viernes. 29.03.2024
nochevieja

31 diciembre, Nochevieja:

“San Silvestre, despídete de éste”

Se acerca la fecha de fin de año, un día marcado en el mundo occidental como el final de una etapa, que se celebra con gran algazara. ¿Cuál es la razón de que la Nochevieja sea motivo de alegría y exploten la juerga y los petardos y se den por doquier muestras de jolgorio y felicidad como en ninguna otra? ¿No es acaso una noche más? Comienza el año, pero ese día no es el comienzo del año en todas partes, por ejemplo en China el año nuevo es en marzo, y era precisamente este mes en las culturas antiguas el que indicaba el comienzo del año; así figura en el calendario romano, en el que diciembre, como su etimología indica, es el mes diez (diz-iembre), como nov-iembre es el noveno, octubre, el octavo, etc., luego se añadieron los meses de enero y febrero hasta conformarse el año de doce meses. ¿A qué viene, entonces, esa alegría por la llegada de un nuevo año, una fecha, como todas, en cierto modo ficticia para separar algo que no tiene separación? La división en etapas o fechas que marcan un antes y un después no deja de ser una entelequia para tratar de entendernos los humanos, acomplejados y condicionados por el tiempo y el espacio, cuando tiempo y espacio son relativos y ficticios, inabarcables ante la finitud humana. 

Pero dejando aparte filosofías y relatividades, centrados en el aspecto sociológico, vayamos a la pregunta: ¿Por qué se desata en jolgorio la gente el último día del año? ¿A qué viene tanto brindis, tantos bailes y cantos? ¿Tanta fiesta? Una fiesta que quizá supere a todas, pues parece que esa noche estuviera prohibido estar triste. Hay que demostrar alegría por doquier. ¿Por qué? La respuesta puede pillar de sorpresa a más de uno: Por miedo. Sí, el miedo es el motivo de esa alegría. Un miedo atávico que como una vacuna se inoculó en nuestra sociedad hace mil años. Echemos la vista atrás, al final del primer milenio, cuyas consecuencias, desde el enfoque de aspectos técnicos, se temía se repitieran con el final del segundo milenio. La gran diferencia estribaba en que hace mil años afectaba a la propia especie humana y acarreaba la muerte, y hace quince años, a un servicio técnico. Me refiero, volviendo al 2000, a ese temor que se extendía en la civilización occidental y tecnificada acerca de la locura de los ordenadores. El famoso y temido apagón. ¿Recuerdan? Si antaño significaba la muerte de la humanidad, en el final del tercer milenio era la muerte de la tecnología punta, o al menos su trastoque, que a fin de cuentas, no era tan grave como para sembrar el miedo general. Eso sí, por precaución, muchas empresas grandes pusieron en alerta a sus técnicos en informática y mantenimiento por si eso ocurría. Nadie sabía qué podía suceder con esos programas, pero de ahí no pasaba y no dejaba de ser más que una cuestión técnica. Por el contrario, hace mil años, el miedo era a perder la vida. Se temía lo peor, nadie sabía a qué se enfrentaba, lo único que se observaba era la muerte, y su causa se atribuía al fin del milenio. Había indicios de que así sería, que el fin del mundo se acercaba como muchos pregonaban y los hechos parecían confirmar. Una de las pruebas era precisamente el amontonamiento de cadáveres en calles y casas. La guadaña de la enjuta mujer de negro rondaba por doquier y muy pocos se la resistían. Como para no engendrarse miedo y desesperación. Nada semejante ni comparable a la alteración del funcionamiento cibernético, por eso el final del segundo milenio no causó tanta preocupación como el miedo de hace mil años. Pero nos puede dar una idea; y si sumamos a los acontecimientos la ignorancia, la superstición y la religión de entonces, la idea se nos hace cercana y real para situarnos en la historia.

AYER Y HOY, MIEDO AL CAMBIO

Estamos en la Edad Media. Corría el año 999. El fin del primer milenio. Si damos la vuelta al número, se convierte en 666, según algunos, el signo del diablo, del maligno que traerá la destrucción. Primer indicio. En el capitulo 20 del Apocalipsis, San Juan profetiza que después de 1000 años encadenado, arrojado a las tinieblas, Satán se liberaría y se dedicaría a aniquilar a la Humanidad entera. En esas fechas la presencia del diablo se palpaba continuamente, se encontraba muy cercana por las predicaciones de monjes y eremitas que le mentaban junto a desgracias, pestes, guerras y fenómenos celestes a los que no hallaban explicación: “Cuando se terminen los mil años, será Satanás soltado de su prisión, y saldrá a seducir a las naciones... y a reunirlas para la guerra... Y vi a los muertos... El mar devolvió los muertos que guardaba...” (Apocalipsis, 20, 7-13).

Este texto estaba en boca de quienes anunciaban el fin del mundo. Un fin del mundo que en ese año se veía como el último. Desde entonces, se ha venido anunciando, no sólo en las civilizaciones occidentales de este hemisferio, sino en el otro, por las culturas precolombinas como los aztecas y los mayas, sobre todo, que lo fijaron en el 2012. Claro que son interpretaciones tanto de un texto bíblico, cuyo profundo significado todavía está por descubrir, el más oscuro y simbolista de la Biblia, como de las fechas anunciadas en las diferentes previsiones y profecías, que durante este milenio se han venido divulgando. Quien más quien menos asegura que acierta, y no le falta razón, si tenemos en cuenta que las fechas son imprecisas, y no siempre, ni de siempre, todos los pueblos se han guiado por el mismo calendario. Ni siquiera en tiempos de los romanos, que con su gran sentido práctico, pretendían que todo en su imperio estuviera unificado y uniformado. Es por tanto difícil fijar con exactitud el día en que desaparecería la humanidad. Ni siquiera en Europa, donde la llegada del año nuevo se celebraba en fechas distintas. Ciñéndonos más se puede tener en cuenta el caso típico de España, donde el año nuevo entra dos veces, en la Península y en Canarias, a donde llega después. Anécdotas aparte, estaba claro que unas fechas regían en una parte y otras distintas en otra. Por ejemplo en Venecia, el año nuevo daba comienzo el 1 de marzo, siguiendo el calendario romano.  

Los cambios de milenio, acabo de apuntar, impresionan a los mortales, antes, por la ignorancia y la superstición, y ahora, con el conocimiento y la técnica, por el temido “efecto 2000”. Los cambios, generalmente, asustan a quienes están establecidos en situación privilegiada; es lógico, temen que si hay un cambio, les afecte para peor y pierdan el privilegio estamental. Con otras características está sucediendo actualmente en España. Con la aparición de un nuevo partido, al que algunos califican de antisistema, y la maquiavélica situación política creada tras las elecciones del día 20, se abre un período de incertidumbre que puede desembocar en un cambio profundo de administrar el bien común. Empresarios, políticos y otros adláteres en torno al poder, temen peligrar su estatus, sus privilegios y sus chanchullos a resultas del manejo del bien público por los nuevos políticos. Y envían a sus mensajeros, desde periodistas a obispos, a que pregonen desde los potentes “medios de comunicación de fachas” (que no de masas, gracias a “guasas” como Internet) la hecatombe que se avecina, desde la destrucción de España, una, grande y libre, a la pérdida de los tradicionales valores sociales, familiares, y religiosos, y la caída de la sociedad española en el abismo. Los nuevos satanes. Las circunstancias materiales, económicas y sociales, unidas al ambiente laico/espiritual se unen para dar a los temores, hoy como ayer, la dimensión de un gran pánico producto de la previsible inestabilidad. Si entonces los cataclismos, el hambre, las epidemias, como no se sabía, no se atribuían a causas naturales, producto de la desidia e ignorancia humanas, sino como castigo de Dios por los pecados de la humanidad, hoy día, el desastre económico, la desigualdad social, la pobreza y la contaminación, se sabe pero no se dice a quién atribuirlas. Sin embargo, se prevé que si llegan a empeorar, se debe no a quien las ha causado, el dios dinero y el interés privado, sino a quienes pueden formar un gobierno, unos recién llegados a la política, que según su ideología puede acabar con este sistema.  Ya no se apela a la cólera de Dios -que los tiempos han cambiado algo-, sino a la inestabilidad, a la acción revolucionaria, a las ideologías extremistas, a la lucha por la igualdad cuando no somos todos iguales, sino unos más ricos y otros más pobres... Es la vida. Es el sistema. Es la política. Es y ha sido la manera de gobernar de siempre. Nada ni nadie la va a cambiar. (Quizá tengan razón esos agoreros de la nueva política, y si no la tienen, habrá que dársela a nuestro pesar para evitar, precisamente eso, la catástrofe. Eso sí, hasta que nos hartemos y gritemos desde abajo al unísono ¡Basta ya! Y se olvide para siempre la política de siempre, como se olvidaron en 1789 en Francia las coronas reales y los horrores eclesiales).

La inquietud nacida de los cambios materiales y espirituales provoca en los individuos toda clase de temores. Si hoy es así, imaginemos lo que representaría la posibilidad de un cambio en el año mil. Desde varios años antes ese cambio venía fraguándose. La sociedad del año mil se enfrenta a un mundo que se desgarra. Se inicia la génesis de un nuevo orden, las estructuras feudales se van debilitando, unos valores sustituyen a otros nuevos, y no se sabe comprender las nuevas visiones en el orden político, económico, incluso religioso, con una nueva vida de austeridad de las órdenes mendicantes. Se avecina un orden nuevo, un diferente estado de cosas. Y teme. Esa sociedad medieval, esclava, ignorante y supersticiosa, teme. Y también los señores de tierras y guerras, de impuestos y privilegios, de jerarquías eclesiales y nobiliarias... Todos  sienten terror por ese cambio de una historia tejida por una maraña de acontecimientos vinculados a batallas e invasiones, saqueos e incendios, matanzas y profanaciones. Historia turbulenta, interpretada como señal de un acabamiento próximo y definitivo, no como simple fin de un viejo orden de cosas, como era el régimen feudal en Europa, el viejo régimen imperial en el Japón, el régimen de la gran propiedad rural entre los chinos, la dominación sacerdotal en la América precolombina. El fin del mundo. La extinción de la Humanidad como castigo divino. No hay que olvidar que en esa época no era la economía la política por la que se regía la sociedad, sino la religión, de manera semejante a lo que hoy sucede con la mayor parte del mundo arábigo, donde islamismo y política van de la mano. En el mundo occidental era la religión católica la que marcaba la política y manejaba con sus predicaciones y enseñanzas las almas, no solo las del pueblo sino las de sus reyes y emperadores. El Papa, tampoco hay que olvidarlo, gozaba de poder terrenal, ora enfrentado a los monarcas, ora junto a ellos.

LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS

En toda época histórica no faltan agoreros y falsos profetas que se dedican a predecir y predicar desgracias para meter el miedo en el cuerpo social y poder manejar a su antojo y según sus intereses el mundo. En esa etapa del final del milenio entre estos predicadores sobresale Raul (Paul) Glaber, nacido en la Borgoña en 985, monje renegado e inconformista que comenzó criticando la riqueza y desmanes inmorales y religiosos de la casta sacerdotal y los abusos de poder y simonía de la curia romana. No carecía de razón, pues se vivía en la Iglesia una época convulsa en la que predicaba una cosa y practicaba otra, por un lado; y por otro, surgían con fuerza herejías que atraían al pueblo apartándole de los principios de la fe ortodoxa. Este monje borgoñón se dedicó a plasmar en textos escritos sus prédicas a modo de la historia del siglo. No tardaron en difundirse sus teorías; era monje giróvago, o lo que es lo mismo, un monje que vagaba de monasterio en monasterio por no sujetarse a la vida regular de los anacoretas y cenobitas. Sus textos sirven como estudio fundamental en torno a los terrores y miedos milenaristas. En ellos, y apoyado en el texto del Apocalipsis anteriormente citado, habla de signos que anuncian el fin del mundo. Por recordar algunos: la aparición de cometas (el Halley, cada 76 años), símbolos cósmicos que anuncian cambios; los eclipses de luna y sol, otros símbolos misteriosos; la aparición de animales monstruosos y deformes (con dos cabezas o sin patas), o de seres humanos raros (como negros o barbilampiños)... Y por supuesto las epidemias y guerras. Y, para más abundamiento, las herejías, la simonía y la venta de cargos y corrupción moral y ética en la jerarquía eclesial, afectando sobremanera a la curia romana y al papado, donde según dinero, parentesco o afinidad, podía ocupar el trono de Pedro hasta un menor de edad. Como botón de muestra, sirvan algunos nombres:  Sergio III (904) conocido como el papa “esclavo de todos los vicios”, o el español Borgia, Alejandro VI, del que se dice que “presidía más orgías que misas”. En la última centuria del primer milenio se sucedían los Papas como las aceitunas de aperitivo: algunos no duraban meses, como en el 903, León V (2 meses), o Benedicto V (1 mes), se sucedían también los antipapas como León VIII, y los que eran depuestos y asesinados al año de ocupar el trono, como Benedicto VI... Si hasta la iglesia caía en horrendos pecados, no es de extrañar, que la sociedad imitara tales comportamientos deshonrosos y mereciera el castigo divino.

Contra todo ese caos, tanto en la comunidad religiosa como en la civil, se levantan monjes y predicadores augurando un nuevo orden mundial. El mismo desorden que quiere combatir el nuevo Papa, Silvestre II, conocido como el Papa Maldito, del que hablaremos en el próximo artículo. Un sabio incomprendido, precursor del Renacimiento que se avecina. Ante el cambio, el miedo. La llegada del fin de los tiempos como preconizaban las Sagradas Escrituras.

Pero el fin del mundo no llegó con ese final del milenio. Entre otras cosas, porque nadie concretaba fechas y podían variar según el punto de partida. Tampoco nada indica que esos “prodigios” que se anunciaban o aparecían lejos del alcance de la razón, se produjeran más a menudo en los años de tránsito de uno a otro milenio. Nada sucedió de extraordinario, como ninguna catástrofe sucedió con los ordenadores en el cambio del año 2000.

La idea del fin del mundo, tras mil años de existencia desde el nacimiento de Jesucristo ha estado presente en casi todas las religiones, incluido el cristianismo, y siempre surgen sectas o iluminados que predicen una fecha u otra dándose al error, pero sin reconocerlo. Lo único cierto es que aquellos temores apuntados en la Biblia y divulgados por doquier en el final del primer milenio, han quedado como un poso que hoy se vence con la actitud contraria, en lugar de miedo,se desata socialmente la alegría y el jolgorio porque nace un nuevo año. Todo esta mentalidad supersticiosa, superada por la ciencia pero unida a la actual, preconizada por nuestros clásicos literarios y la filosofía del “carpe diem”, ha llevado a la máxima de “comamos y bebamos, que mañana moriremos”. Acaba un año, pero el mundo no acabará en corto tiempo. Sin embargo, los humanos estamos haciendo lo posible con nuestra actitud consumista, irracional y contaminante, hoy más que nunca, para que acabe. Si seguimos dando la espalda a la naturaleza, acabará ciertamente antes de lo que pensamos. Quizás el Mundo, no, pero la Humanidad, sí.

Miedo y alegría en Nochevieja