociedad de la información, tiempos mediáticos, sociedad consumista, época tecnológica, postmodernidad…; pero hay una definición que las abarca todas; así la define Ziygmunt Bauman, el ya fallecido sociólogo, filósofo y ensayista polaco, premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010: vivimos en una sociedad “líquida”. En todas estas definiciones de sociedad actual hay un rasgo común a todas ellas: el fantasma difuso de la mentira, el permanente afán consumista del tener, el poder y el engaño que conducen a la irreflexiva palabrería y a la falta de compromiso; resulta difícil que en el laberinto de esta ignorancia que nos envuelve, tenga cabida la filosofía; la filosofía no puede surgir en una sociedad carente de reflexión, en la que se cierran los espacios a la verdad, se cubre la realidad con el velo de la falsedad, la mentira, las fake news y la irreflexión. Como dice Bauman, una sociedad sin rumbo ni brújula, una sociedad líquida, carece de “forma”, es frívola, precaria e incierta, pues las actuaciones de sus miembros cambian antes de que las formas, las estrategias necesarias puedan consolidarse en unos compromisos de acción éticos y democráticos y en la que sus líderes se convierten en personas volátiles, ambiciosas, hedonistas y egoístas; con su falta de coherencia lógica y reflexión consideran toda novedad como buena noticia, la precariedad como algo normal, la inestabilidad como un fallo de la oposición y el aplauso y la adulación como respuesta merecida por sus éxitos. Es el modelo de una época precipitadamente frenética y de líderes con un “vacío interior” que aspiran a la fama, al poder, sin importarles demasiado qué y a quién se llevan por delante. Es verdad que en esta loca carrera algunos ganan, pero pierde la mayoría, provocando, a su vez una perversa polarización de la sociedad. Viendo el panorama mundial, esta situación está siendo una generalidad actual, un fenómeno que no conocíamos, y tal vez, el origen y la decadencia de las sociedades democráticas, sustituidas por otras menos comprometidas y más autoritarias. Si, desde los griegos el proceso de creación y reflexión filosófica contribuyó a ir alimentado las futuras sociedades democráticas, el abandono y la indiferencia por la filosofía potencialmente puede ser la proyección por otro tipo de sociedad con vocación de liderazgos más personalistas.

Matthew Lipman tenía como idea central de su sistema educativo que si queremos ciudadanos adultos que piensen por sí mismos debemos iniciar a educar a los niños para que piensen por sí mismos

Sin entrar a analizar los principios lógicos del sistema optimista de Leibniz, con la balanza de la razón, la filosofía no es sino la concepción explicada del mundo, tal como se le va conociendo, en qué momento histórico y quién explica ese conocimiento, desde su perspectiva y circunstancia -en palabras de Ortega-; de ahí que el análisis filosófico del momento concreto debe abordar sus problemas actuales, cuáles son los más recurrentes y las respuestas que hoy les da; esa es la grandeza y la miseria del análisis filosófico. Otra cosa es la historia de la filosofía, sus momentos y sus sistemas de pensamiento; pues cada filósofo ha dado, de acuerdo con su propio horizonte histórico, su propia interpretación del mundo, del hombre y de la vida. Hoy ya no necesitamos hacer metafísica, pura especulación; a través de la historia ha habido cientos de pensadores, de filósofos que han dado respuestas sistemáticas, desde qué y cómo es el mundo, cómo llegamos a conocerlo, hasta cómo es ese ser “ese hombre” que quiere conocerlo, explicarlo y dominarlo. Hoy, una necesidad imperiosa es considerar y analizar la filosofía como compromiso ético y político, cuya vocación es pensar y reflexionar sobre el momento y el hombre actual para mejorar el destino futuro de la humanidad. Todos los problemas que la filosofía ética analiza y estudia, deben plantearse en una urgente solución, que no se pueden dilatar ni postergar porque constituyen el centro de la vida misma, pues, en última instancia, como dice Ortega y lo reafirma López Aranguren, el hombre es un ser moral; la moral, la ética no es una performance suplementaria y lujosa que el hombre añade a su ser para obtener un premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando está en su propio juicio y vital eficacia, y añadía Aranguren, está en el ser mismo del hombre, cuando vive su vida en sociedad. Aprender y educarse en filosofía no significa recibir simplemente determinados contenidos teóricos; en eso consiste el estudio de la historia de la filosofía, sino en asumir los problemas que la vida presenta y estar dispuesto a responderlos de un modo creativo y comprometido. La mera recepción de conocimientos es menos concebible en filosofía que en otras disciplinas. Como señalaba Kant, no hay nunca una filosofía formada y acabada; no es suficiente con saber, sino saber qué debo hacer, si me comprometo y comporto como hombre ético que soy y contribuir con la colectividad a crear un clima social no contemplativo sino de acción integral.

Alianza editorial, para celebrar los 10 años de su nueva colección de libros de bolsillo, ha situado por las calles de Madrid algunos carteles cuyo alertador eslogan es “El pecado de leer”. ¡¡¡Pecado!!!; ¡qué palabra!... Aún recuerdo en la niñez, gracias al catecismo de Ripalda, una exposición breve de la doctrina cristiana al alcance de los niños; entonces aprendimos, memorizando preguntas y respuestas, qué era el pecado: la transgresión voluntaria y consciente de la ley de Dios; se podía pecar de pensamiento, palabra, obra y omisión y, si el pecado era grave y te morías sin confesión, ibas al infierno. El pecado ha estado y está presente en la historia del hombre; sería conveniente intentar reinterpretar esta oscura y poco definida realidad por otra más conforme con los tiempos. Si las iglesias y religiones no lo hacen, debe hacerlo, lo está haciendo, la filosofía desde la reflexión ética.

Aunque Alianza Editorial al utilizar dicho eslogan aplica la ironía con inteligencia, en el fondo no camina ni fuera ni lejos de la historia. Para la inquisición, las religiones y las dictaduras, la lectura y el pensamiento libre siempre han sido actividades peligrosas. Desde que el ser humano adquirió capacidad de pensar, fijando por escrito sus ideas, ha tenido que enfrentarse a la dura lucha por su supervivencia y la de sus escritos. Sabemos, existen numerosas pruebas, de que los medios de comunicación, las religiones, los partidos políticos, los centros de poder, son instituciones de manipulación mental en cuyo seno, para conseguirlo, cuentan con “policías del pensamiento”. En estos días en los que están siendo llamados a declarar en comisiones parlamentarias, en sesiones de control y en requerimientos judiciales, muchos políticos se resisten o se niegan a acudir alegando que no piensan someterse a procesos inquisitoriales. El término “Inquisición” hace referencia a aquellas instituciones de las épocas medieval y moderna europeas dedicadas a la supresión de la herejía en todas las religiones; al considerado hereje por su libertad de pensamiento por no coincidir ni aceptar sus petrificadas doctrinas religiosas, además de prohibir sus libros, meterlos en el índice de libros prohibidos o quemarlos, con frecuencia se le castigaba con la pena de muerte; este precedente de las modernas purgas ideológicas, las confesiones forzadas, la persecución de la libertad de expresión y los juicios en zonas de tortura, justificados en aras de un bien supremo, hoy está siendo arrinconado en el cajón de la infamia. Como señala el venezolano Fernando Báez en su documentada obra, ganadora del Premio Internacional de Ensayo “Vintila Horia”, “Nueva historia universal de la destrucción de libros”, es el libro el que da volumen y contenido y deja constancia de y para la memoria humana. Con la desaparición o la muerte de los libros se pierde una parte de lo que la humanidad ha sido. En su obra, Báez traza un detallado itinerario de la aniquilación de la cultura y la historia de los libros. Con profética crudeza lo afirma Heinrich Heine, el poeta y ensayista alemán: “Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres”.

La novela distópica del escritor norteamericano Ray Bradbury, publicada en 1953, llevada posteriormente a la pantalla, Fahrenheit 451, presenta una sociedad del futuro en la que los libros están prohibidos y hay “bomberos” dispuestos a quemarlos. Una de las muchas interpretaciones de las que la novela ha sido objeto no es más que el reflejo de ese itinerario que desarrolla Fernando Báez: se prohíben, se destruyen o se queman con el objetivo de reprimir ideas disidentes. ¿Qué otra cosa pretende la prohibición, la destrucción o la quema de libros sino el fanatismo, el desprecio por el conocimiento, el deseo de borrar la memoria histórica de los pueblos, de eliminar la discrepancia, la crítica y las disidencias ideológicas? Como dice Báez al presentar una minuciosa crónica sobre este fenómeno, destruir obras impresas por motivos religiosos, políticos o pura ignorancia es un atentado contra la humanidad, un crimen contra el espíritu cuyas consecuencias han sido perniciosas para el conocimiento de la historia y de la cultura. En un viaje por la desolación, recorre épocas y lugares muy diversos; no sólo ofrece un recuento de libros y bibliotecas que ya no existen, sino que analiza las razones que han llevado a los seres humanos a cometer este execrable acto de vandalismo cultural; es un minucioso recorrido por la historia de la aniquilación de los libros, víctimas algunos de la voracidad de los insectos, las inundaciones, las llamas y las guerras, pero, sobre todo, por la dogmática obsesión contra la libertad de pensamiento de censores, inquisidores y fanáticos políticos o religiosos. El resultado de este “pecado de leer, de pensar, de saber…”, es la imperiosa necesidad de abundar y ahondar en la filosofía como serio compromiso ético por la cultura, la verdad y las libertades...; porque si algo es la filosofía es reflexión, no imposición; como brújula orientadora nos invita a una reflexión profunda sobre los objetivos, las actitudes y las convicciones que necesita una sociedad para ser respetuosa de derechos, flexible, libre, ética y democrática.

En estos tiempos de pensamiento oscuro, conviene preguntar a “la filosofía” para que justifique cuál es su lugar en el mundo. Es la pregunta clave que se hace Theodor Adorno sobre el sentido o el quehacer del filósofo; así lo expone en su ensayo “Actualidad de la filosofía”: ¿Para qué aún la filosofía? Hablar del propósito de la filosofía, de su justificación, requiere reflexión y honesto diálogo. Utilizando el eslogan inicial de “Alianza editorial”, debemos caer, necesitamos pecar y caer en “El saludable pecado de reflexionar” y preguntarnos: ¿se necesita la filosofía? Algún ministro de educación, “de cuyo nombre no quiero acordarme”, en su ley educativa de infausta memoria: la LOMCE, lo intentó; pero como “el ave fénix”, la filosofía, en el currículo competencial de la ley educativa actual, ha renacido de sus cenizas. Vivimos en un momento complicado, presidido por la incertidumbre, por la falta de seguridades y la aparición de nuevos riesgos; en esta situación la pregunta lógica e inmediata que el ciudadano se hace es ¿para qué sirve el conocimiento de un saber que no le aporta beneficio práctico alguno?; su servicio y utilidad no le son visibles; el mundo de carácter empresarial y práctico en el que vive, un mundo que busca el beneficio inmediato, todo aquello que no pueda demostrar su valor con cifras es muy arriesgado. Como escribí anteriormente, Bauman define esta sociedad como una sociedad líquida y toda sociedad líquida produce triunfadores egoístas, que aspiran a la fama, al poder y al dinero por encima de todo, sin importarles a quién se llevan por delante; un mundo líquido en el que prima la utilidad y el beneficio rápido, rodeado de incertidumbre y frivolidad intelectual, carente de seguridad y expuesto a la aparición de nuevos e inciertos riesgos; tiempos oscuros en los que los valores, si los podemos llamar así, son de una altísima volatilidad y relativismo, en el que nada es absoluto, en el que se ignora qué es lo bueno y qué lo malo, tolerante con la indiferencia y la mentira. Y esta es, precisamente, la función, la responsabilidad, el compromiso de la filosofía, la tarea de la que deben ocuparse los filósofos: cómo integrar el saber de la ética filosófica en ese mundo líquido.

Por lo general, el común de los humanos considera que posee suficientes conocimientos para saber cómo organizar en su mundo los quehaceres y problemas que le proporciona su vida; y cuando encuentra dificultades para resolverlos, acude por su mayor experiencia vital a quienes poseen esos conocimientos pragmáticos que se requieren para saber vivir; ¿para qué, entonces, necesita la filosofía?; los problemas, las incertidumbres y los riesgos no exigen sólo planteamientos científicos o experiencias que a otros han sido útiles, se necesita, se exige valorar sobre cómo debo hacer, en qué circunstancias y qué respuestas debo darme a mí mismo: se trata, inevitablemente, de asuntos filosóficos que nos invitan a una reflexión profunda sobre los objetivos y las convicciones que necesito para vivir; al final es llevar a término ese necesario examen de conciencia del que habla Césare Pavese en su libro: “El oficio de vivir”. Desde esta perspectiva, la filosofía como herramienta para la reflexión y el compromiso ante la vida no es útil o inútil: es necesaria. Así lo señalaba Platón para quien el acto de pensar, de reflexionar ennoblece hasta su grado más alto la vida: es saber, es pensar, es reflexionar “para ser, para existir, para vivir”. La filosofía no es una disciplina más en el sistema educativo; no se la puede convertir en una “feria de restos menores, memorizando filósofos”, con ese despectivo calificativo de asignatura “maría”. La reflexión, el compromiso filosófico tiene, desde sus inicios, el deber de ocuparse de aquellos problemas, de aquellas preguntas para los que siempre necesitamos buscar y forjar nuevos conceptos, nuevas respuestas. Quien se extrañe o no encuentre sentido inmediato para qué sirve la filosofía, debería preguntase entonces: ¿para qué sirve el acto de pensar?; ¿sería capaz de responder sin tener que hacerse un enorme listado de respuestas? Pues ese largo listado consiste en ir nombrando todas las innumerables y distintas funciones que los grandes pensadores le han ido asignando a la filosofía (en sus distintas corrientes y sistemas) a lo largo de la historia. Hasta la ciencia, sin el aporte previo de la reflexión filosófica no habría alcanzado las conquistas a las que ha llegado y otras muchas a las que aún llegará. Las conquistas y logros conseguidos por “los arquitectos e investigadores” del nuevo orden social, político, económico o científico, sin reflexión filosófica, en el marco ético “de la filosofía de las cosas y las cosas de la filosofía” y sin frenos dogmáticos o religiosos, aún no los habrían alcanzado.

Todo un Universo se ofrece ante nosotros todas las noches; ese cielo, que es la fuente de las primeras preguntas sobre la existencia humana y sus fantásticas (y necesarias) proyecciones en toda clase de relatos mito-poéticos y científicos; es el mismo cielo que asombra y permite las preguntas infantiles sobre el sol, la luna y las estrellas, o la del creyente que cree que “allá arriba” están los paraísos, o las preguntas de los filósofos griegos que, emulando el ejemplo de Tales de Mileto, quisieron desde muy pronto trascender la mera utilidad práctica de la astronomía e intentaron desentrañar cómo es de verdad el universo, iniciando un camino en el que descubrieron el poder de fascinación de una nueva ciencia, la cosmología, cuyos avances, para su tiempo y sus medios, pueden calificarse como milagrosos. Razón tuvo otro filósofo, Pitágoras, cuando dijo que “los números gobiernan el universo”. Ya Demócrito y con más conocimiento Aristarco de Samos se adelantaron en muchos siglos a Copérnico al defender, basándose en sus observaciones y reflexiones astronómicas, que la Tierra orbita alrededor del Sol, convirtiéndoles en los padres de la hipótesis heliocéntrica del sistema solar, arrinconada durante siglos por el geocentrismo defendido por la Europa cristiana medieval. La cosmología geométrica de los filósofos griegos fue la madre de las cosmologías de filósofos como Copérnico, Kepler, Galileo o Newton; y éstas dieron a luz la cosmología de Einstein o las preguntas de los investigadores y científicos actuales buscando otros mundos con vida o habitados. Cualquier cultura humana que ignora los misterios del universo, que sustituye la fe por la filosofía y la ciencia, tiende a elaborar una cosmogonía fantasiosa, repleta de imágenes mitológicas, con la que explicar de manera fácil y sencilla el origen y la estructura del cosmos. De ahí que sea interesante que los científicos del programa, confiados en encontrar rastros de vida en Marte, aunque haya sido desde hace millones de años, lo hayan llamado “Perseverance” (“Perseverancia). Y “perseverancia” es la palabra que define la constancia del hombre por saber, por pensar, por investigar, por reflexionar, en síntesis: la perseverancia es el valor de utilidad de la ética filosófica: preguntarse y buscar la respuesta que le satisfaga desde la verdad de la ciencia. Descubrir que hay vida en algún sitio más allá de la Tierra, es algo extraordinario para la ciencia y la capacidad creativa, tecnológica, científica y filosófica de la mente humana. Es el sueño realizado de que la filosofía desde la reflexión, a las preguntas que el hombre se ha ido formulando, buscando respuestas, es un itinerario prometedor e imaginativo, iniciado en el pasado, realizado en parte en el presente, pero con un futuro prometedor, buscando otros mundos que no podamos seguir destruyendo. Hay que reivindicar de nuevo la importancia de todos aquellos filósofos y sabios antiguos que, desde sus conocimientos, carentes de los medios actuales, no llegaron a tener conciencia de su importancia, pues se escapaba a su comprensión, de todas las aportaciones que hicieron para el futuro; rebobinando la historia y mostrándoles los avances que hoy ha conseguido la humanidad, deberíamos decirles: todo este universo que nunca habríais podido imaginar, os pertenece, es parte vuestra.

Considero importante, de cara a los alumnos que se enfrentan a ese conocimiento que se llama filosofía, que sepan distinguir entre la vocación filosófica de cualquier persona amante de la reflexión y la profesión académica del profesor que enseña filosofía. Filosofar no es otra cosa que un acto libre del pensamiento con vocación honesta de buscar la verdad y nadie discute que realizar la vocación es escuchar ese imperativo ético, que diría Kant, en el que comprometemos la vida, la existencia; ese compromiso, puede que no sea útil, pero ¡cómo dignifica “al hombre, al ciudadano”! La filosofía no es un camino de dirección única, tiene muchísimos trayectos que, al analizarlos, encuentra cuestiones, preguntas y soluciones diferentes. De este empeño por buscar respuestas de hoy a los problemas de hoy, han surgidos los diversos sistemas de pensamiento o filosóficos, sistemas rupturistas que tienen una visión crítica del pasado y una nueva visión del presente rompiendo mitos, prejuicios y certezas filosóficas y éticas que no son verdades, poniendo el foco de la felicidad para iluminar las sombras del pasado, vinculadas a la existencia de odios ancestrales políticos y religiosos. Decía Bertrand Russell que el hombre cuyo único interés en el mundo es que el mundo le admire tiene pocas posibilidades de alcanzar su objetivo. Pero aun si lo consigue, no será completamente feliz. La filosofía nació con la democracia y representa en el terreno intelectual lo mismo que la democracia en la política: la autonomía del individuo que piensa, que reflexiona frente a las imposiciones inapelables que establece “el poder”. Suprimir de la educación la reflexión filosófica y el compromiso ético que ella comporta no mejoraría la formación cívica de nuestros ciudadanos, degradaría la gestión política de aquellos en los que hemos delegado nuestro voto y oscurecería el futuro de nuestra democracia. Resulta desalentador tener que aceptar lo que decía Schopenhauer: que las religiones y los partidos políticos, al igual que las luciérnagas, necesitan la oscuridad para brillar.

El filósofo y pedagogo norteamericano Matthew Lipman, cuyo objetivo fue promover la enseñanza generalizada de la filosofía para niños, tenía como idea central de su sistema educativo que si queremos ciudadanos adultos que piensen por sí mismos, debemos iniciar a educar a los niños para que piensen por sí mismos.  Es lo que tantas veces nos ha repetido la gran filósofa de la ética la española Adela Cortina en su obra “Ética mínima”: fundamentar políticamente una sociedad no consiste en dejar una serie de normas “bien atadas”, sino en el hecho de que el ciudadano piense y reflexiones por sí mismo: sea racional, y sólo lo será cuando sea capaz de dar razón, de explicar racionalmente, el porqué de las pautas que guían su libre comportamiento. Un ciudadano sometido no suele ser consciente de su dependencia; aunque se crea libre, el entramado de dominación de su sometimiento le queda oculto. Sin pensar, sin reflexionar, sin utilizar “la filosofía”, las creencias religiosas, las ideologías políticas, la historia que le han contado, pesan decisivamente en su mundo y en su vida. Cuando se canoniza a alguien, a un político, a un rey, a un partido, a un líder, se convierte en un personaje hagiográfico y se elimina de él todo lo que pueda significar error, ignorancia, mentira, egoísmo. Y esa es la sociedad líquida del mundo contemporáneo. Los profetas de la decadencia, los agoreros de las desgracias y los difusores de las mentiras no han tenido tantas oportunidades como en los tiempos presentes para hacer valer sus mentiras y sus falsas predicciones. Pero ignoran que hay una vacuna para neutralizarles: “El pecado de leer, el pecado de pensar, el pecado de reflexionar”.

Y acabo con Quino y la pregunta inicial de Mafalda: ¿Qué es la filosofía? La útil o inútil respuesta nos la debemos dar cada uno de nosotros, pero desde la honesta reflexión de la ética y la política, porque la banalidad es enemiga de la política, de la filosofía, de la ciencia, de la historia y de la vida.

El compromiso ético y político de la filosofía