viernes. 29.03.2024
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Pensar el siglo XX es uno de los libros póstumos del historiador británico Tony Judt. Reproduce una conversación entre él y el historiador estadounidense Timothy Snyder. Publicado en 2012, fue escrito (fue conversado) para responder a dos preguntas, tal y como el propio Judt explicaba en su epílogo:

“¿Qué había sido de las lecciones, recuerdos y logros del siglo XX?
¿Qué quedaba de ellos y qué se podía hacer por recuperarlos?”

Lo que me interesa ahora de esa magnífica reflexión sobre el siglo XX es cuanto Judt explica sobre lo que es para él su gran oficio, el oficio de los historiadores: la Historia.

51¿Es la Historia un relato moral, un relato del inevitable progreso?

Al hacerse preguntas así, al plantearnos estas cuestiones de fondo, Tony Judt ahonda con su habitual brillantez en el nuclear asunto de la disciplina de los historiadores.

“Si les preguntan a mis colegas cuál es el propósito de la historia, o cuál es la naturaleza de la historia, o de qué trata la historia, se quedarán boquiabiertos. La diferencia entre los buenos historiadores y los malos es que los buenos pueden arreglárselas sin una respuesta a estas preguntas y los malos no.

Pero aún si tuvieran respuestas, seguirían siendo malos historiadores, ya que simplemente contarían con un marco, una plantilla, dentro de la cual, podrían funcionar. En lugar de eso, cuentan con pequeñas plantillas (raza, clase, etnia, género, etcétera) o bien una versión residualmente neomarxista de la explotación. Pero no veo ningún marco metodológico común para la profesión”.

No sólo hay una utilidad en la labor de los historiadores, también existe una ineludible responsabilidad.

“Es tremendamente importante para una sociedad abierta conocer su pasado. Un riesgo que tenían en común las sociedades cerradas del siglo XIX, ya fueran de izquierdas o de derechas era que manipulaban la Historia. Amañar el pasado es la forma más antigua de control del conocimiento: si tienes en tus manos el poder de la interpretación de lo que pasó antes (o simplemente puedes mentir acerca de ello), el presente y el futuro están a tu disposición. De modo que, por simple prudencia democrática, conviene garantizar que la ciudadanía esté informada históricamente.”

Por su parte, esa responsabilidad cívica de los historiadores consiste según Judt en proporcionarle a la sociedad civil “la dimensión del conocimiento y la narrativa histórica”. Porque “los historiadores tienen la responsabilidad de explicar”. Y los que estudiamos la Historia Contemporánea tenemos una responsabilidad más que se refiere a nuestra necesaria participación en los debates contemporáneos.

El trabajo del historiador comienza por “establecer que cierto hecho ocurrió”, por aclarar “cuándo y dónde y con qué consecuencias”. Eso es algo crucial, y tiene lugar mientras existe otra “corriente de signo contrario, cultural y política” que pretende ocultar o manipular aquello que ocurrió (“borrar acontecimientos pasados o explotarlos con otros propósitos”): “es una tarea de Sísifo” que algunos historiadores, que en realidad no los son, no ven así, pues no se sienten concernidos por su responsabilidad a la hora de establecer esa primera función de explicar lo que ocurrió. Pero es que además de esa tarea primigenia, los historiadores, en tanto que ciudadanos, tenemos la responsabilidad de “establecer una relación entre nuestras capacidades y el bien común”, y no estamos supeditados al gusto contemporáneo por lo que se quiera que haya sido el pasado:

“Los historiadores marcamos el camino al pasado, pero no podemos obligar a la gente a tomarlo”

A este respecto, para evidenciar esa obligación de los historiadores de no seguirle la corriente al gusto triunfante, Judt recurre a un filósofo de la moral, el pensador británico Bernard Williams (fallecido en 2003), quien propone una distinción entre verdad y veracidad. La veracidad consiste en tratar de decir la verdad, más que en reconocer otras verdades tenidas por superiores (el país, la nación, el Estado, cosas así), de manera que el propósito colectivo no esté por encima de los intereses individuales entorpeciendo la interpretación de la realidad. “Uno tiene que decir lo que sabe en la forma en que lo sabe”.

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Memoria e Historia

En cuanto a la memoria y la Historia, Judt tiene mucho que decir y comienza por apuntar que ambas “son hermanastras, y por eso se odian mutuamente a la vez que lo mucho que comparten les hace inseparables. Además, están obligadas a pelearse por una herencia que no pueden ni rechazar ni dividir”.

Si la memoria “es más joven y más atractiva, mucho más predispuesta a seducir y a ser seducida, y por tanto hace muchos más amigos”, la Historia es “algo adusta, poco atractiva y seria, más dada a retirarse que a participar en la charla ociosa”. Hoy en día, “el deber de recordar el pasado se confunde con el propio pasado”, y se suele acudir a “aquellos fragmentos del pasado que resultan útiles a la memoria colectiva”, de tal manera que “las sensibilidades afectada hacen que la tarea de entender correctamente su historia real [el verdadero pasado] resulte casi imposible”. Por tanto, “permitir que la memoria sustituya a la Historia es peligroso”.

Si “la Historia adopta necesariamente la forma de un registro, continuamente reescrito y reevaluado a la luz de evidencias antiguas y nuevas, la memoria se asocia a unos propósitos públicos, no intelectuales: un parque temático, un memorial, un museo, un edificio, un programa de televisión, un acontecimiento, un día, una bandera. Estas manifestaciones mnemónicas del pasado son inevitablemente parciales, insuficientes, selectivas; los encargados de elaborarlas se ven antes o después obligados a contar verdades a medias o incluso mentiras descaradas, a veces con la mejor de las intenciones, otras veces no. En todo caso, no pueden sustituir a la Historia”.

El contexto. Sobre él, Judt se muestra tajante:

“El historiador debe escribir sobre las cosas dentro de su contexto. Contextualizar es parte de la explicación y, por tanto, distanciarse de la materia de estudio a fin de contextualizar es lo que distingue a la Historia de otras formas alternativas e igualmente legítimas de explicar la conducta humana, como la antropología, la ciencia política o cualquier otra. Contextualizar, en este caso, requiere tiempo como variable indispensable. Pero lo que sostengo en segundo lugar es que ningún erudito, historiador ni otro tipo de profesional queda (por el mero hecho de serlo) éticamente excusado por sus circunstancias propias. Nosotros también formamos parte de nuestra época y nuestro entorno y no podemos renunciar a ellos. Y estos dos contextos deben estar metodológicamente separados; pero, al mismo tiempo, están inextricablemente unidos”.

El problema del bien y del mal aparece tangencialmente en Judt cuando en este libro reflexiona sobre su oficio de historiador. Nos dice al respecto, le dice a su interlocutor, Timothy Snyder:

“Nos resulta más cómodo que el problema del bien y del mal se encuentre inequívocamente localizado en otra época (o lugar); preferimos decir que no nos gusta la caza de brujas o que no nos gusta la Gestapo. Pero no siempre tenemos claro como deberíamos expresar nuestra oposición a, pongamos por caso, la ablación del clítoris en el este de África, por miedo a incurrir en una ofensa cultural. Y eso nos hace perfectos rehenes de aquellos (normalmente, aunque no siempre, adscritos a la derecha) que, de una forma mucho más burda, creen saber exactamente qué está bien y qué está mal, qué es real y qué es falso, etcétera. Y que están dispuestos a afirmarlo de una forma asertiva y confiada”.

Sí, nuevamente el problema de la inseguridad ética que a tantos pensadores, intelectuales, historiadores incluso, ata de pies y manos desde hace ya tantas décadas.

Las lecciones de Historia de Tony Judt