Dos biografías dramáticas de los estragos del neoliberalismo
La alusión a Charles Dickens y Franz Kafka aparece en el libro de Sara Mesa, Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático de agosto de 2019. Su contenido es muy sencillo y pleno de humanidad, la descripción de la vida de una mujer sintecho, de nombre supuesto Carmen, en la ciudad de Sevilla, sometida a todo tipo de penalidades, que sobrecogen. La Fundación RAIS –Red de Apoyo a la Integración Sociolaboral– calcula que hay en España unos 30.000 sin techo, datos anteriores al Covid-19, el mayor estado de vulnerabilidad y desprotección posible. Cáritas en el informe ¿En qué sociedad vivimos? eleva la cifra a 40.000. Por ello, los observamos por todas las ciudades españolas, como también en Zaragoza. Quien transita por la calle García Sánchez de las Delicias, hasta hace poco podía observar un carro de una gran superficie lleno a rebosar con todas las pertenencias de un sin techo, de nombre Juan, que pasa la mayor parte del día en un bar de chinos. Ahora ya el carro ha desaparecido, al haber conseguido una habitación. Todas estas personas sin techo, recuerdan a aquellas que el gran novelista inglés del siglo XIX, Charles Dickens, reflejó en sus novelas Oliver Twist o La pequeña Dorrit. Obras en las que ejercitó la crítica a la pobreza y a la estratificación social de la era victoriana.
Sara concluye que la ley está pensada para que sea difícil acceder a sus teóricos beneficios. Y que tras hablar con la Asociación de Derechos Humanos comprobó que el caso de Carmen no era el único y ni siquiera el más dramático. Era un caso entre otros muchos. Reconoce que ha recibido apoyo de funcionarios de la administración social que trabajan con vocación y que ven que los mecanismos burocráticos están fallando. El engranaje es muy potente y el funcionario individual puede hacer muy poco, es verdad.
Pero no solo describe el papel de la Administración, también otros aspectos muy negativos de nuestra sociedad actual. La existencia de una caridad institucionalizada, en detrimento de la justicia social, que sería la manera adecuada de resolver este problema. Muchas instituciones caritativas le hacen el trabajo sucio al Estado, el cual así se libera de su responsabilidad. Hay bancos que compatibilizan la práctica de los desahucios con la financiación a instituciones caritativas.
Muestra la aporofobia, el rechazo al pobre. Y este problema ya no es de la Administración, es nuestro como sociedad que rechazamos al que es pobre porque no es como nosotros. Si lo rechazamos estamos provocando y aumentando su marginalidad. Y ese asunto no lo podemos achacar al funcionario sino que es problema nuestro, como sociedad que cultiva unos determinados valores.
Todavía tengo frescas las imágenes de la última película de Ken Loach, Sorry we missed you, estrenada en España en el 2020. Es cine de verdad, como toda su filmografía, porque lo que pretende es despertar emociones en el espectador y provocar sus reacciones. Es un cineasta comprometido, de mirada ácida, que convierte en protagonistas a los perdedores y marginados de las estructuras del poder. Lo que busca es revelar, mostrar la realidad por cruda que sea ésta, y que teniéndola ante nuestras narices por vergüenza o por pereza la ignoramos. Y por ende, también rebelarse ante las injusticias, para tratar de conseguir un mundo mejor. Así ha sido siempre su trayectoria. Este cine contrasta con tanta bazofia, zafiedad, vacuidad y almíbar que inundan nuestras pantallas. Esta temática no interesa a la gente.
En 'Sorry We Missed You' (es el mensaje que deja un repartidor cuando no encuentra al destinatario del envío en su domicilio, pero también como metáfora de los olvidados), Loach y Laverty (guionista con el que trabaja) retratan a una familia de clase media-baja, que ha ido acumulando deudas desde el estallido de la crisis en 2008. La deuda es un mecanismo del neoliberalismo para someternos. ¿Quién se beneficia de ella? Ricky, el padre, se compra una furgoneta con todos los ahorros familiares, incluida la venta del coche de su esposa que usa para ir a trabajar, y espera ilusionado que le sirva para establecerse como repartidor autónomo. Otro engaño neoliberal es el del emprendedor. Quien no lo es, que no se queje de su fracaso. Abby, la esposa, trabaja como cuidadora a domicilio a sueldo de una empresa. Sus hijos adolescentes Seb y Lisa Jane atraviesan los altibajos propios de su edad.
Ricky se deja embaucar por la retórica hueca y despiadada sobre emprendimiento, autosuperación y triunfo personal que le suelta su manager, por lo que acaba aceptando las condiciones draconianas de su empleo como falso autónomo en una empresa de reparto. Cuando ingresa, su manager y puntero Gavin Maloney (interpretado por Ross Brewster), le comenta que no va a trabajar "para nosotros, sino junto a nosotros. No pagamos salarios, sino fees (tarifas). Paradigma de la llamada eufemísticamente economía colaborativa, la uberización del empleo y todos esos términos que ocultan la explotación laboral de siempre. En lugar de convertirse en su propio jefe, Ricky deviene esclavo de sí mismo, un trabajador sin ningún tipo de derecho, con una jornada laboral de 14 horas y seis días semanales. El neoliberalismo no necesita explotarnos, ya lo hacemos nosotros mismos. Hay un momento, todo un símbolo, en el que un compañero, que le asesora sobre su trabajo, le entrega una botella de plástico. Sorprendido le pregunta que para qué. La contesta con una sarcástica sonrisa: ya lo entenderás más tarde. En el final de la película al ser atracado, tras sufrir una paliza, uno de los ladrones le rocía con el contenido de la botella, que Ricky había llenado con su orina. El ritmo de trabajo es tan frenético que no tiene tiempo para ir a un urinario público.
La película retrata la progresiva conversión del trabajo de Ricky en una auténtica distopía laboral de la que es imposible escapar. El final es desolador. Tras haber sufrido una violenta paliza y quedar malherido, sin ser atendido tras horas de espera en el servicio público de salud, sale a trabajar, de no hacerlo será multado o pagar un sustituto.
En paralelo, aborda otra de esas realidades acuciantes que no se visibilizan en el cine: el trabajo de los cuidados. Trabajo duro y poco reconocido sobre todo femenino, sin el que la sociedad no podría funcionar. En una trama aparentemente secundaria, pero no menos dramática que la principal, describe las complicaciones del oficio de Abby y la situación cada vez más habitual de tantas y cada vez más numerosas personas dependientes que viven solas y cuentan solo con la ayuda y el afecto, en este caso desinteresado, de estas profesionales. Para los ancianos la presencia de Abby es su único consuelo, ante el abandono familiar. Trabajo paciente de escuchar sus relatos, como el de la anciana que le cuenta que en su juventud en tiempos de Margaret Thatcher fue líder sindical y que entonces la jornada laboral era de 8 horas, lo que a Abby le genera una indisimulada sonrisa. Poner pañales a un anciano tras asearlo, que se justifica “antes nunca le ocurría esto”. Recoger la comida que una anciana con Alzheimer tira al suelo. Permitir pacientemente que otra anciana le cepilla el pelo.
Hay otros efectos colaterales muy negativos. Con este horario laboral la vida familiar se resiente. No puede haber convivencia, por lo que no pueden educar a los hijos como quisieran. Al estar solos todo el día y tener que valerse por sí mismos, el fracaso escolar es muy factible.
Son dos biografías dramáticas producto del neoliberalismo. Lamentablemente con la crisis socio-económica producto del Covid-19 se incrementarán otras muchas más.