jueves. 25.04.2024

Ingreso mínimo vital, trabajo e ideología

fotograma Sorry, we missed you
fotograma de la película 'Sorry, we missed you'

«Y no lleven dinero ni provisiones para el camino. Tampoco lleven bastón ni otro par de zapatos, ni otra muda de ropa. Porque todo el que trabaja tiene derecho a ser alimentado.» (Evangelio de Mateo, 10)

En 1932 Bertrand Russell escribió Elogio de la ociosidad, un ensayo que para cualquier economista ortodoxo de hoy no pasaría de la categoría de panfleto plagado de ingenuas pretensiones imposibles. En él, con su característico estilo ágil y desenvuelto, el filósofo británico desarrolla la siguiente tesis: «Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado». Sostiene que la fe en las virtudes del trabajo obstaculiza el verdadero camino que lleva a la felicidad y la prosperidad, el cual pasa por una reducción organizada de aquél. Esa fe sustenta todo un paradigma moral que ampara un estado de cosas en el que caben palmarias injusticias como es el hecho de que la ociosidad de unos privilegiados sea posible gracias a la laboriosidad de otros. «La moral del trabajo es la moral de los esclavos –afirma Russell–, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud». Su razonamiento es que, merced al desarrollo tecnológico, lo lógico es que el progreso incluyese una disminución de la jornada laboral. Lo justo es la distribución del tiempo de ocio, el cual ya no supone un menoscabo para la civilización. Lo insensato es mantener una estructura económica en la que unos trabajan mucho y otros no pueden por la escasez de empleo y se ven abocados a vivir en la miseria. Esa insensatez se torna lo normal cuando el trabajo ha dejado de ser el medio para convertirse en el fin.

Hoy en día podría decirse que la moral del trabajo es un elemento indiscutible del aparato valorativo de nuestra sociedad a través del cual, y de manera inconsciente casi siempre, los individuos juzgamos la realidad en la que nos hallamos inmersos y también la construimos. Es ideología. 

Byung-Chul Han es uno de los filósofos que actualmente más ha aportado para revelar esa ideología, para hacerla patente. Si antaño tenía el poder de influir en nuestros modos de vida merced a su categoría moral, hoy el poder se lo confiere su fundamento económico neoliberal y un modelo de felicidad que parece exigir de cada uno el máximo rendimiento en todo (sobre esta cuestión ya existen textos de reciente aparición como Happycracia y Felicidad tóxica).

En su ensayo de hace siete años titulado En el enjambre, el pensador de origen surcoreano sostiene que «hoy cada uno se explota a sí mismo, y se figura que vive en la libertad. El actual sujeto del rendimiento es actor y víctima a la vez». A su juicio, el imperio capitalista global de nuestros días funciona según la lógica de la propia explotación, mucho más eficiente que la explotación por parte de otro. Se trata de la explotación sin dominación, que va tramposamente unida al sentimiento de libertad. 

Un patético exponente de ese sujeto del rendimiento lo encontramos en la película del británico Ken Loach estrenada el año pasado bajo el título de Sorry, we missed you; una más que forma parte de una obra cinematográfica coherente por la intencionalidad política que inspira todas sus realizaciones. En este caso, el protagonista de la historia que se nos cuenta es Ricky Turner, un padre de familia trabajador en torno a los cuarenta años de edad que trata de sacar adelante a su familia junto a su mujer, que también trabaja, haciendo todo lo posible para superar sus dificultades económicas agravadas a partir de la crisis de 2008. 

El filme se inicia con una entrevista que le puede dar a Ricky la oportunidad de acceder a un nuevo empleo en el cual tiene puestas todas sus esperanzas de prosperar. El trabajo consiste en repartir paquetes con una furgoneta. Transcribo a continuación lo esencial de la conversación que mantienen su empleador y él:

«Ricky: He hecho de todo, lo que se te ocurra, sobre todo, en la construcción: preparación de terrenos, desagües, excavaciones, delimitaciones, hormigón, tejados, suelos, pavimentos, señalizaciones, fontanería, carpintería. Incluso he excavado tumbas; he hecho de todo.

Empleador: ¿Por qué lo dejaste?

Ricky: Bueno, siempre tienes a alguien en la chepa. Después de inviernos helándote las pelotas en las obras, pues eso, te hartas.

Empleador: ¿Qué me dices de la jardinería?

Ricky: Me gustaba mucho. (...) Me gusta trabajar, pero los compañeros eran unos cabrones que no daban ni golpe. Por eso prefiero trabajar solo. ¡Ser mi propio jefe!

Empleador: ¿Has cobrado el paro?

Ricky: Nunca. No, tengo mi dignidad. Antes paso hambre.

Empleador: Suenas a gloria Ricky. Henry no se equivoca, eres de los nuestros. Dejemos las cosas claras desde el principio: no te contratamos, tú te incorporas. Nos gusta eso de la incorporación. No trabajas para nosotros, sino con nosotros. No repartes para nosotros, realizas un servicio. No tienes un contrato per se, no tienes objetivos. Respetas los estándares de entrega. No cobras un salario, sino honorarios. ¿Está claro?

Ricky: Sí, sí, suena bien, por mí vale, sí.

Empleador: No fichas, estás disponible. Serás un conductor franquiciado con vehículo propio y dueño de tu destino. Están los perdedores y están los luchadores. ¿Cómo lo ves?

Ricky: Llevo esperando una oportunidad así desde siempre.

Empleador: Una cosa más antes de firmar el contrato de franquicia, ¿tienes vehículo propio o te lo alquilamos?

Ricky: Déjame hablarlo con Henry.

Empleador: Ya me dirás, aquí, todo lo decides tú.»

Este diálogo  –escrito por el guionista escocés Paul Laverty– presenta un retrato tan certero como verosímil de un aspecto de nuestra realidad social que encuentra su materialización en la situación de millones de personas, sobre todo, en las grandes ciudades. Al mismo tiempo, contiene las claves ideológicas que contribuyen al mantenimiento de un estado de cosas que convierte la vida de muchas personas en una experiencia transida de incertidumbre y angustia; el precio que al parecer hay que pagar si el individuo quiere sentirse libre. De hecho, se entiende que esa es la principal motivación de Ricky cuando dice «siempre tienes a alguien en la chepa» y «ser mi propio jefe». La oportunidad que se le ofrece y que reconoce estar esperando desde hace tiempo consiste en ser él mismo quien se obligue a trabajar, sin contrato, aparentemente sin condiciones, «incorporándose» libremente a algo que pierde su entidad de empresa para ser una especie de plataforma sujeta al rendimiento del trabajador, el cual, de esta forma, pierde su identidad de clase, pues es uno de ellos, un emprendedor al que una moral del esfuerzo insufla el ímpetu competitivo necesario para que él solo juegue a la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo («aquí, todo lo decides tú», asevera el empleador).

A lo largo de la película veremos a este personaje trabajar durante jornadas interminables en condiciones indignas, poniendo en riesgo incluso el bienestar afectivo de su familia por emular el ideal del individuo que con su solo esfuerzo y sin ayuda de nadie alcanza la cumbre del éxito (es muy significativo que el personaje considere una merma de dignidad el recibir la prestación por desempleo).

Al trabajador se le otorga el estatus ficticio de empresario de sí mismo, de propietario de su propia fuerza de trabajo, de profesional liberal (Ricky no recibirá un salario por su trabajo, sino «honorarios», igual que un abogado o un asesor financiero). El fenómeno es una versión actual de la alienación, noción madurada por la filosofía alemana decimonónica, congruente con el origen de su tratamiento filosófico por parte de Hegel, y que nace con su concepto de «conciencia infeliz», para él equivalente  a «el alma enajenada». Ciertamente se podría decir que la transacción entre Ricky y su empleador consiste esencialmente en la venta de su alma. El premio es la «libertad», pero el precio es su vida.

En la descarnada historia que nos narra Ken Loach son representados los efectos de una forma de percibir y pensar la propia existencia que Zygmunt Bauman denominó «ideología de la privatización» en su libro El arte de la vida. La película plasma contundentemente las expectativas que dicha ideología «pretende despertar –en palabras del filósofo polaco-británico– por decreto, y las posibilidades realistas de decenas de hombres y mujeres que carecen de los recursos y las habilidades sin las que es impensable el ascenso de los individuos de iure a individuos de facto». Bauman corrige con su análisis la práctica invisibilidad social de esos individuos fracasados, condenados a sufrir la humillación de la inadecuación. En la película mencionada se ve muy bien el esfuerzo ímprobo de ese hombre que trata de encajar en el perfil del triunfador, pero que, a pesar de deslomarse trabajando y asumir todas las exigencias de un modelo laboral regido por las máximas de la flexibilidad y de la precariedad y que tiene en el rendimiento sin límite su único fin, no logra alcanzar los niveles que otros sí. Ricky llegará a perder su dignidad, aunque él no sea consciente de ello, cuando asuma como normal la acusación de que su fracaso es resultado de su holgazanería e indolencia, si no de su inferioridad intrínseca. 

Qué bien refleja Ken Loach en su película lo que Bauman expresa en su texto al destacar el efecto disgregador que para la sociedad tiene esa ideología de la privatización, que para empezar divide a sus propios creyentes, exacerba los conflictos sociales, desactiva las energías e inhabilita las fuerzas que podrían promover su revisión. Así mantiene su eficacia a la hora de conservar acríticamente el presente estado de cosas.

Para lo cual se hace imprescindible mantener activa, aunque velada, la alienación que permite la efectividad de los poderes a los que otorga carta de naturaleza la susodicha ideología. Paradójicamente, el trabajador que quiere ser dueño de sí mismo en el desempeño de su actividad laboral, «libre», acaba cayendo en la trampa de la enajenación, de la pérdida de control sobre su vida al dejar de reconocer reflexivamente su realidad.

No es de extrañar, pues, que el recientemente implantado Ingreso Mínimo Vital haya tenido su retórica de resistencia más o menos contundente, más o menos cargada de moral o de consideraciones económicas, desde sectores que tienen en sus manos la potestad de dar trabajo y recelan de todo cambio que pueda mermar el poder que eso les confiere. «Crear empleo» es ya desde hace bastante tiempo el mantra que justifica cualquier empresa, aunque un examen concienzudo lleve a pensar, en ocasiones, que atenta contra el bien común. La creación de puestos de trabajo es el fin que justifica desde el punto de vista de la ética social la generación de riqueza que en el vigente paradigma político-económico exige el crecimiento imparable del PIB. He aquí una de las fatales contradicciones del capitalismo global de libre mercado tal y como actualmente se concibe y practica: crecer a toda costa pone en aprietos el futuro de la especie humana por llevarla más allá de lo soportable por el planeta, pero dejar de hacerlo produce malestar social cuando no directamente pobreza.

El ingreso mínimo vital, y no digamos la implantación de una renta básica universal, merece para muchos anatema, más quizá por el efecto ideológico que pudiera tener que por razones técnicas. Creo que provoca un cierto vértigo no reconocido asumir una novedad de esa clase, que puede permitir un cierto cambio de actitudes y la oportunidad de que muchos, si cuentan con las adecuadas circunstancias, puedan escoger si trabajar en condiciones indignas o permitirse el lujo de esperar a una oportunidad laboral que se adecúe mejor a su proyecto de vida. Dicho de otra forma: lo que puede sobrecoger del ingreso mínimo vital y la renta básica universal es su posible efecto sobre las almas enajenadas de tantos trabajadores, su poder emancipador.

El joven crítico holandés del vigente sistema político-económico global, Rutger Bregman, audazmente propone sobre estas cuestiones ideas desde el conocimiento de la historia, la filosofía y la economía. A sus treinta y dos años de edad se ha convertido en una voz que cuenta con un numeroso público que le presta atención. Su libro Utopía para realistas se ha traducido a más de treinta lenguas. En él argumenta a favor de la renta básica universal, la semana laboral de quince horas y un mundo sin fronteras. Según él, en este siglo es posible descartar el dogma de que hay que trabajar para vivir. Las condiciones materiales no tienen por qué impedirlo; se trata de una cuestión de imaginación y voluntad política. A su juicio, capitalistas y comunistas de antaño tienen algo en común: su obsesión patológica por el trabajo remunerado. Llega a decir: «los objetivos de esta sociedad impulsada por el rendimiento no son menos absurdos que los planes quinquenales de la antigua Unión Soviética».  

Haciendo historia de propuestas políticas como la nuestra del ingreso mínimo vital, Bregman se remonta al final de la década de los sesenta del siglo pasado, cuando el flower power y «la imaginación al poder». En 1969, el recién llegado a la Presidencia de los Estados Unidos Richard Nixon se planteó la instauración de una renta básica apostando por un refuerzo del estado de bienestar. Su asesor, Martin Anderson, se opuso vehementemente. Admirador de las ideas de la filósofa Ayn Rand, Anderson veía en la intención de su Presidente una amenaza contra el libre mercado y los ideales del gobierno limitado y el axioma ético de la responsabilidad individual como piedra de toque de la única concepción política admisible. El informe que presentó a Nixon en relación con su plan contenía una valoración sesgada de un experimento de ingreso mínimo vital que dio comienzo en la Inglaterra de finales del siglo XVIII en el distrito de Berkshire para poner remedio a la hambruna que asolaba a la población en aquel entonces, el conocido como sistema Speenhamland. Y aunque investigaciones históricas posteriores demostraron su efecto en general beneficioso, el juicio negativo que durante mucho tiempo se tuvo de aquel sistema demuestra el descomunal muro ideológico con el que se tropieza todo lo que se perciba como una amenaza al dogma de que para vivir hay que trabajar.

Así lo atestigua el resultado de la investigación de la Comisión Real constituida al efecto de evaluar el dicho sistema un par de décadas después de su implantación. La conclusión de su informe de trece mil páginas estableció que el programa de auxilio público era el causante de la explosión demográfica, la reducción de los salarios, el aumento de la conducta inmoral... En definitiva, del absoluto deterioro de la clase obrera inglesa. En 1834, el sistema Speenhamland fue desmantelado definitivamente.

Hoy sabemos, tras su revisión histórica, que el informe en cuestión presentaba un notable número de defectos. Una parte decisiva de su texto se había redactado antes de la recopilación de los datos; sólo se rellenó el diez por ciento de los cuestionarios repartidos, los cuales, además, se componían en su mayor parte de preguntas capciosas con opciones de respuestas prefijadas. Es decir, su diseño adolecía de un innegable sesgo ideológico. Para colmo, las evidencias acumuladas las aportaban la élite local, en particular el clero. Para sus miembros, esa suerte de antecedente de nuestro ingreso mínimo vital sólo había conseguido que los pobres se hicieran más malvados y perezosos. (Ya se ve que las reticencias de los obispos españoles a cualquier forma de renta básica puede tener, al menos en parte, un factor gremial que va más allá de épocas y fronteras.)

El fantasma de Speenhamland –como lo llama Rutger Bregman en su libro– espantó a Nixon favoreciendo que soplaran a partir de ese momento vientos ideológicos que, con la llegada de Reagan,  arreciaron a favor del mensaje de que la pobreza es ante todo un problema moral enraizado en la holgazanería y el vicio de cierta clase de personas; promoviendo un paradigma ideológico justificativo de la desigualdad que tiene como principal pilar el mito de la meritocracia (léase mi artículo «La pobreza es un estado mental»: desigualdad y el mito de la meritocracia). 

Al amparo de esta ideología ha prosperado en las últimas décadas una industria del desempleo denunciada por muchos economistas. Se trata de un entramado que asume como verdad irrefutable la premisa de que el problema del paro tiene su origen desde un punto de vista sistémico nunca en la demanda sino siempre en la oferta, aunque objetivamente haya diez aspirantes por cada empleo. Esa industria es próspera en Estados donde sospechan de los pobres (actitud que denotaría aporofobia), lo que se traduce en mil procedimientos burocráticos de vigilancia que les exigen que desarrollen su capacidad de búsqueda de empleo y que acepten cualquier trabajo por indigno que sea.

Innovaciones políticas como el ingreso mínimo vital y la renta básica universal representan el reconocimiento de la clase de asuntos vitales que hay que plantear. Son cambios esenciales como los que se propusieron mediante la reflexión en el tiempo del confinamiento por la COVID-19, cuando  no quedó más remedio que mirar la realidad de frente. ¿O es que nos atrevíamos a acariciarlos con el pensamiento porque sabíamos que nunca se llevarían a la práctica? Pero entonces es que en ningún momento abandonamos de verdad el descorazonador mundo de la profecía autocumplida donde el valor de la historia queda anulado por la asunción supersticiosa de nuestro fatal destino.

Ingreso mínimo vital, trabajo e ideología